La mañana de un sábado cualquiera de octubre, que en Israel que se tornó en sangre y muerte, atravesado por una brutalidad y una crueldad desmedidas, de las que acongojan la razón y ponen en tela de juicio nuestra capacidad de identificar a los agresores como humanos, ver como semejantes a esos monstruos torturadores y asesinos. Salvajadas y aberraciones contra civiles que son indescriptibles sin caer en la pornografía de la violencia.
Mientras el terrorismo imponía su dentellada, la habitual y tristemente conocida vileza política tomaba posiciones, dispuesta a justificar lo inimaginable, para demostrar que siempre se pude cavar un poco más hondo en la fosa moral en la que habitan y se retuercen. Porque ese mismo sábado de octubre, la parte más enajenada y envenenada de odio de nuestra sociedad ya disculpaba el horror, ya se marcaba de nuevo y sin remedio.
Hay algo siniestro y enfermizo en el histórico odio a los judíos, y da igual que se aferren a rebuscadas y poderosas justificaciones, al final se trata del ancestral antisemitismo, que lo practican sin distinción la extrema izquierda y la extrema derecha, aunque la segunda sea minoritaria y testimonial y la primera esté en el Gobierno, pisando ese terreno eternamente podrido de la llamada causa palestina.
El movimiento del pañuelito, indisociable del integrismo islámico, seduce con devoción frenética a tanto deforestado mental, mayoría en la ultraizquierda, que con su querencia por las tiranías y ahora con altavoces institucionales de su parte (y con la compañía de los mariachis mediáticos habituales), han hecho del terrorismo un asunto divisivo que emponzoña toda conversación pública.
La distorsión cognitiva más intensa les permite identificarse con arrebato transgresor con aquellos que arrasarían todas las causas que ellos enarbolan, empezando por los derechos de los “colectivos” de los que hacen gala y caja: mujeres y LGTBI. Es llamativo en un régimen fanático y medieval que se ceba especialmente con las mujeres, ante la indiferencia del feminismo patrio de cuota y trinque.
La infinita indecencia del yihadismo radica tanto en sus metas como en sus procedimientos: la meta es el exterminio del infiel y en sus procedimientos incluyen utilizar a los gazatíes como escudos humanos, poner su armamento, sus cuarteles y la entrada a su densa red de túneles en hospitales y colegios para dirigir allí los misiles de Israel y luego aprovechar los civiles muertos, con una maquinaria de manipulación que muchos en Occidente compran sin reparos.
En vez de perspectivas ecuánimes y lejos de histrionismos (“genocidio”, berrean constantemente, los muy imbéciles) cada vez resulta más difícil abordar la realidad sin anteojeras ideológicas. Uno debe comprar el pack completo de dogmas, y ahora lo que impone el progrerío internacional es la simpatía con Hamás, con Hezbollah y con los ayatolás iraníes, aunque muchos no sepan la magnitud ni el significado de esa filia; como ese intelecto en ruinas que es Yolanda Díaz, que pedía a base de eslóganes borrar del mapa a Israel, y luego desdiciéndose con unas explicaciones que causarían bochorno a su caladero electoral si no fuera porque sabe que se dirige a esa mezcolanza de adolescente perpetuos y tipejos malévolos; la izquierda caniche y perversa se complace azuzando a la vez nacionalismo y religión, enfermedades enquistadas de la humanidad.
Los que no nos resignamos a la normalización de la barbarie estamos destinados a ser para ellos los malos de un relato, viciado de antemano, donde muchos notorios hijos de puta desean parecer piadosos y sensibles a las desgracias de personas a las que utilizan sin rubor. Las excesivas demostraciones de falsa bondad suelen ser un disfraz de la ignorancia, o de querer camuflar alguna carencia ética. Tengan cuidado con los que dicen capitanear la causa de los parias de la tierra, porque es probable que detrás de su careta se encuentre un miserable, un descerebrado y un pequeño nazi.