Artículo publicado originalmente en La Nueva España.
“Puedes evadir la realidad, pero no puedes eludir las consecuencias de evadir la realidad”. Ayn Rand
“La situación ya no es vivible”, afirma un joven parisino de 23 años entrevistado por una corresponsal española. “Estamos hartos de no sentirnos seguros en nuestro propio país”. Otra chica bordelesa, ésta de 20 años, asegura: “Estoy harta de tener miedo cuando salgo, ya sea de noche o de día. En Burdeos tenemos cuidado de no volver solos de fiesta, porque cuando alguien lo hace, siempre hay algún problema”. “Por la noche, cuando salgo para ir de fiesta y llevo una falda, me pongo un chándal encima que me quito al llegar, para evitar que me molesten”, cuenta una joven de Lille.
Estos
testimonios, de chicos sufriendo una realidad distópica, incierta y
cruel, enfrentados a una nueva forma de barbarie, serían catalogados
dentro del conglomerado gubernamental español y sus canales de
propaganda oficialistas como “ultraderecha”, anatema usado a
discreción y camelo que vale para todo, sonido de sonajero para
tanto tonto orgulloso de serlo, nublados de sinrazón, que le dan la
espalda a la más elemental de las realidades: las personas necesitan
sentirse seguras, dejar de convivir con el miedo.
Como nadie
escarmienta en cabeza ajena (o por imposiciones de la maquinaria
ideológica) a los que parten el bacalao en España los ejemplos de
Suecia o Francia les traen sin cuidado, o el hecho de que la policía
haya perdido el control de varios barrios de Londres, pequeños
guetos convertidos en teocracias.
Los
que dicen que no es para tanto, según su ignara apreciación, o
miran convenientemente para otro lado con singular cinismo y
desvergüenza, suelen tener la suerte de vivir muy lejos y bastante
a resguardo de las calles donde resplandecen las navajas y vuelan los
machetazos. Es un asunto que no va con ellos, eco tóxico de
tabloides digitales (oxímoron utilizado por el mastuerzo de La
Moncloa, o es tabloide o es digital) porque siguen el catecismo
progre donde todo el mundo es bueno y la multiculturalidad es algo
así como un eterno capítulo de Dora la exploradora y un concierto
de Manu Chao.
No hablemos del centro de Barcelona, de la costa
levantina; no se menta aquí el elefante en la habitación, porque
nuestros dóciles votantes tienen que seguir en el redil, asustados
por ese espantajo de la ultraderecha, que agitamos delante de sus
cabecitas para que sigan atemorizados y apoyando las políticas que
los llevan al abismo. Cómplices necesarios, que sólo olvidarán las
ideologías cuando les toque de cerca, y entonces quedarán pasmados
con ojos bovinos, pensado que cómo pudo haber pasado. A mi niño. A
mi niña.
Suele ocurrir en estos casos, todo se va emputeciendo poco a poco, caminando hacia una sociedad peor, vulgar y amenazadora, mientras nos adentramos más y más en la boca del lobo, con suicida determinación. El deterioro progresivo que se adueña de zonas urbanas enteras, el cosquilleo intranquilo cuando la hija o la hermana salen un viernes noche, llámame cuando llegues, cariño, que está la cosa muy mal. “La cosa” no se suele nombrar, es tema tabú para la mayoría, no entremos ahí, por favor, no queremos que nos acusen de fascistas. Manada sólo ha existido una y fue la de Pamplona. Es verdad que ocurren casos aislados pero, ¿para qué quieres saber la nacionalidad? Circule, por favor.
Los medios del pensamiento dominante, en su infinita mezquindad, tratan de ocultar como pueden unos datos y unos sucesos que tarde o temprano se les irán de las manos, como una presa que revienta y se desborda de forma incontenible, poniendo entonces a la ciudadanía en ese filo de navaja donde, ya cocidos a fuego lento, un día se percatan y toman conciencia del volumen del problema, y algunos deciden tomar cartas en el asunto por su cuenta, con todo lo que eso conlleva, esa brutal detonación donde los mecanismos sociales fallan, la razón y la tensa calma dan paso a algo mucho peor, con el hombre dominado por sus instintos en un estallido de rabia de impredecibles consecuencias.