Artículo publicado originalmente en La Nueva España
Con el transcurrir de los años, y siendo algo perspicaz y observador, uno aprende a detectar a tiempo la maldad, por camuflada que se encuentre. Los malos, a su vez, suelen tener buen encaje entre aquellos que avanzan hacia una incipiente estupidez. Tienden a casar bien. Así, en una simbiosis que ha gestado algunos momentos de trágica historia en nuestro país, lo cierto es que ambas cosas, estupidez y maldad, se necesitan mutuamente.
A Salvador Illa, también conocido como el enterrador, le pilló la pandemia cuando estaba ocupando el Ministerio de Sanidad como forma de promocionarse y darse a conocer, que es una función que también tienen los ministerios. Fue una mera fatalidad, no debería estar ahí, pero estaba en Sanidad lo mismo que podía haber estado en Industria, en Educación, Turismo o en cualquier otro, teniendo en cuenta que, licenciado en Filosofía, sabe lo mismo de sanidad que Sócrates sabía de aeromodelismo.
En su amargo e ignominioso paso por el cargo, desatendió reiteradas alertas de la OMS, porque él respondía a un objetivo político distinto, y puso a todo el aparato estatal y a los limpiabotas con altavoz en medios a transmitir el mensaje de que lo que ya venía era algo menos preocupante que una gripe común, aunque las muertes se acumulasen en Italia. Pero todos estuvieron obcecados en ocultar la verdad entre grandes mentiras. Yo me acuerdo de ellos bastante a menudo. De nuestros muertos, y de los suyos.
Salía junto a Fernando Simón, en esas ruedas de prensa que eran cumbres del despropósito, y el tétrico Simón lanzaba risillas que apenas intentaban disimular su iniquidad. Fernando Simón tuvo buena acogida entre los zumbados, y una extraña legión de seguidores entre los que se celebraban sus ocurrencias de la misma manera que meses antes celebraban el 8M. Con entusiasmo suicida.
En las acciones de esta pareja había algo premeditado, alevoso, y eso hace que sus fechorías sean mucho más difíciles de perdonar. Para rematar, Illa utilizó el minsiterio para comprar mascarillas a la trama corrupta de Koldo. Haciendo negocio con el dolor. El PSOE es una exploración ininterrumpida de las profundidades de la crueldad.
Ahora, para poder presidir la Generalidad, Salvador cede y asume el discurso plurinacional de ERC (y de Sumar), aceptando una soberanía fiscal (solidaridad, igualdad y otras consignas, dicen luego los izquierdistas chorlitos, los muy cachondos) además de blindar el modelo monolingüe, arreciando la persecución del español, haciendo suyo el discurso de la amnistía y feliz al elogiar que Puigdemont no fuera detenido en su show berlangiano.
Entonces, tenemos a un gestor negligente durante la pandemia y a un nacionalista en ciernes que ampara a golpistas y discursos de odio contra más de la mitad de los catalanes, visto como un hombre sensato, práctico y eficiente por parte de esa izquierda desnortada, cuya brújula moral hace tiempo que ha perdido toda capacidad de ubicuidad, por muchos aspavientos que hagan contra la fantasmal ultraderecha, que en España tiene sus principales núcleos calientes precisamente en la Cataluña supremacista y trincona (muy oprimidos) y en el País Vasco de raíces aranistas y aldeana mentalidad tribal y xenófoba.
Conviene recordar a Àngels
Barceló diciendo que le parecía “muy interesante” Óscar
Matute, capitoste de Bildu. Ayuda, supongo, que Matute no tiene la cara
haciendo espejo del alma de Otegi, Mertxe Azpirua, Iñaki de Juana
Chaos o El Carnicero de Mondragón, que en sus rostros llevan la
penitencia. Canitas de madurito seductor, areta canalla en la oreja,
voz engolada de discurso conciliador.
Normal que Barceló sienta
intentas palpitaciones.
Hace años, si alguien mostraba rendida
simpatía por alguien de la banda de Arnaldo era considerado,
naturalmente, del entorno abertzale y proetarra. Aquel artefacto
ideológico y criminal era repudiado en consenso por toda la sociedad
denominada decente, dentro de la democracia liberal, hasta que llegó
Zapatero con sus cosas.
Ahora la vanguardia del moderneo y lo cool
entre los comunicadores de más audiencia (“los paniguados con
púlpito mediático adscritos al negocio ideológico de la
izquierda”, los llama Juan Manuel de Prada) es contemplar a gente
que lleva a terroristas con delitos de sangre en sus listas
electorales y que se les caiga la baba, compaginado con estar al
servicio de un líder presidencial que sólo desea satisfacer sus
repulsivos intereses particulares.