19 de febrero de 2025

En defensa del papel


Artículo publicado originalmente en La Nueva España

Muchos de nuestros recuerdos más intensos están asociados a la infancia, etapa en la que todo lo bueno y lo malo cobra forma, influyendo de manera decisiva en el futuro que nos aguardará a la vuelta de la esquina. En mi caso, abundantes evocaciones en edad temprana se desarrollan siempre rodeado y en compañía de libros, creciendo entre encuadernaciones, novelas, prensa, películas estupendas y música excelsa. 

Puedo recrear nítido en la memoria el sonido de las llaves de mi padre al entrar por la puerta de regreso del trabajo, y cómo corría a saludarle para rápido coger La Nueva España que traía cada día bajo el brazo. Ese sonido reconocible, esa llegada y ese periódico eran sinónimos de ansiedad y felicidad. Antes de Internet, antes de las omnipresentes redes sociales, en aquellos 90's con el equipo en Primera, quería leer cuanto antes la crónica del Real Oviedo y las noticias diarias de la plantilla, los artículos que me llamaban la atención, las cosas que pasaban en mi ciudad, que era entonces mi mundo. 

Fue inseparable la niñez del continuo contacto con el papel, unidos de la forma más natural (no conocíamos otra cosa), pero sin perder la fascinación. Un proceso coherente: aprender a leer para luego aprender a escribir más o menos bien. O aunque sea regular. Pero sin ese iniciático contacto con la lectura, es imposible conseguir el hábito de darle a la tecla o al bolígrafo, conquistando así un pequeño espacio de libertad individual.

Décadas después, el papel sobrevive en un ambiente hostil, y donde los estudios afirman que los más jóvenes no comprenden lo que leen, si es que llegan a leer algo. Casi todo es ya digital, efímero; estímulos en la palma de la mano y entretenimiento de 20 segundos. Titulares que son cebos, publicidad engañosa, mercadeo de la carne en promoción, inflamación de las emociones de usar y tirar.

Claro que siempre hay honrosas excepciones, y jóvenes inquietos y lúcidos que se interesan por la lectura y otras formas de cultura, a los que te encuentras entre semana en el cine o también ojeando novedades en una librería;  pero el depresivo ambiente general, cuando echas un vistazo alrededor, es el de ultracuerpos enganchados de forma permanente a las pantallas, droga suministrada desde bien pequeños por sus cabestros padres, para que el nene (o la nena, por favor, no me cancelen) esté tranquilo y entretenido y no dé mucho la lata.

El periódico de papel, como éste que tienen ustedes entre las manos, te sirve para la cafetería, el sillón, el parque, la playa o la cama. Y dirán que el móvil también, pero no fastidien. Todos sabemos que no es lo mismo. El que creció acostumbrándose a la prensa escrita e impresa sabe de lo que hablo. 

Hay formas y serenas costumbres que no sólo constituyen un hábito, también conforman una vida y definen una personalidad. No hay modo de sustituir esa sensación ni ese formato centenario aunque, evidentemente, las épocas cambian y las empresas y los medios de comunicación también tienen que adaptarse al signo de los tiempos y renovar sus ediciones digitales por una cuestión de practicidad, siendo que algunas cabeceras ya sólo existen y publican en digital. Así se entiende y se asume. 

Pero el papel continúa siendo el necesario testimonio de que aún quedan vestigios de ese universo añejo que conocimos, esa huella de dedos manchados de tinta y reportajes que nos llenaban de expectación y palabras. Cuando publicar era algo a tomar en serio, y en todos los hogares había un ejemplar, cada cual según sus gustos y tendencias políticas. 

Sigo bajando cada mañana al kiosco a comprar el periódico, da igual la ciudad en la que me encuentre, normalmente en Madrid o en Oviedo. A veces más de un ejemplar distinto. Algunos kioscos que conocí ya no existen, otros se mantienen ahí impertérritos en mitad de la calle, como desafiando el ocaso, sabiéndose los últimos resistentes de un mundo, el suyo, que se desmorona.

Por mi parte, también tengo interiorizado que el día que desaparezcan los libros de papel, los periódicos impresos lancen su última y póstuma tirada y cierren las salas de cine convencionales, yo también bajo la persiana.