Artículo publicado originalmente en La Nueva España
La
ciudad se mueve al ritmo constante de la música y los ríos de
personas que observan, conversan, ríen y beben. Hay gente por todos
lados, el tiempo acompaña y la dispersión de las casetas hace que
puedas encontrar riadas de gente desde el Bombé hasta la Catedral,
de Uría a la calle Mon. San Mateo baja las persianas del verano,
es la última oportunidad de hacer vida social de puertas para
afuera, las quedadas, los rostros bronceados, los últimos coletazos
de hedonismo antes de que el frío de octubre se cuele por los
rincones.
El centro se convierte en una sala de fiestas al aire
libre, y como no me dedico a la política local, lo disfruto todo sin
pensar en clave de aciertos y errores. Sólo sé que Oviedo sigue
siendo una ciudad idílica para el paseo nocturno y el vermouth
diurno, genuina, de entrañable abolengo, limpia, bella, singular, y
todas esas cosas que Woody Allen le dijo hasta ruborizar sus
fachadas. Hay una corriente, digamos alternativa, que brama contra
las fiestas, contra el nuevo modelo de barras donde han quedado fuera
los que antes monopilizaban, contra el Ayuntamiento y contra la
ciudad en general. Son los que antes hacían de la palabra
“chiringuito” toda la extensión de la palabra, grotescamente
invadidos, apañando dinero sin explicaciones para la causa
comunista, políticos detrás de las barras conmemorando los 65 años
de miseria cubana y mucho chanchullo entre bocadillos y cubatas.
Ahora están como basiliscos, con abundancia de aspavientos en redes.
Si no pueden politizar y parasitar algo, se cabrean como monas.
Mentalidad de trinchera, ver la vida con las anteojeras ideológicas
puestas, con la vena sectaria a todo trapo. Hacer del día a día una
guerra civil. Alguno fue a una calle del centro a horas intempestivas
a sacar una foto justo cuando no pasara nadie, para exclamar que ni
el Cristo del Naranco va a estos festejos de la ultraderecha. Si San
Mateo no es suyo, celebrarían que no fuera de nadie. El total
abandono de las fiestas y la ruina del sector hostelero serían
motivo de algarabía para estos notorios cenizos. Para ellos, un San
Mateo a rebosar sería sólo peor que una somanta de patadas en la
cabeza, porque el antiguo tripartito ha caído y la ciudad está de
nuevo en menos del enemigo, y al enemigo ni agua, ni mojitos.
Es
como un descerebrado mamerto que defendía la cooficialidad del
asturiano y la imposición en las aulas con esta aseveración: “yo
quiero que a mi hijo le obliguen a dar bable”. Eso es extrapolable
a todo: no es que tengan su chiringuito, es obligar a todos los
ovetenses a vivirlos y sufragarlos, les guste o no. Y como odian
Asturias, buscan también el enfrentamiento imaginario a través de
la lengua, instalar la discordia en los pueblos a raíz de las
toponimias, poder pescar en río revuelto y que la polémica les
otorgue más paja para el pesebre. Así son, y así manejan los
objetivos. Imponer una vida monocolor, una sola forma de pensar,
donde la disidencia será aplastada y la pluralidad política algo a
erradicar, un mal de las democracias liberales.
El otoño llegará,
y con él el tiempo del recogimiento. Algunos nos vamos otra vez
fuera de Vetusta, la diáspora asturiana, el exilio silencioso, hasta
el inevitable reencuentro en Navidad, otra vez las luces de ciudad,
comercios a toda caja, los paseos al aire libre donde Oviedo es de
nuevo protagonista. Si lo permiten los Grinch de la izquierda.

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