No hubo segunda parte buena ni retornaron los días de vino y rosas. Terminó con discreta dignidad Caiga quien Caiga tras siete emisiones, y el pasado 3 de marzo bajaba la persiana sin mucha estridencia. El programa, con supuesta vocación irreverente y espíritu combativo, fracasó como subproducto ideológico por su concepción errónea de lo transgresor, al tratarse de una mera parodia de lo que fue, de aquel formato original y rompedor de entonces a la obsolescencia inaudita de ahora, pues los tiempos han cambiado, la propaganda encaja más filtros para ser contrastada y rebatida y todo dios le tiene tomada la matrícula a políticos y periodistas.
Significa que se puede alegar maldad o directrices, pero no desconocimiento o ignorancia, sobre de qué pie cojea cada cual, medios de comunicación y profesionales de la cosa pública. O de si no van ni andando.
Por eso se trata de una cancelación que no pilla por sorpresa, cuando tu pretendido gamberrismo y discurso a la contra resulta que coincide punto por punto con la agenda gubernamental, y tu presunta labor periodística es la tan novedosa de fiscalizar a la oposición. Heroica labor la de esos muchachos de negro, sin duda, puestas las gafas de sol y también las anteojeras del postureo biempensante, más arlequinesco que simpático, y previamente establecida la escaleta desde Ferraz y Moncloa. Ferocidad sin ningún tipo de consecuencia real, como perros ladrando a los coches que pasan.
Con terroristas parlando en el Congreso (se llama Parlamento por eso, aunque alguno sólo rebuzne) y otros terroristas flanqueando al Gobierno en su autodenominada coalición de progreso, que a los 20 segundos del primer programa dejaran claro que el peligro para la sociedad (y para la audiencia) era la ultraderecha (ese camelo para ingenuos, machacón mantra para simples que se aferran a eslóganes que no se adecuan a la vida real, como sabe Errejón) ya era toda una declaración de intenciones: la intención de no molestar al que manda y paga. Incluso de agradarle y complacerle, aceptando su papel de inofensivas mascotas del poder.
Y llegamos a la triste constatación que de poco sirve que hagas tu trabajo vestido de traje: estar de rodillas ante un Gobierno corrupto no tiene nada de elegante. Y podría haberse tratado de una propaganda con talento (eso lo hacía bien Hollywood antes de la ya crepuscular era del wokismo), en posesión de audacia, sagacidad, inteligencia.
Ni por asomo. Todo era cansino y previsible, y la gracia únicamente sucedía de forma involuntaria, asomando a ratos esa sensación tan desagradable de la vergüenza ajena; reafirmando así la certeza de que, por salud mental, lo mejor que puedes hacer con la televisión es tenerla apagada.
Claro que vivimos en un país donde si vas callejeando con la alcachofa puedes recibir el beneplácito del pensamiento dominante, por mosca cojonera de los fachas, baluarte del antifascismo y otras inanes chorradas que ya nadie normal se cree (salvo la veintena de niñatos zoquetes que juegan a revolucionarios impidiendo charlas en la Universidad), pero que celebran los de siempre; pero si lo mismo se lleva a cabo hacia alguien como, pongamos por caso, el siniestro chavista de manos largas Monedero o el energúmeno de Antonio Maestre, lo que celebran con jolgorio en sus redes Fortes, Iñaki López y compañía (cómplices necesarios) es que el micrófono haya alcanzado cierta cantidad de metros al ser lanzado, aunque sea a costa de violentar a un chaval que no hace nada que no realizaran años atrás los de aquel programa primigenio u otros folloneros. Porque algo puede ser violencia o no según quien la sufra y, sobre todo, según quien la ejerza.
Así pasa actualmente en el País Vasco, donde hacer un mitin que no cuente con el visto bueno del nacionalismo mafioso es "ir a provocar", y se mantiene todavía una atmósfera de miedo sutil, pegajoso, impredecible; congelado en el tiempo un ambiente tenso, cerrado y delator, donde los asesinos excarcelados pueden ser recibidos masivamente en olor de multitudes y las víctimas tienen su homenaje de la forma más discreta posible, tratando de incomodar poquito, por si se enfadan los chicos de Otegi, que ahora son también los chicos de Sánchez. Y pues ya lo habrán adivinado: no hemos visto (ni veremos ya, me temo) a nadie de Caiga quien Caiga por Alsasua a poner a prueba la conducta civilizada de los entrañables vecinos.

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