Artículo publicado originalmente en La Gaceta
Fue muy curiosa y paradigmática, reflejo de la España valleinclanesca que vivimos, una escena televisiva en Espejo Público, donde Soto Ivars estaba rodeado de varias mujeres, todas feministas militantes, que le increpaban por haber escrito un libro que ellas no habían leído y que, además, no tenían ninguna intención de leer.
Uno podría pensar, con mucha ingenuidad, que antes de ponerte a berrear contra un ensayo periodístico al menos se requeriría el mínimo de haber tenido la decencia de leerlo, pero actualmente la izquierda, la lectura y la decencia no son cosas que casen demasiado bien, o un poquito siquiera.
El sectarismo nubla las mentes, se deja llevar por sus prejuicios, y sus reacciones responden siempre a estímulos primarios. Piensan (es un decir) de forma emocional, creen en una idea a ciegas, y embisten con ella por bandera sin ser capaces de desarrollar una mínima capacidad de razonamiento. Capote bajo y con la testuz por delante.
El impulso de su vena totalitaria es cancelar todo lo que en su estrecho margen de miras no pase la prueba del antifascismo, del antimachismo y de un montón de neologismos que terminan en -fobia. Y es que no les hace falta leer aquello que quieren censurar (los censores del franquismo al menos leían y veían lo que iban a prohibir) lo hacen sin mirar, torciendo la cabeza, como daba los pases Laudrup.
Dejándose llevar por patologías e ideas preconcebidas, con una extraña aversión a todo lo que sea reflexionar, intercambiar ideas con educación, escuchar al que tienes delante en vez de querer silenciar, prohibir, vetar, imponer o purgar. No debaten, señalan. No atienden a razones, vomitan consignas.
Recuerdo de hace unos años, una entrevista a una radical de la ideología de género que pedía, muy enfadada, retirar la estatua de Woody Allen que el genial cineasta tiene en el centro de Oviedo. Mia Farrow había acusado en su momento, nunca salió nada adelante, pero la ira de las justas ya estaba desatada, porque nada más hace falta para montar un buen cadalso metafórico (o real, si las dejan) y ponerse el atuendo de talibanes para echar abajo estatuas y lo que se pille. A Allen lo llamó "abusador y depravado".
A la pregunta inevitable, respondía que no había visto ninguna película de Woody Allen (y no tenía ninguna intención de remediarlo) pero que era un pederasta y ya. El caso estaba claro y cerrado para ella aunque nunca existiera caso. Lo mismo da que no haya sido condenado por tribunal alguno, y que fuera por aquel entonces, en los 90, investigado de forma exhaustiva en dos ocasiones y descartada la imputación al no encontrar ninguna prueba en ambas investigaciones, que duraron meses.
Lo que diga un tribunal o lo que sea verdad o mentira le traía al pairo. Esas menudencias de derechos y garantías le suenan más bien a estructura fascista. Y, en realidad, le da igual si es inocente o culpable, porque es hombre y con eso basta, pues ya se nace con el pecado original, como si hombres y derechos fueran dos palabras juntas que constituyen una antinomia.
Arremetiendo con furia destructiva contra todo lo que no comprenden pero quieren cancelar, tirar abajo, destruir o que la masa juzgue y linche, son la verdadera putrefacción de cualquier nación que se pretenda ilustrada. La parte menos civilizada de una sociedad que anhele prosperar, y por lo tanto tiene que dejar de darle visibilidad a vulgares integristas que envilecen todo a su paso.
Esa altiva y orgullosa ignorancia es la que recorre de parte a parte el país como un escalofrío, causando la perplejidad y la indignación de los mesurados y los comedidos, que son una mayoría silenciosa frente a la minoría vocinglera, tan desagradable. Esa minoría que estuvo bramando memeces en una presentación del libro de Ivars en Sevilla, convirtiendo el vestíbulo de una biblioteca en una lonja de charos y mastuerzos.
Hay nervios y se nota. Lo que hay en juego es el devenir de una industria de género que sólo en España mueve cientos de millones al año, alimenta muchas bocas y coloca en puestos de chiringuitos a demasiados sinvergüenzas vividores y vividoras que quieren seguir aferrados al negocio y dentro de las instituciones en las que se encuentran incardinadas.
Estos sujetos animalescos, aunque asilvestrados y de escaso raciocinio, sí pueden oler que un cambio flota en el aire. Perciben en el ambiente que poco a poco van perdiendo la supremacía ideológica que durante años impusieron con coacciones, amenazas y una apisonadora mediática.
Y, como todos los animales, tienen que mirar por el sustento. Y presienten que se quedan sin comer.
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