En una escena de La Bruja se realiza una incisión en la sien del hijo poseído como tributo de sangre purificadora más que como remedio médico casero, en una película que abre las puertas a lo desconocido desde la familiar estampa de los primeros colonos anglosajones calvinistas en Estados Unidos. Una mezcla de diversos tótems de la literatura, elegías y fábulas fueron la base en la que se construye El Faro, tan efectiva, tan potente, tan fascinante, como los planos más expresionistas de El hombre del Norte, leyendas y mitología vikinga.
Por eso parecía que era una conclusión natural y de lo más razonable que una nueva versión de Nosferatu corriera a cargo de Robert Eggers, uno de los directores más personales y con eso tan manido del "estilo propio" de los últimos años, y así volver sobre la base literaria, sobre los mitos, sobre las sombras. Y sobre la sangre.
Adaptar a Murnau (y a Herzog, a la que tanto referencia) en 2024 requiere grandes dosis de talento e inteligencia, pues más de 100 años después ni el cine ni el público son los mismos, para mal y para menos bien, y ahora nos permite tener las herramientas para rendir homenaje a los restos de su recuerdo.
Este 'Nosferatu' mantiene los mismos aspectos que la cinta de Murnau, y el conde sigue siendo Orlok y el Demeter arriba en la ficticia ciudad alemana de Wisborg en vez de en Londres, cosas que pasaban en la película de 1922 por no tener los derechos de la novela de Bram Stoker.
Eggers hace su contribución al mundo de Stoker en su versión más sombría y lujuriosa, un paso más de Coppola, y parece empeñado en dejar inequívoca constancia de quién estrás tras la cámara, su huella en cada plano como la sombra y el hálito del vampiro, pero sólo parece recargada cuando chirría el CGI. La mezcla del estilo de Eggers con el homenaje al expresionismo alemán, desde Murnau al primer Fritz Lang pasando por Max Reinhardt, es un producto interesante y disfrutable.
Se mueve en la oscuridad más macabra, como las escenas en el castillo, donde todo sugiere un miedo agazapado en la penumbra; cae la nieve como en el relato de Joyce, "uno a uno todos nos convertiremos en sombras"; y también en los contrastes, como las grandes aportaciones, cada uno en registros y tonos diferentes, de Willem Dafoe y Lily-Rose Depp.
Toda la película tiene una atmósfera tan poderosa y particular que no te puedes desentender de ella. Consigue ser ambigua y turbadora, en un ejercicio que muestra de forma maravillosamente perversa que el sexo y el terror se dan la mano, las más ancestrales e intensas de las emociones humanas, que la libido libera sus potencias infernales y arrastra hacia abismos de pasión redentora y condenación, el esplendor y miseria de la carne viva, fuente de tortura, de placer y de celebración, esa carne que es condena y a la vez es expiación.
Para recordarnos que la pulsión sexual es instintiva, el amor como una sublimación cultural de esa otra energía, el hombre, la mujer y el monstruo como depredadores insaciables de instinto irreprimible, como la mujer simbolizando ser presa de ese inmenso deseo que nos atrae y repele. Todo bien hilado y condensado en ese epílogo y en ese plano final de deseo, concupiscencia y muerte.
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