Están los portadores de la indiscutible superioridad moral de la izquierda desolados porque se les ha venido abajo una de sus figuras fundamentales y predilecta de los tontos con ínfulas: el fogoso Errejón, depurado por sus ardores algo más que revolucionarios; dicen que ha traicionado y engañado al feminismo, como si en España y en esta nueva ola el feminismo no fuera precisamente eso: un edificio de cartón piedra cimentado por la hipocresía, la doble moral, el oportunismo y el ánimo de lucro. Por lo que, si algo es don Íñigo es un buen representante como especímen arquetípico de la impostura hecha negocio.
Un tinglado donde las mujeres de extrema izquierda desprovistas de sus facultades mentales, o metidas en el suculento trinque, se dedican a colocar a todos los hombres en un mismo plano delictivo ("el violador eres tú") debido a los traumas generados de su interacción con hombres de izquierdas.
Buena parte de las cabriolas más disparatadas contra la razón nacen de ese catecismo que abraza las insensateces más llamativas, que combinan con afirmaciones de lo más grotescas e infantiles. Pero este caos fecundo orbita sin cesar alrededor de un solo punto: ganar más dinero.
El dinero como mérito de una mujer inculta e ignorante como Irene Montero, armada con el látigo febril de su obsesión, hace girar sin reposo como una peonza esas ideas absurdas pues, en sus frecuentes accesos de furia, carece del sentido del ridículo.
Para el feminisno sólo cuenta lo que el hombre representa en su imaginario y quienes pertenecen a él ya vienen definidos de fábrica; y la mujer permanece bajo el peso de una identidad colectiva a la que deben pertenecer, eternamente víctimas. Mientras obvian con infinita desfachatez las verdaderas violaciones y la multiplicación de las manadas, valiéndose únicamente de ese ilogismo demencial según el cual basta con ocultar algo para que no exista.
Errejón, que aseguraba que "las denuncias falsas no existen" y son un invento de la derecha fanática, se ha fanatizado desde que se acordó de Santa Bárbara al tronar, y ha descubierto inmediatamente las bondades del Estado de derecho, tales como la presunción de inocencia, esa que él negaba a los demás, y será ajusticiado en el mismo cadalso que ayudó a montar.
Nunca se creýo ese discurso, claro, pero era lo que le daba de comer, promulgar un dogma dentro de la ideología de género, intoxicar con sectarismos maniqueos, hacer medrar a la bestia que devora millones en presupuesto para repartir cargos, cebar chiringuitos, observatorios de opinión y puntos violeta.
La progresía socialmente comprometida está más indignada por las calenturas del alegre vicioso Niño Pollo que por el hecho de que era un chavista ladrón, populista de charca, defensor de proetarras y tétrico simpatizante del terrorismo islamista. Le creían una especie de referente intelectual, cuando su verbo cantinflesco sólo envolvía la nada.
De hecho, a Íñigo ya lo han colocado en el universo de la fachosfera. Pero no se preocupen, los de la izquierda verdadera aún mantienen vigorosos estandártes éticos e intelectuales. Se los puedo enumerar. Sobreviven, a la sombra pestífera de Iglesias, Ione Belarra e Irene Montero. Y en Sumar, esa oradora brillante que es Yolanda Díaz. A disfrutar.
