6 de octubre de 2025

Triste decadencia de un Mesías

 


Artículo publicado originalmente en La Gaceta.

Sospecho que para cualquier persona con dos dedos de frente (incluso basta con tener uno y medio) el descalabro político y el prolongado descenso del partido Podemos supone una gozosa satisfacción, como el breve consuelo de saber que desde el primer momento siempre tuvo uno la razón; porque los vimos venir y conocíamos a los personajes antes de ser fenómenos mediáticos impulsados por las televisiones, que hicieron de cómplices necesarios, acercando al gran público a aquellos fantoches de asamblea.

Inevitable, por tanto, la sonrisa de desagravio para los que en los albores del invento, hace ya más de diez años, tuvimos que soportar el desaire de todos los memos (vale, algunos sólo eran ignorantes de buena fe) que veían en el jacarandoso populista a su coletudo Mesías.

Y se ponían vehementes, con esa peculiar intransigencia que tienen los progres, porque para ellos Podemos era la encarnación de todas las bondades, no sólo políticas, sino también morales. Dioses sin mácula. Iban a ser, decían, un ejemplo de democracia interna, de tres salarios mínimos, de altura ética y orgullo de barrio y panaderos, y de un montón de soflamas y gilipolleces varias. Alpiste para rumiantes. 

Y a los que conocíamos el percal, y a la vez observábamos a una parte de la sociedad siguiendo con devoción aquellos que para ellos era nuevo y fresco, y decíamos, como Ortega, "¡no es esto, no es esto!", nos tachaban, quizás les suene, de desgraciados y fachas. De querer preservar esa cosita insidiosa llamada casta, negándonos a darle una oportunidad a la frescura, a la renovación representativa que venía a rebufo del 15-M.

Decir algo en contra de Podemos era, en algunos cìrculos, motivo de inmediata cancelación, antes de que se impusiera esa irritante moda, porque la moda real entre la izquierda siempre fue la intolerancia y el silenciamiento de las opiniones discordantes. Todo progre que se precie lleve dentro a un pequeño totalitario.

Así que tenemos el ganado derecho al regocijo, el deleite al ver para lo que han quedado, su patética irrelevancia, los trucos de trilero del cernícalo que sigue ejerciendo en la sombra de líder y portavoz (sin tener ya cargo orgánico) para que los adeptos costeen las ruinosas aventuras privadas de hostelero cutre. 

Aparece Pablo Iglesias por el canal que se ha montado, jugando a los medios de comunicación que promulguen la fe del hombre nuevo (siempre quiso los telediarios) para luego pasar el cepillo a la parroquia y mudarse a un bareto más grande, aunque no sabemos si más aseado. 

Da lástima verlo así, jugando a la revolución con más años que un bosque, las orejas con pendientes de mamarracho trasnochado, el esmirriado cuerpo de tiñalpa, sacándole los cuartos a los pobres infelices que aún le siguen ciegamente, fanatizados de ideología y estupidez. 

Me consta que algunos camisas moradas de primera hora se desencantaron cuando el líder se compró el chalet con alberca y estancia de invitados, como si no hubiesen podido sospechar ni por asomo que un comunista buscara hacerse millonario (por eso al populismo hay que llegar ya leído), y otros los fueron dejando por el camino; no sabemos si cuando la parienta empezó a tener la mirada de las mil yardas y a soltar violadores, o cuando se dedicaron a purgarse entre ellos, en esas desavenencias cainitas ancestrales de qué hay de lo mío y quítame de ahí ese puesto. 

La paradoja morada es que el fracaso de Podemos es el triunfo de los Iglesias-Montero, viviendo el sueño burgués español, con casa con muros y lujosa tranquilidad (es lo que más se busca) y niños en colegio privado. 

De los fundadores no queda ni el conserje, y la realidad, que siempre pasa la factura, ha ido llegando con la cuenta para aquellos impetuosos jóvenes conquistadores de cielos.

Al niño Errejón se le subieron a la molondra los calores venezolanos y andaba con el núcleo irradiador todo el día incandescente, y dicen que ahora clama por las bondades del Estado de derecho (a buenas horas, compañero) tales como la presunción de inocencia, esa que avergüenza a las dos Montero; y Juan Carlos Monedero un poco parecido: era de dominio público que iba a la universidad más interesado en el suculento material humano que en el material teórico. El bailongo comunista tenía orinocos derramándose por sus ojos cuando Chávez entregó la cuchara, pero parece que eran cataratas de otra cosa lo que prefería derramar, en Venezuela y en España.

Como no hay nadie más a quien pasar el testigo, al frente de los restos del asalto celestial se encuentran Ione Belarra y la pobrecita Irene, y entre las dos acogen un batiburrillo de ideas delirantes, en lucha fratricida contra su escisión de Sumar y ese asombro de la dialéctica, aunque con tendencia a lo ininteligible, que es Yolanda Díaz. Se odian entre ellas con una inquina feroz, en una guerra de antipatías femeninas tan antigua como el mundo. 

Se disuelve el mito edificado sobre una conciencia social y política inexistente. Los antiguos rebaños son apenas un puñado de zorolos organizados en hordas, y aquella capacidad para colapsar Sol en un mitin (VuElve) ya apenas da para que, apurando el fondo del barril, donen lo suficiente para llevar los tercios de cerveza y las banderas tricolor a otro local desde donde seguir combatiendo, caja registradora mediante, al omnipresente fascismo.

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