Artículo publicado originalmente en La Gaceta
Ahora que se acerca la Navidad (es decir, estamos a las puertas de noviembre, cuando ya empieza todo el artificial show en las grandes ciudades; cada vez antes, cada vez más estridente) volverán los chascarrillos habituales sobre las hipotéticas conversaciones políticas en la mesa de los fastos. Porque la prima es perroflauta y el abuelo estuvo con 17 años en el frente de Brunete, o porque el cuñado, que nunca trae nada cuando juega de visitante, tiene ideas comunistas y encima felicita el solsticio de invierno, el muy bobo.
Pero la cuestión, más allá de nuestra entrañable España de cainismo y villancico, de mazapán y puñalada trapera, de discutir hasta por la composición de la tortilla de patata, es que en cada vez más ámbitos es recomendable, como forma de educación pero también como medida preventiva, que no se toque "el tema". El tema, amigos, es tabú, es un susurro en un convento, es una confesión a escondidas en las alcobas, es aquello que no se dice pero se siente.
Y eso que durante las pasadas vacaciones estivales la canción del verano fuera aquella en la que se ponía en duda la virtud de la madre de nuestro presidente, en una estrofra refranística sin muchas vueltas, contundente y pegadiza, de una estructura poético-musical de corte folclórico. Dicen que estamos polarizados, así que, siendo el hombre un animal comunitario, con tendencia a juntarse con otros semejantes, lo mejor es pisar con tiento. Los individuos más ecuánimes y sosegados evitan una situación comprometida, normalmente porque ya hablan donde tienen que hablar.
En grupos de amigos, de trabajo (no tienen que ser lo mismo, afortunadamente), de gimnasio, asociaciones de padres y madres (AMPA se llama ahora, como mi prima) o en una reunión social donde te puedes sentir un poco desubicado, como Woody Allen en sus películas perdido en un mundo demasiado inestable y caótico, ya se evita (salvo en círculos de mucha confianza y donde todos se escoren del mismo lado) sacar a relucir nuestra convulsa situación política.
Porque realmente nunca sabes el sentir del otro, el que te acaba de quitar el canapé o comparte cerveza y barra; y en cualquier lado puede haber un sanchista agazapado, pues parece improbable que se hayan esfumado de golpe los 11 millones de votantes. Y sabemos lo desagradable que se pude tornar una conversación en una reunión que se anticipaba pacífica, si nuestro interlocutor es de mecha corta, ideas al pelo y no más de dos dedos en el frontal.
Los sanchistas no son cosa a tomar a broma. Inaccesibles al razonamiento, viven en una especie de mentira obcecada y rectilínea. Sus mundos están labrados a base de muchas horas de distopía orwelliana engullidas visionando el ente público y los más plurales medio de comunicación privados, pero adscritas al oficialismo, que es el que les soba el lomo. La pluralidad consiste en que unos son de izquierdas y otros de ultraizquierda.
En esos mundos sanchistas no hay una banda dedicada sin complejos a extorsionar, sobornar, malversar, enchufar, mentir y robar. Todo es una felonía urdida por la extrema derecha, una entidad más allá de las instituciones y de la ley que tiene como objetivo amargar la vida a los honrados socialista, sean políticos profesionales o votantes vocacionales. La extrema derecha sería como el malo en las películas de James Bond, y Pedro El Guapo, pues eso, 007, licencia para matar. Para reventar fachas, como decía el otro zascandil.
Hay quien tiene un olfato envidiable para detectar progres, merma, sindicalistas, veganos, sanchistas y biodiversidad de ese tipo, y se coge una distancia prudencial y hablan del tiempo, como en un ascensor. Pero si uno apenas puede reconocer ciertos patrones o no tiene esa afilada intuición, igual cree que está dialogando con una persona normal y resulta que el fulano piensa que Bildu es un partido igual de homologable (incluso más) a Vox, por decir una barbaridad. O que los de la flotilla mediterránea rumbo a Gaza estaban enrolados para detener un genocidio.
Como las personas no hablan para argumentar y tratar de convencer, si no que simplemente se hace como que se escucha al otro mientras se espera a que termine para poder soltar tú tu contragolpe, es mejor discernir sobre la gastronomía, los hijos, las mujeres y hombres, amantes (si los hubiera) o la cría del berberecho salvaje.
Porque al español, en el fondo, no le gusta meterse en berenjenales, y cuando ve una bronca de bar se suele hacer a un lado y darse el piro, salvo los muy morbosos que quieran ver volando las hostias, lo normal es que no te guste ser testigo de situaciones tensas y molestas, de gente pegándose por embriaguez, por fútbol, porque son de Futuro Vegetal, antitaurinos, o porque has rozado a mi novia al pasar.
Lo mejor, en casos en que se identifique a un sanchista sobrevenido, es no abrir la boca para confrontar ni contrariar, ni siquiera con comentarios irónicos o crueles. Él va a seguir pensando lo mismo, no va a cambiar nada por un intercambio de pareceres, así que lo mejor es poner tu mejor cara, sonreír, y por dentro pensar: "Madre mía, no te hacía yo tan imbécil".