5 de enero de 2010

Moby Dick: la rutina del mar



En lo referente al cine, hay películas, de las que tienes en casa guardadas con mimo, que ves incansablemente varias veces al año; otras películas que revisas con razonable frecuencia; algunas que crees olvidadas, a las que hace bastante que no visitas, y un día te sumerges en ellas y la experiencia es tan rica como la primera vez; otras producciones a las que recurres en determinados momentos, sea por su carga emocional o referencia simbólica, sea para que ejerza de catarsis; y ocasiones en las que estás pasando indiferente canales en la televisión por cable y te topas con un clásico en el que hacía mucho tiempo que no pensabas, como el reencuentro con un viejo conocido, y estando ya empezado quedas enganchado a él hasta el final, en una placentera e inesperada experiencia.
‘Moby Dick’ sin embargo es una cita anual, tan segura y puntual como las doce campanadas. Y es un visionado familiar, desde hace tantos años que diría se remonta al inicio de los tiempos. Todas las navidades se ve la película en un viejo reproductor de vídeo del que nos negamos a desprendernos, y en ese anciano cacharro metemos el VHS, cuya caja está bastante desmejorada ya, toda ella rodeada con marcas de mis dientes infantiles, cuando de forma educacional me aficionaba a ver cine pero aún era tan pequeño que dejaba las señales de los diminutos incisivos y premolares en distintos objetos.
Y no cansa el filme de John Huston. Siempre parece nuevo el frío de noviembre que se le mete en el alma al marinero que sigue el curso de los ríos y habla sobre el mar de forma poética. El premonitorio discurso (brillante a pesar de su carga religiosa) de Orson Welles que se camufla de breve secundario y por el que muchos aficionados pasaron por alto su presencia. La forma en que el protagonista y narrador presenta a los oficiales y marinería hace una introducción general para conocer a los personajes, cuyo carácter y valentía marcara las distintas situaciones en la travesía. Es el orgullo del que hablaba el pastor Welles el que pierde al famoso capitán del Pequod; el odio ciego, la total obsesión de un caracterizado y amputado Gregory Peck cuya única misión en la vida es dar caza y muerte a una enorme ballena blanca con justificada fama de asesina.
Son las escenas de caza real, la continua presencia del agua en oleaje o inmensa, la referencia a rutas y océanos, la dura vida en los buques de entonces y algún que otro término náutico los que hacen las delicias de los aficionados a los barcos y al mundo de la mar.
La tripulación admira y teme al capitán, sólo Starbuck, el primer oficial, intenta para la locura, aún viéndose finalmente metido de lleno y por orgullo en la idea de ver a la ballena flotando panza arriba, misma visión con la que soñaba el líder del navío, enfrascado en un viaje sin retorno en el que ni los hombres ni el barco importan, si con su sacrificio se consigue la recompensa en su corazón, marcado a fuego por las heridas de su anterior viaje, en el que se podría decir que le dejó como un muerto en vida, y tan sólo quedan los restos de aquel hombre, condenados a vagar por todos los mares en una desesperada persecución.
Moby Dick es la historia de unos hombres contra su destino, el trágico desenlace de perseguir lo inevitable, de marinos contra algo que les supera en tamaño y rabia, guiados por el deseo de venganza de su implacable líder. Achab es casi un mito para mi persona, la primera vez que vi a Gregory Peck en la pantalla, un chiflado obsesionado pero con una importante carga de carisma, y cuando desde su tumba marina, atado a perpetuidad a los lomos de su enemiga, invita a sus hombres a no retirarse de la persecución, siento que algo se estremece dentro de mí.