27 de junio de 2011

Una historia de amor

Tengo una relación conyugal intransferible con libros que son la memoria personal de mis quince años. Quien dice quince dice los adorables primeros textos de la infancia, leídos y escritos. Otros monumentos de papel llegaron más cerca de los 20, fiestas inacabables, borracheras, lumis, depresión y esas cosas.                        
Dando una ojeada por la biblioteca de casa, en ocasiones me tiro un buen rato mirando algunos que leí hace tiempo, me gusta cogerlos en la mano, toquetear sus tapas, abrir una página al azar y recordar algún pasaje, encontrar una marca que dejé en alguna frase que me llamó especialmente la atención; y pienso cómo era aquel chaval que leyó ese libro, sus pensamientos, emociones, errores, pasiones e ideas de esa época, y cuánto queda de entonces, si es que queda algo; dónde estaba yo la primera vez que leí El Gran Gatsby, qué mujer ocupaba mi corazón o memoria cuando se me cruzó Emma Bovary, qué significó para mí conocer a un muchacho de provincias llamado Julián Sorel, o si andaba muy colgado cuando soñé que Pessoa me susurraba  al oído eso de “seré siempre el que esperó a que le abrieran la puerta, junto a un muro sin puerta”. La historia de vida y pasión que tienen detrás, mi mirada al mundo que trataba de entender, esa moto que nunca quise comprar pese a que desde los púlpitos dogmáticos algunos ilustres soplapollas me la intentaron vender, el enriquecimiento que aumentaba con cada cierre de contraportada, las grietas, las peores heridas que son sin duda las que no se ven, que no están en el cuerpo ni son tatuajes en la piel.
Irme por ahí con una buena novela bajo el brazo me sume en un estado muy próximo a la felicidad. A veces no necesito nada (ni a nadie) más.
No me imagino la existencia sin tener esos libros y pasar sus hojas, sin devorarlos con reposada tranquilidad y deleite en la madrugada silenciosa del salón de mi casa, sin buscarle un lugar y colocar con mimo cada uno nuevo que compro, que me regalan, o que adquiero de segunda mano tirados de precio, porque están en un escaparate de una tienda donde permanecen sin pena ni gloria por menos de tres euros esperando a que alguien se los lleve a su casa, pero resulta que no, que en ese quiosco siempre que voy está la señora que se adquiere el Hola o la adolescente tonta del pijo que se lleva el Cosmopolitan.
Por eso me cuesta entender la habilidad tecnológica de los jóvenes (mis contemporáneos) de descargarse libros y quemar las córneas en diminutos aparatos que ni comprendo ni sé utilizar y además me importa un carajo. Cada vez que me muevo mínimamente del lugar en que nací va algún libro en la mochila, para compañía en trayectos, estaciones de autobús, en aeropuertos, en un banco del camino. No me interesa el maldito libro electrónico ni leer mis novelas preferidas en un aparato que ponga “Apple”, tampoco la vanguardia, tecnología puntera, comodidad intrascendente, literatura de descargar y tirar, vacuidad de pensamientos, tanto ifóns y tanta mierda.