27 de junio de 2018

Tontos útiles

Artículo publicado originalmente en La Nueva España






Me conmueve la candidez con la que algunos pobres diablos hacen el juego sucio de la propaganda a los reaccionarios nacionalistas. Comentaba no hace mucho un amigo vasco, que eso de ponerse del lado de los abertzales solía ser una cosa local, de ellos, y sabían quiénes eran los pájaros y a lo que atenerse; pero que en el resto del Estado era casi unánime, salvo extrañas excepciones, el rechazo a ese antiespañolismo carlista y anacrónico. Pero que, de un tiempo a esta parte, se ha empezado a ver, con notable asombro, cómo una fracción de la progresía más descerebrada e inculta, en cualquier lugar de esta desgraciada piel de toro, comienza a tener el mismo discurso y a manejar argumentos similares a los que te podría soltar un diputado de Bildu. Y que no suscriben a Torra porque su racismo es demasiado evidente, pero siempre han sentido esa benevolencia con el nacionalismo catalán que todo hispanófobo acomplejado alberga.
Gente que ha nacido en Aravaca, en Córdobo o en Lugo a los que les hace gracia el limitado impresentable de Gabriel Rufián (cuya actividad más reconocida es tuitear gilipolleces) o llegan a comprender el precio de las endiabladas nueces que se recogían en Euskadi.
No deja de ser de una perplejidad pasmosa que la ideología de segregación encuentre adeptos en otras comunidades, es decir, entre los segregados. La fascinación que sobre los que suelen llamar facha a todo el mundo ejercen los nacionalismos identitarios de una derecha marcada es uno de esas grandes incógnitas de nuestra era. Tanto los arribistas sin escrúpulos del PNV como el PdCat (antes CIU) no tienen unas políticas económicas (recortes) o sociales muy distintas de las del PP. Sin embargo, el memo del todo a cien siempre tendrá reacciones más iracundas ante cualquier cosa de la supuesta derecha nacional que ante esas derechas periféricas que quieren cargarse el Estado en el que vive. Sospecho que algo turbio debe anidar dentro de esas cabezas. Se asemejan bastante (a veces hasta son los mismos) a esos que se declaran laicos y piden retirar los belenes de los lugares públicos y luego felicitan el ramadán.
El patriotismo de garrafón que ellos no pueden sentir por España, lo envidian en sus vecinos vascos y catalanes, y secretamente anhelan ese sentimiento de pertenencia y simbología que muestran los patriotas de aldea. Ese supremacismo diferenciador que les seduce y les hace habitar en esa falso espejismo en el que están a la contra de lo establecido por el poder. Indómitos rebeldes del estado central. Por eso creen que es necesario llamar presos políticos a los políticos presos por golpismo y chavales de Alsasua a los que, obligados por las circunstancias, cambiaron el tiro al guardia civil por la paliza al guardia civil.

Hubo una campaña bablista iniciada en Twitter para que los asturianos contaran sus experiencias siendo discriminados por usar la “llingüa” (todos somos conscientes de la infame y desproporcionada discriminación que sufre el asturiano, tan sólo tiene una tele pública a su servicio, una ley que lo protege y las jugosas subvenciones al alcance). Uno de esos movimientos que quedan a merced de la fuerza imprevisible que ejerce la idiocia, y enseguida contó con el apoyo entusiasta de otros usuarios de diversas regiones. Compungidas muestras de solidaridad con “el pueblo asturiano”.
No hay causa que les parezca mínimamente progre a la que un fatuo no se una, aunque no sepan de qué va la música que están tocando. Son los bobos de guardia, o los tarugos útiles del nacionalismo. Unos brigadistas dispuestos a acudir a cualquier movimiento que les suene que es de su palo, aunque no sepan ni dónde tienen posados los pies.
Asumiendo con nostalgia que viajando y leyendo no se curan esos males, pues la mayoría del que viaja no lee, y el que lee, no entiende, la única solución de desahogo es seguir firmes frente al rodillo de la barbarie intelectual y continuar diciéndoles a la cara lo que son: el epíteto está en el título de este artículo.


6 de junio de 2018

El triunfo de la posverdad




En unos tiempos hiperconectados, donde premia la inmediatez y las noticias de por la mañana ya son antiguas y descatalogadas a la noche, el que un bulo se cuele como hecho oficial y vuele por las redes, calando así entre la población con una asombrosa velocidad, resulta tan sencillo como peligroso. Parece más necesario llegar el primero que llegar contrastados, y una noticia falsa se propaga con la toxicidad de un virus, siendo usada como arma entre todo tipo de colectivos y con fines siempre discutibles.
Lo asombroso y dañino acontece cuando son las propias instituciones y sus representantes los que dan bola a los rumores de red, con intencionada malevolencia y con un fin concreto, recubierto todo ello con una irresponsable y espantosa frivolidad.
Un ejemplo diáfano, de posible estudio futuro, fue lo ocurrido en Lavapiés no hace mucho tiempo. Conociendo de antemano la fortuita causa de la muerte del mantero de ese barrio madrileño, escribió Manuela Carmena un tuit plañidero y a la vez vertiendo sospechas sobre la policía. Pocas veces la alcaldesa se mostró tan inoportuna, tan puerilmente grandilocuente, tan necia, tan ingenuamente vulgar.
Se vuelve actual aquello que dijo W.R Hearst, mangante de la prensa inmortalizado por Orson Welles en Ciudadano Kane: “Usted facilite las ilustraciones que yo pondré la guerra”, como paradigma de creación de un conflicto a través de los medios de comunicación. Y la guerra llegó a Lavapiés. Azuzando a los descontrolados contra la policía para que se liaran a palos, demostrando un carácter decididamente sádico. Claro que esas peligrosas tácticas no siempre salen gratis, pues la concejal Romy Arce (Ganemos) ha sido imputada por un delito de incitación al odio, tras atacar en Twitter a la Policía y pedir “el fin de las políticas migratorias racistas y xenófobas que priva de derechos a los migrantes”.
Las propias redes sociales son la corriente de transmisión de los embustes, con el acicate de una ciudadanía cada vez más infantil que se mueve por eslóganes y sólo responde a estímulos inmediatos, con tal vorágine de ideas que caen con facilidad en contradicciones que dejan entrever la fragante hipocresía; como se pudo comprobar a raíz del trágico accidente en el parque del Retiro donde murió un niño de cuatro años tras la caída de un árbol. Sólo había que rescatar tuits antiguos y declaraciones de un hecho parecido, pero cuando la alcaldía no estaba en manos de alguien de su cuerda. Ejemplos así hay a patadas. Y se mueven alegremente por ese estercolero moral, donde todo es bueno o malo según de qué lado del poder suceda, alentando ese maniqueísmo bajuno que apunta directamente a las vísceras.

Da igual que defiendan la cadena perpetua en Argentina y aquí rehúyan de ella y den la espalda a los familiares de las víctimas, lo importante es el relato imperante, el inmediato, aunque luego salgan las malditas hemerotecas y pantallazos a recordarles su posición no hace demasiado tiempo. Ellos ya sólo hablan para sus incondicionales, que son cada vez menos pero muy fieles y combativos.
La posverdad torna las medias verdades en dogma, la rumorología en sucesos indiscutibles y los sectarismos particulares en autos de fe, con la desinformación acompañada del cinismo.
La posverdad convierte a los abertzales de Navarra en “Los chavales de Alsasua” y a una agresión por odio en “pelea de bar”.
La posverdad hace llamar a la censura pura y dura “visibilización de la mujer” y hablan del empoderamiento femenino y el que actuen como quieran con su cuerpo mientras se les prohíbe trabajar de azafatas en la F1.
Y la posverdad fue la que condenó socialmente (“veredicto popular”, decían los linchadores del PSOE) a los miembros de La manada incluso antes de celebrarse el juicio, respondiendo a un natural instinto y actuando la turba por impulsos y rabia, espoleando la parte más irracional del ser humano, y que no se aceptara la condena una vez dictada, pues ya habían iniciado su propio juicio paralelo y su sentencia ya desde el momento mismo de la detención, y de ahí esa reacción, que evidencia que hay una parte muy importante de la sociedad que no está preparada para el estado democrático moderno, pidiendo la cabeza de los jueces mediante unas firmas en un conocido portal de internet, donde se recabó un millón de ellas en apenas unas horas. Es decir, un millón de personas que, pese a no haber visto el vídeo que los jueces sí, ni haber tomado las declaraciones a los testigos y acusados como ellos hicieron, saben más que los magistrados sobre lo que la condena debería ser.
Y hay una posverdad dolorosamente abyecta, y es aquella que apuntala el relato en el que en el “conflicto” vasco, víctimas y verdugos se encuentran en el mismo plano moral, “sin vencedores ni vencidos”.

Una comunicación sin rigor periodístico y una población desinformada o sin los mimbres culturales adecuados es la bomba de relojería para todo tipo de artimañas en agitación y propaganda, cuando cae en manos de profesionales de la tergiversación y aprendices aventajados de populismo.
Dicen, creo que con razón, que la información es poder, pero un mal uso de la misma por parte de unos ineptos o unos cafres con poder es una malversación de ese caudal de noticias y un desaire al noble oficio del periodista.