3 de septiembre de 2011

El rugido de El León


A las 8 en punto de la tarde se apagan las luces del Symphony Hall de Birmingham, un esplendoroso y magnífico recinto, que se presenta como un sarcófago donde se desmoronan tal vez los restos de varias generaciones. En el escenario aparece, sin grandes presentaciones, sin artificios, sin puesta en escena más que la estupenda banda, los músicos que le acompañan, Van Morrison, el tipo de Belfast que más ha aportado a la banda sonora de mi vida. El hombre que ha firmado indiscutibles obras de arte en forma de discos como Moondance, Astral Weeks, It’s Too Late To Stop Now, A Night In San Francisco o The Healing Game.
Cuya música es bálsamo para las heridas, fiel compañera en largas noches de insomnio; gozando de las melodías al pausado y genuino sabor de copas solitarias, en casa o en bares apropiados; también trasfondo sensual en citas, determinadas letras tienen el calor de la mirada de una mujer, la danza de la luna, estar en el cielo cuando tú sonríes, la chica de los ojos marrones. Sus canciones han acompañado paseos en ciudades de aceras mojadas, ha alumbrado la alegría de la primavera y puesto la nota de nostalgia a los inviernos brumosos, en los atardeceres de amarga tibieza, dándole sonoridad a la caída de las hojas, sentido a las resacas, título a las ganas de vivir o de esconderse.
Es el desgarro y la intensidad, la melodía del desencanto, la fuerza, el lirismo, la esperanza o la desesperación en su empeño de hurgar hasta en lo más recóndito de las almas.

'The Belfast Lion' es elegíaco, soberbio y rebosa estilo. El suyo propio. Va entero de negro, con un sombrero y unas gafas de sol se planta en el escenario con firme seguridad, de una grandeza arrebatadora, y no puedes apartar la vista de él, pese a su limitada estatura. Hay un silencio reverencial cuando atraviesa y emociona con su impagable voz, cuando hace vibrar el saxo o hace llorar la armónica, cuando gime, ruge, cuando termina los temas arriba y es entonces correspondido con los aplausos de la gente.
Y ahí plantado, con sofisticación y entrega, controlando a sus músicos como un director de orquesta, encadena un tema tras otro, con concesiones para sus grandes clásicos, sin detenerse, sin dirigirse al público; un respetable en el que puedo ver madres con sus jóvenes hijas, matrimonios maduros y algunos peligrosamente cercanos a la vejez.
El ambiente es exquisito y embriagador, existe una especie de temblor de la música de antaño, conscientes de estar presenciando un espectáculo único, una demostración de belleza musical que transmite sensaciones insólitas, los vestigios del final de una época irrepetible personalizado en uno de sus máximos representantes. Es de esos artistas, como Waits, como Cohen, como Dylan, como Young, que están por encima de las modas y el mercado.
Vigilan atentamente que nadie saque fotos, las cámaras están proscritas. Es lo de menos. Se hacen cortas las casi dos horas de habitar en una ensoñación, con todo el teatro puesto en pie aplaudiendo las notas finales de una sesión que ya tiene reservada un sitio de honor en los mejores momentos de mi memoria.