23 de agosto de 2013

Los menos espabilados





En una época en que proliferan los gustos y aficiones para todo público, y cualquier idiotez o disparate anhela el reconocimiento oficial por parte del Estado y de la sociedad, hay algunos meritorios ejemplos de sectores que ahí siguen, enrocados y combativos, bien preparados para disputarle al sentido común y al progreso su lugar natural.
Con todas sus limitaciones, vivimos en una sociedad abierta. Al menos más de los que lo era no hace demasiadas décadas. Es decir, hoy las personas se buscan la vida lo mejor que pueden con talento y posibilidades, la mujer está integrada en el mundo laboral, y allí hombres y mujeres se relacionan constantemente. El cuidado de los hijos ya no es un territorio exclusivamente femenino, y está bien visto que un Manolo o un Paco sepa cambiar pañales e ir a dejar al retoño a la puerta de la guardería.
Todos asumimos eso como algo normal, como el lógico avance de los tiempos. Se mira hacia adelante, las ideas machistas están denostadas (aunque su lugar lo ocupa, peligrosamente, un feminismo militante y radical al que se le da demasiadas alas) y, aunque mantienen su peso gracias a estar cerca de los miembros viriles del poder, ya nadie con dos dedos de frente toma demasiado en serio los dislates de monseñor Rouco y su corte de correligionarios bien cebados.
España, mal que pese a algunos, ha dejado atrás la oscuridad de aquel país de rancia sacristía, y sólo sobreviven gracias a las escandalosas subvenciones oficiales, al control de algunos medios de comunicación y a la complicidad de ciertos gobernantes irresponsables, a los que aún les gotea la peseta agua salada al verse a sí mismas con una mantilla. Pero la mentalidad de la calle es distinta. No quedan apenas practicantes, la bodas civiles se están comiendo, paso a paso, a las religiosas, y la peña acepta con habitual normalidad ver por la calle parejas del mismo sexo de la mano o profesándose muestras de cariño. El carca español de toda la vida está en vías de extinción, y aunque se podría debatir sobre la sustitución de ciertos valores tradicionales por otros desmanes que pasan la raya del extremo contrario, es innegable que el cambio es, sustancialmente, para mejor.

En El Principado de Asturias se arrastra desde 2009 una polémica, sentencias judiciales y recursos de por medio, porque se quiere que se financie los colegios que separan por sexo. Escuelas vinculadas al Opus Dei donde estudian sólo niños, o sólo niñas (donde aprenden las labores propias de su sexo, como costura). Lo que, dicho en otras palabras, que con el dinero de todos se paguen las sectas religiosas.
A pesar de lo que el sentido común de un estado aconfesional nos dicta, estamos en España, y como dije al comienzo, todo disparate espera el reconocimiento oficial.
Y no deja de ser aún más hiriente que se imponga esto, cuando dos millones de españoles han tenido que dejar el país debido a la crisis, y nuestros mejores investigadores y científicos hacen las maletas, aquí estamos dorándoles la píldora a los meapilas. Que ya tiene delito.
Estos colegios chocan con el progreso lógico de las cosas, y van frontalmente en contra del normal desarrollo de la vida. Porque, después, ahí afuera, en el mundo real, hombres y mujeres se relacionan entre sí constantemente. Lo hacen en el trabajo, en la familia, en los bares…están habituados a estar juntos, y así deben crecer.

Si se niegan las subvenciones, se habla de discriminación y se apela a la libertad de educación. Que es el colmo del despropósito.
Vayamos por partes. La libertad de educación no quiere decir que el Estado tenga que financiar las excentricidades ideológicas. Si a alguien le da el capricho, o la neura, de que su hijo vaya a una clase donde estén sólo alumnos con el pelo negro, o un colegio en el que sólo se admitan chavalas gallardas que midan más de 1,75, esas cosas se las debe de pagar él. Aceptamos la segregación en las aulas, pero el que lo desee, que se lo pague. De su bolsillo, a ser posible, y no del de todos los contribuyentes.
Los defensores suelen utilizar el argumento de que se trata de una educación superior. Pero, ¿superior en qué sentido?
Está en entredicho que la calidad de la educación sea mejor. Principalmente, primero, porque algunos creemos que para la verdadera educación, o la cultura, no es tan importante la que llega del exterior como la que uno mismo se provee. Una vez que se abandona la escuela, la vida sigue en los libros, en el pensamiento, en la reflexión, en una inquietud por saber, por conocer, o por mero placer.
Da igual el colegio al que hayas ido, público, concertado, privado o para diabéticos, si eres incapaz de escribir una frase sin faltas de ortografía, o no se ha leído jamás un puto libro.
Segundo, es evidente que la inculcación de una idea de dios en la cabeza de los niños es intelectualmente perjudicial.  Es decir, recientes estudios han demostrado (¡por fin!) que hay una relación negativa entre la religiosidad y la inteligencia. Por lo tanto, sí que se trata de educación discriminatoria. Discriminatoria porque, a pesar de que en muchos casos en las familias de postín lo que se trata es de marcar una línea más o menos elitista, la realidad es que se deja este tipo de escuelas a los menos espabilados. Y no hay porqué financiar fábricas de tontos.