14 de junio de 2020

El murmullo de los ausentes




A veces, cuando no puedo dormir, abro una cerveza y me siento en el balconcito que da a una calle que cruza Quevedo hasta Iglesia. Suele ser a altas horas de la noche, así que apenas hay tráfico ni tránsito. Si acaso un camión de la basura que se adentra por la carretera desierta como un pesado monstruo devorando la oscuridad. Algún taxi se aparece espectral. Creo adivinar el trazo de una estrella en el destello de una farola.
Y en el silencio y la placidez de esas horas tranquilas, de noctámbulo desvelo, entre trago y trago al vaso de cerveza, reflexiono y pienso.

Supongo que a pálidas horas de la madrugada vienen a tirarte de las sábanas los muertos mal enterrados, las zonas sombrías de la biografía de cada cual, algunos errores y otros remordimientos que todos llevamos en la mochila. Las veces que perdimos. Aquello que abandonamos. Los amigos que se fueron, las personas que aún siguen en este mundo pero forman parte de un pasado tan nebuloso que es como si habitaran ya al margen de una vida.
Cada traspiés, cada cargo de conciencia, cada trozo de corazón dejado al borde del camino, en la huida, y cada persona que herimos y que no lo merecía, viene a tocarte el pelo cuando el día decayó y todo lo inundan las sombras.

Y en esos momentos, como digo, con mi cerveza y Madrid deshabitada y durmiente, mis pensamientos van para aquellos que fallecieron de la manera más injusta posible. Una ciudad que amo y que ahora tiene miles de almas menos; tantos finales sin despedida, tantos muertos sin el beso en la mejilla del último adiós. Con el miedo y la resignación en sus ojos. Tratando de obtener algo de dignidad en su fatal desenlace. En su agonía y su tormento. Tanta maldita y dolorosa injusticia. En el matadero de las residencias o en el colapso de los hospitales. 

Recuerdo cómo se pusieron, los hijos de la gran puta de siempre, cuando 'El Mundo' sacó aquella portada con los ataúdes enfilados en el Palacio de Hielo. No querían que la gente supiera que en Madrid estaban muriendo por cientos cada día. Que todo se hallaba descontrolado
No se podía saber. Había que seguir adelante con la impostura, con el siniestro tipo de las almendras riéndose en rueda de prensa, con la fiesta de las terrazas de los pisos, con la vergüenza de los telediarios, con la broma macabra de las mascarillas.

Esos cadáveres son los que parecen susurrar con la brisa que en ocasiones azota Chamberí estas jornadas de junio.
Me enervan esos estudios, no los puedo desterrar de mi cabeza, repiquetean en mis sienes “Una semana antes (…) hubiera salvado miles de vidas”. “Supedrásticas, tía (…) Con la mano no...”.
Cierro los ojos antes de que me domine la impotencia. Inspiro y agudizo el oído para escuchar el silencio. Fíjate lo que el inminente amanecer trae. Puede que esta ciudad dormida no lo esté tanto. Puede que tras los adoquines no esté la arena de playa, sino la sangre ardiente de los que no olvidan. Y que se alzarán sobre sus epitafios. Sobre la primavera perdida. La rabia canalizada se derramará de una manera u otra.

Termino la cerveza creyendo que algún día Madrid se cobrará su deuda. Puede que alguna noche, alguien sentado como yo en un balcón, alguien al que además le hayan arrebatado un ser querido, apure su trago, respire lentamente y piense que ha llegado el momento de ajustar sus cuentas.