A
veces, cuando no puedo dormir, abro una cerveza y me siento en el
balconcito que da a una calle que cruza Quevedo hasta Iglesia. Suele
ser a altas horas de la noche, así que apenas hay tráfico ni
tránsito. Si acaso un camión de la basura que se adentra por la
carretera desierta como un pesado monstruo devorando la oscuridad.
Algún taxi se aparece espectral. Creo adivinar el trazo de una
estrella en el destello de una farola.
Esos cadáveres son los que parecen susurrar con la brisa que en ocasiones azota Chamberí estas jornadas de junio.
Termino la cerveza creyendo que algún día Madrid se cobrará su deuda. Puede que alguna noche, alguien sentado como yo en un balcón, alguien al que además le hayan arrebatado un ser querido, apure su trago, respire lentamente y piense que ha llegado el momento de ajustar sus cuentas.
Y en el silencio y la
placidez de esas horas tranquilas, de noctámbulo desvelo, entre
trago y trago al vaso de cerveza, reflexiono y pienso.
Supongo
que a pálidas horas de la madrugada vienen a tirarte de las sábanas
los muertos mal enterrados, las zonas sombrías de la biografía de
cada cual, algunos errores y otros remordimientos que todos llevamos
en la mochila. Las veces que perdimos. Aquello que abandonamos. Los
amigos que se fueron, las personas que aún siguen en este mundo pero
forman parte de un pasado tan nebuloso que es como si habitaran ya al
margen de una vida.
Cada
traspiés, cada cargo de conciencia, cada trozo de corazón dejado al
borde del camino, en la huida, y cada persona que herimos y que no lo
merecía, viene a tocarte el pelo cuando el día decayó y todo lo
inundan las sombras.
Y
en esos momentos, como digo, con mi cerveza y Madrid deshabitada y
durmiente, mis pensamientos van para aquellos que fallecieron de la
manera más injusta posible. Una ciudad que amo y que ahora tiene
miles de almas menos; tantos finales sin despedida, tantos muertos
sin el beso en la mejilla del último adiós. Con el miedo y la
resignación en sus ojos. Tratando de obtener algo de dignidad en su
fatal desenlace. En su agonía y su tormento. Tanta maldita y
dolorosa injusticia. En el matadero de las residencias o en el
colapso de los hospitales.
Recuerdo cómo se pusieron, los hijos de la gran puta de siempre, cuando 'El Mundo' sacó aquella portada con los ataúdes enfilados en el Palacio de Hielo. No querían que la gente supiera que en Madrid estaban muriendo por cientos cada día. Que todo se hallaba descontrolado
Recuerdo cómo se pusieron, los hijos de la gran puta de siempre, cuando 'El Mundo' sacó aquella portada con los ataúdes enfilados en el Palacio de Hielo. No querían que la gente supiera que en Madrid estaban muriendo por cientos cada día. Que todo se hallaba descontrolado
No
se podía saber. Había que seguir adelante con la impostura, con el
siniestro tipo de las almendras riéndose en rueda de prensa, con la
fiesta de las terrazas de los pisos, con la vergüenza de los
telediarios, con la broma macabra de las mascarillas.
Esos cadáveres son los que parecen susurrar con la brisa que en ocasiones azota Chamberí estas jornadas de junio.
Me
enervan esos estudios, no los puedo desterrar de mi cabeza,
repiquetean en mis sienes “Una semana antes (…) hubiera salvado
miles de vidas”. “Supedrásticas, tía (…) Con la mano no...”.
Cierro
los ojos antes de que me domine la impotencia. Inspiro y agudizo el
oído para escuchar el silencio. Fíjate lo que el inminente amanecer
trae. Puede que esta ciudad dormida no lo esté tanto. Puede que tras
los adoquines no esté la arena de playa, sino la sangre ardiente de
los que no olvidan. Y que se alzarán sobre sus epitafios. Sobre la
primavera perdida. La rabia canalizada se derramará de una manera u
otra.
Termino la cerveza creyendo que algún día Madrid se cobrará su deuda. Puede que alguna noche, alguien sentado como yo en un balcón, alguien al que además le hayan arrebatado un ser querido, apure su trago, respire lentamente y piense que ha llegado el momento de ajustar sus cuentas.