11 de febrero de 2022

Infierno de cobardes

 


Artículo publicado originalmente en La Nueva España.

Suele haber algo impúdico en la exhibición pública de la vida privada. Un baile de apariencias de cara a la galería que inflama egos o eleva autoestimas en horas bajas. Caso flagrante, esos menores expuestos por sus irresponsables adultos de forma temeraria, como monos de feria en el gran escaparate siniestro de las redes. O metiéndose de lleno en los peligros del doble filo de la ostentación, ante un público virtual que no está al margen a los peligros del mundo real. Esa fina línea.
Incurriendo en el estudiado despliegue de máscaras, sonrisas con demasiada pena en su interior, el recreo de las apariencias en seres apesadumbrados que entran al juego azaroso de moverse siempre al ritmo de las tendencias del momento. Pero con un miedo atroz a lo que se encuentra más allá de las pantallas, y a las certezas que susurran cuando los móviles se silencian y el espejo sólo devuelve la cruda realidad de miserias y carencias.

Algo parecido, en cuanto a crearse un universo de burbuja pero que marca las pautas, ocurre con un grupo de opinadores, periodistas, artistas...a los que uno observa en su falso desacato al sistema, cuando en realidad viven resignados o complacientes en la sumisión servil a las consignas ideológicas del Gobierno que les proporciona el sustento. Un gregarismo desinhibido que les permite mantener una fachada de buena reputación mientras sigan las directrices marcadas o las que su olfato les hace intuir. Continuando, como si no tuviéramos ya suficiente, con la asfixiante omnipresencia del discurso único. Tratando de llegar a lo que se conoce como gran público, evitan enemistarse con quien no les conviene, y para eso saben rendir las pleitesías adecuadas. No hay una pizca de honorabilidad en lo que hacen, ni en lo que promueven, porque no hay transgresión verdadera, juegan sobre seguro.

¿Podemos dar nombres? Claro que podemos. Un ráfaga de ejemplos para situar al lector: ese Buenafuente metiendo a Sánchez en su último show después de que la maquinaria de engrase socialista untara de millones su programa y su cadena, y por lo tanto, ferviente lavado de bajos clase primera al inquilino de la Moncloa; Broncano haciendo humor A FAVOR de Hacienda. “¡Coronavirus, oé!”. Jordi Évole siendo follonero en la oposición y luego correa de transmisión del Gobierno, abrazo con Otegi incluido (Arnaldo, Uno de los nuestros); en Asturias, Joaquín Pajarón, con progenitor gaditano, a favor de la cooficialidad del bable mientras trata de posicionarse en el exterior pero deseando el cerrilismo improductivo para el interior, es decir, nadar a favor de la corriente mientras apoyas implantar un suicidio económico y social en una región en ruinas de por sí, mediante la imposición de un dialecto inventado que ningún niño va a poder usar.

Ya se van haciendo una idea. Son ésos, pero hay muchos más. Y ahí están, todos ellos y ellas, únicamente humor o periodismo en pro de la parte activa de un relato. Nunca se mojan, nunca se arriesgan, siempre del lado de la palangana gubernamental, apuntalando los resortes del poder socialista, jamás algo políticamente incorrecto que les pueda crear problemas con los que mandan y deciden. Ande yo caliente. El verdadero sistema los cuida y los protege, y así, representan el triunfo de la mediocridad y de la connivencia con los discursos hegemónicos, la rebeldía unidireccional, tramposa; contestatarios de plató de La Sexta, dando equívoca imagen de irreverentes mientras esperan la caricia en el lomo del de arriba, falsos gurús juveniles, referentes de la nada con colores, el vacío intelectual en un bonito envoltorio.

No hay nada heterodoxo en seguir los postulados de la posmodernidad, muchos de ellos irracionales, para seguir cimentando ideologías que tras la sonrisa esconden la bota, y que apenas consienten nada que se salga de esos cánones, eludiendo temas complejos con una desvergüenza estremecedora, la sátira que camufla el conformismo, moviéndose únicamente en las retóricas huecas del autodenominado progresismo. Justifican al régimen para mantener sus privilegios, sabiendo que hoy se vigila cada canción, cada discurso, cada pensamiento. A toda esa patulea, aunque lleguen a tener dinero o reconocimiento, nunca se les dará acceso al exclusivo panteón de los hombres libres. Tienen que cumplir su pena de cobardía.