25 de octubre de 2017

Perturbados



En otra de las habituales incursiones que los cineastas están haciendo en el rentable y muy prolífico mercado televisivo de las series de calidad, David Fincher produce (y también dirige cuatro de los diez episodios) Mindhunter, una oscura y notable retrospectiva a los orígenes de la psicología criminal, donde la personal mirada de Fincher recuerda a dos grandes obras suyas como Seven y, sobre todo, Zodiac.
En Mindhunter, uno de los más interesantes personajes femeninos afirma que estudia a los psicópatas y asesinos en serie siguiendo el mismo patrón que al bucear en la mente de grandes empresarios o pirañas de bolsa. Comparten el mismo estado sensitivo en cuanto a la suerte que corren los seres humanos, la nula capacidad de experimentar algo por alguien que no sean ellos mismos. Lo que a unos les empuja a acabar en el corredor de la muerte o recluidos de por vida, a otros les hace alcanzar la cima del éxito financiero gracias a su falta de temperatura emocional. De la ausencia de remordimientos.
El documental Inside Job ya había centrado ese tema, la película Margin Call lo remató y Scorsese hizo de ello un parque de atracciones visual en El lobo de Wall Street. Es decir, el talento para poder timar y estafar al prójimo sin que se agite ni un ápice de la membrana moral.

Y en España también sabemos bastante de eso. Lo cierto es que hay que tener nula empatía con tus congéneres para vender pisos de protección oficial a fondos buitres, colar ruinosos productos financieros a ancianos o querer lucrarse con la salud y el negocio de privatizar hospitales.
Probablemente es necesario ser un psicópata con nulo aprecio por los tuyos para llevar a niños a concentraciones no autorizadas donde sabes con certeza que se sobrevendrán episodios de violencia, o usar con felonía a la infancia en pos de una causa ideológica (legítima o ilegítima, me da igual) con el consiguiente daño a su imagen, su libertad individual, de pensamiento y conciencia. Queriendo que sean tu parapeto, pudiendo llegar a actuar como escudos humanos.

El agitprop nacionalista ha sorprendido con un vídeo que mezcla el cinismo, la ‘posverdad’ y el melodrama plañidero que evidencia de nuevo que algo no debe marchar muy bien en determinadas cabezas para tener esa ilusoria y torticera visión de la realidad. ¿Sociopatía o fanatismo?
La mayoría de los serial killers a los que los agentes del FBI entrevistan o tratan de dar caza en la serie de Netflix han vivido infancias traumáticas, experimentado abusos por parte de sus progenitores o personas de su entorno, e hicieron las prácticas de su carrera homicida con animales domésticos.
Creo que los niños y los perros son una de esas líneas rojas que marcan dónde habita el mal. Para mí no existe duda al respecto. No sé si el que las cruza está loco o no, pero lo que está claro es que es un auténtico hijo de puta.

20 de octubre de 2017

La danza de la lluvia



Mientras Galicia y Asturias eran pasto de las llamas, en la parroquia de Pola de Siero el cura repartió unas oraciones entre sus feligreses para rezar por la lluvia que finalmente llegó. Cosa nada baladí el asunto de la ayuda sobrenatural, pues además de los vecinos haciendo cadenas humanas y bomberos y militares jugándose la vida para extinguir el fuego, nada de eso sería efectivo sin unas piadosas almas clamando a las nubes por unas gotas redentoras.
Las peticiones de recursos climatológicos a los cielos son atavismos curiosos que a mí personalmente me gustan muchísimo, pues son ritos tribales que sobreviven impertérritos al paso de los milenios.
Los indios americanos tenían la llamada danza del sol, donde bailaban durante cuatro días y pedían bienestar para su pueblo. Una danza de dudosa efectividad, si tenemos en cuenta que fueron exterminados.
En Tenochitlán había ofrendas a los dioses un poco más chapuceras pero anatómicamente muy interesantes, pues lo que se ofrecía era el corazón de la víctima, que en ocasiones era también comido, por lo que al asunto orgánico se añadía además el gastronómico.

Cuando eras escolar y tocaba algún examen complicado con algún profesor no precisamente afecto, rogabas para que alguna catástrofe natural abnegara las carreteras y las clases se suspendieran, dándote la oportunidad de poder aplazar tu vagancia y desidia. Lo bonito de las religiones es que permiten prolongar ese estado mental infantil durante toda la vida.
Estos días, el científico Rainer Weiss explicó en Avilés que en una década estaremos en disposición de conocer realmente lo que ocurrió hace 13.800 millones de años, cuando se produjo el “Big Bang”.
Entre el sitio donde se oficiaba la ceremonia de la lluvia y el lugar donde un premio Nobel de física hablaba a unos alumnos de Secundaria sobre los secretos del cosmos distan apenas cuatro decenas de kilómetros, lo que habla a favor de la teoría de que podamos estar viviendo en universos paralelos.
Otro de esos acontecimientos que me llenan de alborozo sucede cuando alguna de esas personitas, después de salir de una intervención quirúrgica complicada o superar una difícil y peligrosa enfermedad, no dan las gracias a los doctores alabando su excelente profesionalidad o compartiendo unas reflexiones sobre los estupendos avances de la ciencia y la medicina, sino a un ser mitológico que supuestamente les salvó de tan delicada situación. Les aplazó el examen final. Un diez para lo místico, un suspenso para la razón.

Como las reglas del juego del planeta están empezando a cambiar, y va a ser éste el que nos marque los tiempos, donde las anomalías meteorológicas serán trágicamente habituales, con sus huracanes, terremotos e inundaciones, los infantes intelectuales van a tener multitud de oportunidades de seguir implorando en las parroquias por la intervención divina. Quién pudiera volver a ser niño.

12 de octubre de 2017

'The Deuce'. Viaje al fin de la noche



Pocos dudan ya de que David Simon sea una de las figuras más importantes del mundo televisivo (incluso trasciende el mismo, estoy convencido de que The Wire es algo más) y siempre se agradece que su reconocible personalidad en los trabajos, su escritura y su manera de narrar, mantengan alejado al espectador de consumo masivo (“Que se joda el espectador medio”, es su famosa frase, tan expresiva como rotunda) y así se centre en respetar la inteligencia de los que seguimos todo lo que lleva su firma, conscientes de la alta calidad que conlleva y lo que nos va a exigir.

Si The Corner habló como nunca antes del mundo de las esquinas y fue una digna predecesora de The Wire, consiguiendo ésta ser reconocida como la gran obra de arte que es, Treme es aún su joya a reivindicar con el poso del tiempo y Show me a heroe un ejercicio denso pero notable de cirugía política sobre un ayuntamiento convulso, Simon, crudo analista de la cotidianidad de las personas y la sociedad, poco amigo del edulcorante, por muy espantosas que estas realidades sean, establece en The Deuce un retrato del Nueva York de los años 70 en su vertiente más callejera, nocturna, sórdida (ni siquiera los desnudos son eróticos) y corrompida; el negocio del sexo como hilo conductor y con sus característicos personajes al borde del precipicio, tratando de sobrevivir en la hostil jungla de asfalto, con pocas oportunidades, tímidas ambiciones y casi ninguna expectativa de vislumbrar con éxito el amanecer.

No pone el foco de la empatía sobre sus personajes, ni desea la compasión condescendiente del espectador; tampoco se enreda en falsos estereotipos ni juicios de moral, cada una de las criaturas que pueblan este universo de neón tiene sus razones o desmotivaciones para actuar como actúan, incluso los más implacables proxenetas. Nunca se permite rendirse a la fácil tentación de ofrecer un maniqueísmo mascado, no existen buenos y malos sino una compleja paleta de grises.
La zona de Times Square, el trajín sombrío de la madrugada en el Manhattan más tenebroso y la época en que está ambientada, hacen de esta serie un producto digno del Scorsese de Taxi Driver, y hasta el personaje doble 
(siguiendo la estela de “los hermanos” Ewan McGregor de la tercera temporada de Fargode un casi siempre irritante James Franco adquiere diversión y complejidad, pero muy por detrás de una inmensa Maggie Gyllenhaal, rota por dentro y demasiadas veces por fuera, que acomete su trabajo con resignación profesional y encara el peligro asumiendo las consecuencias que tiene que pagar por su frágil libertad. 
Lo que se sabe de ellos se va desarrollando en un arco narrativo que, como siempre en David Simon, se hilvana sin prisas, dejando que sean los protagonistas los que actúen en vez de explicarse, y que sea el espectador el que los contemple en vez de juzgarles.
Hay todo un mundo en una primera temporada de ocho episodios (el piloto es magnífico hasta el aplauso) que sin embargo saben a poco. Simon habla, de nuevo, de lo que mejor conoce, de aquello con lo que nos sorprendió en su innegociable obra maestra; hay policías de dudosa integridad, camellos, tahúres, chulos de putas, violencia, miseria, supervivencia, humanidad y también unas dosis de realidad de ésas que a veces te golpea en la cara. The Deuce no es The Wire, eso es cierto, pero es puro David Simon.

9 de octubre de 2017

El tonto y el fascismo



Una de las actividades que más me divierte últimamente es observar (y a veces provocar) a tanto tonto de babero, de los que, debido a su ínfima capacidad expresiva y en posesión de un muy pobre vocabulario, sueltan cada dos por tres el epíteto de fascista, a modo de pedrada inapelable, y se quedan orgullosos y contentos, como pensando, “ahí queda eso, ahora qué”.
Escogiendo bien a los tontos y sabiendo por dónde entrarles, puedes salir, sin forzar, a un “fascista” por día.
La cuestión es que antes el tonto se quedaba reducido al ámbito privado, cercano, y era su familia quien más o menos sufría al tonto en silencio, con las aflicciones que eso provoca. Pero con el hiperdesarrollo tecnológico y la expansión de las redes sociales, los tontos han encontrado un formidable altavoz, desde donde vocear al mundo su estupidez, y sentir ese orgullo íntimo que siente el idiota, cuando le hacen algo de casito, aunque sea para reírse de él o regodearse de su idiocia.

El tonto mesetario, el que lo es por vocación o por deméritos, promulga cierta simpatía, condescendencia o abierto apoyo a los que llevan casi cuatro décadas imponiendo un ideario totalitario en Cataluña con la colaboración cómplice de políticos de todo pelaje, formando en el odio desde las escuelas, en el pensamiento excluyente y en la inflamación identitaria. Creando, con el silencio oportunista de unos y la conspiración de otros, al menos dos generaciones de analfabetos históricos envilecidos por competencias educativas infames y años de desmemoria y adoctrinamiento, ondeando la bandera de la confrontación territorial, pretendiendo negarle al vecino su derecho a la ciudadanía, o incluso el de educar a sus hijos en la lengua vernácula y común. Enfrentando a familias, vecinos y compañeros por culpa de la superstición mística de las naciones. Expandiendo la violencia y señalando al disidente.
Mientras, se apela al concepto de “pueblo” para dirigir a las masas, como en las más cochambrosas de las tiranías populistas, haciéndoles creer que luchan por su diezmada libertad, cuando sólo son las fuerzas de choque utilizadas para meros fines económicos. Y donde un líder enérgico y carismático, hecho a sí mismo a base de propaganda y eslóganes, está por encima del bien y del mal, y por supuesto, de la ley como tal.
En esas Comunidades Autónomas, el populismo político y el nacionalismo dogmático ya conviven armoniosamente en feliz unión, perfecta simbiosis. Con el control de los medios de comunicación públicos puestos al servicio del poder y con el exilio fiscal como meta de las élites mientras distraen a sus ciudadanos con disputas supremacistas y hechos diferenciales. Donde creerse diferente siempre lleva implícito creerse mejor.
Pero, para el tonto, fascistas son todos los demás.