Artículo publicado originalmente en La Nueva España
Hadi Matar, el joven de
Nueva Jersey de 24 años que apuñaló gravemente al escritor Salman
Rushdie, reconoció no saber mucho de él más allá de que había
“ofendido al Islam” y apenas haber leído un par de páginas de
su libro 'Los Versos Satánicos', obra que le valió una condena a
muerte de ayatolá Jomeini.
Ni siquiera era un odio razonado ni
macerado en una lectura de un libro que lo dañara gravemente en sus
retorcidas convicciones religiosas. A él le bastó con intuir que
había hecho algo contra la sacralidad de sus creencias, y que el
castigo ante eso era la muerte, como sabían los mandatarios de Irán,
a cuyos lomos aún cabalgan nuestros más aguerridos expertos en
contradicciones, cada vez con menos reparos en hacer patente su
islamofilia.
Rushdie es un hombre que siempre ha tomado partido,
la valentía como virtud y no como temeridad y el coraje como columna
vertebral a la hora de defender algo: la razón frente al
totalitarismo, la alegría de la vida frente a la barbarie, las luces
contra el oscurantismo fundamentalista.
Lo intentaron con él como
aquí mataron a José Luis López de Lacalle, a Ernest Llunch, a
Fernando Buesa o a Francisco Tomás y Valiente (fíjese el lector que
escojo todo víctimas de izquierdas): por no callar a pesar de la
amenaza que pendía sobre su vida, por ser consecuente hasta el final
de una manera de entender la libertad. Estos españoles citados,
atacados también por jóvenes que no sabían lo que hacían y que
desconocían prácticamente todo del motivo por el que eran empujados
a asesinar, más allá de una difusa idea de patria y raza, de
opresiones y agravios, previamente adoctrinados.
Ahora que se vislumbra
el principio del fin del sanchismo, y que su bruxismo presidencial
delata a una persona en tensión ante la pérdida del control y
pronto del poder, recuerdo aquellas últimas votaciones generales,
donde muchas mentes piadosas pero poco formadas, decían con firme
convencimiento que votarían a Sánchez para frenar a la
ultraderecha. Poner pie en pared ante aquella drástica situación
que asolaría el país. La extrema derecha, sí, aquel espantajo que
agitaban sin pudor los que antes permitieron, también con su voto,
que entrara en la política la mayor calaña bolivariana que vieron
los parlamentos europeos.
Como Hadi Matar, ese
votante de entonces tampoco tenía mucha idea de por qué, pero
Sánchez tenía que reinar sobre la alerta antifascista, y que todo
lo que no fuera él o la podemia era el fascismo, la destrucción.
Así, pulsiones más sensitivas que cerebrales, comprando eslóganes
del miedo porque tampoco estaban capacitados para ahondar más allá.
Y algunos, los más
impertérritos, aún mantienen la capacidad de justificación, unida
a la falta de vergüenza, para excusar, por ejemplo, las cesiones y
con ello la legitimación y el auge de los nacionalismos irracionales
y violentos, incluido el obsceno compadreo con los terroristas a
cambio de apoyo a sus medidas, entregando a las competencias de
prisiones en manos del PNV a los matarifes y los asesinos de niños.
O los indultos concedidos a los sediciosos que trataron de
imponer una Cataluña segregada, autoritaria y xenófoba. Esa
Cataluña que ha desterrado el español de los colegios, convirtiendo
la escuela catalana en un modelo monolingüe.
Sánchez ha
impuesto un apisonadora cultural, mediática y cívica que ha
destrozado lo más elemental de nuestro sistema de valores, con una
visión predatoria de la política y una falta de escrúpulos a
prueba de psicopatías. “Políticos reflejo de la sociedad”, se
suele decir siempre, “escaparate de lo que somos”, y otros
lugares comunes, pero lo cierto es que esos aventados de “vamos a
votar a Sánchez para frenar al fascismo” nos llevaron hacia el
apogeo de lo más brutal que hemos vivido en décadas, con la
expansión de la perversa ideología de género, sus encubridoras de
pederastas y secuestradoras y esa misandria que acaba con la
presunción de inocencia del hombre por el hecho de ser hombre. Nos
arrastraron al fundamentalismo climático y al negocio de los jetas
de lo sostenible y lo “eco”.
Mientras las familias españolas no dejan de empobrecerse, vemos el desastre causado por esas buenas intenciones de lo que querían librarnos de la ultradercha, cuando su irresponsabilidad idiota debería mirar hacia dentro y darse cuenta que en su caso ya es imposible amueblar un vacío.