31 de agosto de 2009

Miradas de cámara: Henry King

Henry King siempre se asoció con grandes estrellas de Hollywood. Durante muchos años su actor fetiche fue Tyrone Power, en la década de los 50 Gregory Peck y en bastantes películas Jennifer Jones. También tuvo bajo sus órdenes a Henry Fonda, James Stewart, Ava Gardner, William Holden o Rock Hudson, entre otros.
King es uno de los directores que cuentan en su haber su particular visión de Jasse James, titulada bajo el mismo nombre que en España se llamó Tierra de audaces, un western elegante que lleva forjado el sello del director. Aventura de piratas es El cisne negro, en la época en que el género eran maravillosas aventuras, mucho antes de que se desbocara en los disparates que conocemos.
La obra maestra de Henry King es El pistolero, un western que marca un precedente que después seguiría Raíces profundas. Gregory Peck es Jimmy Ringo, un famoso pistolero que desea cambiar de vida y dejar atrás su existencia pegada al revólver, pero allá donde va se encuentra jóvenes que quieren probarle y ganarse su parte de fama, en una época donde el más rápido era el más popular, siéndole de esta manera muy difícil escapar de su pasado para poder asentarse con su mujer y su hijo. Una película crepuscular y triste llena de tensión.
Más que interesante es la adaptación de la novela de Ernest Hemingway, Las nieves del Kilimanjaro, con Gregory Peck de nuevo bajo la mirada del director, que interpreta a un cazador que agoniza mientras evoca sus recuerdos y amores a lo largo de su vida.
La colina del adiós es un drama romántico con William Holden y Jeniffer Jones que se quedó un tanto vacío y deja el regusto de que la historia se podía haber explotado un pelín más.
King adapta a Fitzgerald en su novela más redonda, Suave es la noche, y el resultado no alcanza ni de lejos al literario, a pesar de contar con Jason Robards, Jeniffer Jones y Joane Fontaine, es complicado plasmar toda la derrota y la locura del libro. Y es que Fitzgerald era mucho Fitzgerald.

Muerte



Conocí en un local de Oviedo una noche de fin de semana a un menudo chaval pelirrojo y pecoso de conversación exprés y lengua fácil. Contándome su vida en el espacio que queda entre una copa y otra, decía que su padre era muy rico, es decir, que le salía la pasta por las orejas, pero que en el momento que a su progenitor le comunicó la idea de no seguir estudiando, lo mandó derechito al ejército.
Ahora tembabla de arriba abajo como un corderillo asustado porque había sido destinado a Afganistán, y partía en poco tiempo. No se cortaba al reconocer que tenía los testiculos en el esofago, y que su pobre madre dormía fatal desde que supo la noticia.
El chaval tiene 17 años, y es uno más de la carne de cañón que ocupa la primera línea en las guerras desde que se profesionalizó el ejército. ¿Dónde está el origen de la bala o el misil que le espera en Afganistán? ¿De dónde proviene la bomba que puede que le siegue la vida? Hay que remontarse mucho más atrás, a la educación fanática de unos fundamentalistas religiosos que les han lavado el cerebro a conciencia. La cosa viene de siglos, pero el talibán que disparará a matar no sabe nada de este chico asturiano que aún no es ni mayor de edad, pero tiene la obligación y el deber moral de odiarlo.
Antes, a la hora de ser llamados a filas, las guerras no distinguian entre clases sociales ni políticas, pero desde que el ejército es la últimsa opción laboral de los más desfavorecidos o aquellos que no siguen adelante en sus estudios, se ha llenado de inmigrantes, de gentes sin recursos, de malos estudiantes, de chavales descarriados y de desesperados en busca de un empleo. Nadie que tenga otra alternativa elegiría ir a jugarse la vida a miles de kilómetros de su país contra un enemigo desconocido y extraño. Son estos los que vuelven a España en una caja de madera, los que mueren por una bandera que veneran los más fachas y causa indiferencia entre la gran mayoría, y son sus padres, desconsolados y rotos, los que reciben el pésame de los grandes políticos y presidentes, que gestionan la muerte desde sus despachos. En Estados Unidos también el ejército se ha llenado de carne de cañón, y ningún republicano extremista en sus cabales envía a un hijo al infierno de Irak. La muerte también entiende de clases.

Antes



Terminado agosto las grandes productoras ya han dicho todo lo que tenían que decir en sus estrenos estrella del verano. Llega otoño con alguna pelicula destacable y colorín colorado, en febrero una nueva edición de los Óscar. Hay que evitar caer en los tópicos ni decir aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pero en el caso del cine es una verdad tan ineludible como triste. Si de 2007 apenas se puede recordar pasados dos años a 'No es país para viejos', 'Promesas del este' y 'Zodiac', 2008 nos trajo esa maravilla de 'El curioso caso de Benjamín Button', 'Gran Torino', 'Revolutionary Road' y poco más. La última gran obra maestra, aparte de la citada película de David Fincher, se llama El buen pastor', y hay que viajar hasta el 2006. Martin Scorsese se presenta como la esperanza para salvar el año.
Dentro de la historia del séptimo arte, además de las prodigiosas décadas de los años 40 y 50, algo más de 20 años que ostentan las mejores películas jamás hechas, existen años en concreto donde la cosecha era especialmente prolija,
1939 es el año de 'Lo que el viento se llevó', de 'La regla del juego', 'La diligencia', 'Los violentos años 20', 'Ninotchka', 'Sólo los ángeles tienen alas' o 'Caballero sin espada'. Al siguiente año, 1940, le llegó el turno a directores como Charles Chaplin, Hitcochk y John Ford, y se estrenaron películas memorables tales como 'El gran dictador', 'Rebeca', 'Las Uvas de la ira' e 'Historias de Filadelfia'.
En 1957 Billy Wilder lanza su 'Testigo de cargo', Sidney Lumet debuta con 'Doce hombres sin piedad', Kubrick firma una de sus obras maestras, 'Senderos de gloria'; nace el caballero que juega con la muerte en 'El séptimo sello' y David Lean construye su 'Puente sobre el río Kwai'. Además Cary Grant y Deborah Kerr participan en el remake de 'Tú y yo', el western 'El tren de las 3:10' aparece para entrar a formar parte de los clásicos; Burt Lancaster y Kirk Douglas protagonizan 'Duelo de titanes'.
A punto de finalizar la década de los 50, 'Ben-Hur' rompe los moldes del cine y conquista un saco de estatuillas, Hitchock crea en 'Con la muerte en los talones' una de las escenas más famosas de la historia, Billy Wilder logra una de las cimas de la comedia en 'Con faldas y a lo loco', Truffaut debuta con 'Los 400 golpes' y Howard Hawks filma todo un clásico, 'Río Bravo'. 1959 también es el año de 'Imitación a la vida' y 'El árbol del ahorcado'.
En 1962 coinciden 'El hombre que mató a Liberty Valance', 'La gran evasión', 'Matar a un ruiseñor', 'Lawrence de Arabia', 'Duelo en alta sierra' de Peckinpah y 'Días de vino y rosas'. Casi nada.
En este siglo XXI, y ya antes, cuando aparece una obra maestra los críticos y periodistas echamos las campanas al vuelo y se le da cancha en todo tipo de reportajes y especiales, para darle repercusión y espacio. Si para más inri aparece una película española medianamente buena entonces el revuelo alcanza cotas de delirio. Se tiene la sensación de haber visto ya la película antes de entrar en el cine.
Hollywood se rinde al ordenador y a los efectos especiales, productos como 'El señor de los anillos' se llevan todos los premios, y hacen que si John Ford levantara la cabeza la volvería a apoyar. El semblante serio e imponente de Christopher Lee, el Drácula más famoso, está hoy desfasado y lo que se lleva es el vampiro adolescente y guapito de turno. Incluso Supermán tenía mucho más estilo que los superhéroes de hoy, incluso.
Cuando John Wayne protagonizó en 1942 Piratas del mar Caribe, poco podía imaginar que muchos años después alguien iba a pintarse los ojos y las uñas y vestir estrafalariamente para interpretar a un pirata. Tenía razón Bob Dylan, los tiempos están cambiando, pero para mal.

Manifiesto por la cultura

6 de cada 10 españoles cobran menos de 1.100 euros al mes. El dato ha salido hoy. Por lo tanto pienso que a los ciudadanos, preocupados por sobrevivir, costosa tarea en los difíciles tiempos de hoy, poco los preocupará el cine, si ésta u otra película son buenas o las obras maestras que tenga en su historial un director muerto hace varios años. Es probable que con el agua al cuello y tratando en salvar el culo, no interesen los relatos de ficción ni las idas y venidas amorosas de un par de jóvenes irreales. Eso lo reflexiono mientras corroboro que muchos profesionales del periodismo trabajan duro y tiene la labor de hablar sobre cine, recopilar información, informar de estrenos, criticar las películas, sugerir libros o hablar de los próximos conciertos.
Creo que al ciudadano se la trae floja todo eso mientras subsiste con ese precario sueldo, si no será algo prescindible cuando el futuro es tan incierto, si habrá ganas y humor de sentarse a abordar este tipo de cosas. Pero resulta que los programas basura arrasan en las parrillas de la tele, que las señoras que casi no tienen para la pensión siguen haciendo de las revistas del corazón las más vendidas del país, y aunque los futbolistas cobren lo que toda una ciudad, el fútbol sigue siendo un deporte de masas, con lo que la definición ‘masa’ conlleva. Por lo tanto no veo mal que se le de cabida al arte y la cultura en tiempos de crisis. A decir verdad, siempre fue refugio para depresivos e insomnes, para melancólicos y bohemios, para los que buscan encontrar en un disco o en una película consuelo para su corazón roto, el recuerdo de una infancia olvidada o sumergirse entre las hojas de una perdición tan real como efímera. Por lo tanto reivindico la cultura para evadirse de los problemas, para escarbar en ellos o para liberarse del destino. Hoy más que nunca, las grandes obras pueden servir para ir tirando. Aunque una vez bajado el telón la realidad nos golpee, aunque después de los créditos finales no exista nada y tras la última página el escritor enmudezca. Al menos habremos disfrutado.

Melodías vivas: Tom Waits



El día nace nublado después de una noche dura en casa, con una botella vacía a la vera. Algo inquietante suena despacio en un despertar oscuro, sobre un reproductor que sigue vivo. Es la voz de Tom Waits, seca, agria, la que susurra a cualquier mortal. Ese tono roto y desgarrado que evoca lugares sórdidos y rellena de belleza los huecos de una rutina quebrada o una madrugada reventada.

Definido como el cronista oficial de los amaneceres resacosos y el naufragio existencial; el corazón del sábado noche en la voz de Waits, a contracorriente, ayuda a sobrevivir con su negrura, su lirismo descarnado; apoyado en unas melodía que pueden hacer llorar y emocionarse por igual, tal vez buscando la chica de Jersey o enlutado por todos aquellos que no oímos la melodía hasta que necesitamos una canción.

Sus discos, que como él afirma son como películas para los oídos, fueron habituales compañeros en antiguas noches de adolescente, en que la incertidumbre era la marca de la casa con el sufrimiento por el primer amor, y en él habitaba el dolor y el olvido y las ganas de quedarse, el tiempo que pasa y la mirada a los recuerdos y estaciones que han quedado atrás, sucediéndose una detrás de otra y sólo amortiguadas por el tono de su murmullo. Sus canciones han sido engranaje habitual para el alma del que suscribe.

El autor de “Rain Dogs” nutre los estados de ánimo de medio mundo desde hace mucho tiempo, es la evasión a la cotidianidad, excesivamente dodecafónico en sus pasotes pero sublime en su faceta poética para enjaguar los sentimientos y las gargantas con ese sabor a bourbon y aroma de cigarros.

Habla de algo sórdido o hermoso, entona los sentidos, casa muy bien con el alcohol en soledad o con tardes extrañas a oscuras en un cuarto, tumbado en la cama. Su música evoca a clubs de jazz y humo impregnando el ambiente, una copa con hielo y alguna mujer elegante y silenciosa escuchando tal vez las notas de un piano.

Tarde o temprano siempre se acaba volviendo a él, porque aunque esté felizmente retirado y alejado de la bebida, aunque comparta su vida con siete retoños y parezca un apacible campesino, no se olvida su desgarrador legado y por eso me acerco con impuntual asiduidad a temas inmortales, y sé que escucharé toda mi vida en soledad canciones como I Hope That I Don't Fall In Love With You, Ruby´s Arms, Downtown Train, Coney Island Baby, Ol'55, Flower's Grave, San Diego Serenade, Somewhere, Blue Valentines y cien más.

Miradas de cámara: Richard Brooks



Tras las películas rodadas en los años 50, o por el interés en adaptar títulos de grandes obras literarias (Los hermanos Karamazov, de Dostoiewski, La última vez que vi París, de una historia de Scott Fitzgerald y la más famosa de A sangre fría de Capote, además de las adaptaciones de Tennessee Williams) pocos podrían presagiar que Richard Brooks sería recordado perpetuamente por dos westerns de aventuras especialmente gratificantes.
Empezando desde atrás, si El cuarto poder tiene algo que sobresale por encima de la omnipresente figura de Bogart, es la visión del periodismo del director, denotando por aquél entonces que el amor que la industria del cine tenía por el periodismo.
París recurrente de nuevo para una historia de amor, relación de la literatura y el alcohol omnipresente en uno de los más malditos y grandes escritores del siglo XX que Brooks llevó a la pantalla con Van Jhonson y Elizabeth Taylor. Repetiría la Taylor en La gata sobre el tejado de zinc, sacándole partido a la química con Paul Newman y unas maravillosas interpretaciones en una historia familiar donde tiene cabida todas sus emociones.
No pocos consideran Dulce pájaro de juventud una obra maestra del dúo Brooks-Newman en el empeño hondo de abordar temas tan universales como la pérdida de la inocencia, la mentira y el olvido.
Los profesionales tiene un rincón perpetuo en mi persona desde la primera vez que escuche la conversación entre Burt Lancaster y Jack Palance en el desfiladero, heridos, acorralados, hablando de las batallas perdidas y del tiempo como enemigo indisoluble del amor. Todo es modélico en esa más que notable obra de aventuras, empezando por el reparto, pasando por el cuerpo de la señorita Cardinale hasta llegar a Lee Marvin afirmando: "Sí, somos unos hijos de puta, pero lo nuestro es un accidente de nacimiento y usted se ha hecho a sí mismo”.
Similares sensaciones tengo con mi otra película preferida de Richard Brooks, Muerde la bala (perdón por El fuego y la palabra), donde la identificación es cercana con el personaje de Gene Hackman, amante y defensor de los animales, empujado a medirse a si mismo en una competición salvaje y aceptando el eterno precio de la amistad compartiendo victoria con el siempre genial James Coburn. Imposible no apreciar el tono crepuscular y homenaje en la carrera del eterno secundario del western Ben Johnson.
Richard Brooks fue una personalidad fuerte y también un guionista excepcional, tan especial como irregular a la hora de firmar películas, una personalidad fuerte y un guionista excepcional pero aún así algo me dice que ya no contamos con directores de esta pasta y que siempre se va a echar mano de sus cintas en épocas de tedio cinematográfico.

Miradas de cámara: Raoul walsh



No es de extrañar que un conocido canal de cable emita un documental de Raoul Walsh bajo el título “Los hombres que inventaron las películas”. Cuando se quiere disfrutar del cine que nos hizo enamorarnos desde pequeños, cuando queremos recordar por qué entramos en este vicio, cuando todo lo demás decepciona, volvemos a las películas de tipos como Walsh en busca de la evasión, del goce permanente durante unas horas, del hipnótico estado de disfrute del arte frente a una pantalla, del buen cine clásico de mano de uno de los realizadores que con más maestría dirigió y expresó tras la cámara sentimientos y hermosura visual.
Además, el hombre del parche fue quién le puso a Marion Robert Morrison el nombre de John Wayne. Nada menos. Fue quién le dio imagen en su primera película a un Duque de 23 años en La gran jornada.
El ladrón de Bagdad siempre es citada por su innovación en el cine de su época y una referencia de partida.
A finales de los años 30, cuando Humphrey Bogart era un habitual en papeles secundarios, Raoul Walsh le dio más de lo mismo en su primera asociación con la Warner: el ascenso, esplendor y decadencia de un gangster protagonizado por un James Cagney en estado de gracia en la imprescindible Los violentos años 20. Pero fue el propio director el que encumbró a Bogart en El último refugio, ya iniciada su exitosa década de los 40.
Murieron con las botas puestas es el paradigma y ejemplo de una forma de cine ya desaparecida. Errol Flynn, Olivia de Havilland y Arthur Kennedy en la mítica batalla de Little Big Horn, con un prematuro Anthonny Quinn interpretando a Caballo loco.
En su mayor gloria y esplendor, Error Flynn se pondría el casco en Objetivo: Birmania.
Tiene algo fascinante el amor fugitivo y derrotista de la pareja protagonista de Juntos hasta la muerte, remake de El último refugio que pone a Joel MacCrea y Virgina Mayo en el último abrazo final.
Esa forma de entender la vida y la muerte es un nexo común de las películas de Walsh, con unos personajes que muestran a menudo sus mejores y peores cualidades, pero que siempre acaban conmoviendo en su epílogo, bajo imágenes románticas por su belleza de un blanco y negro y una fotografía marca de la casa.
Al rojo vivo es probablemente una de las dos o tres mejores películas de cine negro de la historia, una nueva obra maestra que pone de nuevo a Cagney un lugar en la meca de la interpretación. Nunca una cara fue tan peculiar, tan llena de maldad y astucia.
El western típico en Walsh tiene el contundente aprobado en Camino de la horca, Tambores lejanos y Rebelión en el fuerte.
Otra estrella como Clark Gable tampoco escapó a la fascinación de rodar con el genio, y en Los implacables, Un rey para cuatro reinas y La esclava libre logró esa perfección que tanto le caracterizaba.
Más allá de las lágrimas o Un león en las calles son películas menores pero en las que siempre se haya rastos del inconfundible tuerto, uno de los culpables indiscutibles de que el cine se denomine séptimo arte.