Artículo publicado originalmente en La Nueva España
Cuando la escisión
violenta del PNV tomó las armas, la sociedad española respondió
casi unánime, cerrando filas para permanecer sólida en contra del
totalitarismo criminal y sus ramificaciones, y ETA sólo encontraba
afines en los grupos radicales de su tierra oriunda, en algunos
franceses despistados y en el campus de Somosaguas.
Como el
nacionalismo no trabaja con realidades, sino con mitos, se ha
esforzado en vindicar un relato donde hacer creer a los devotos
tribales de pureza sanguínea y a los bobalicones progres que las
leyendas, los ritos folclóricos, las arcadias prometidas, las
fabulaciones y los delirios etnicistas, cuando llevan a descerebrados
a dar el paso a la violencia, pueden de todas formas ser revestidos
de un aura de romanticismo, hermosos pueblos milenarios que luchan
indómitos contra las distintas opresiones en forma de imperio o
estado, y otras teorías que serían risibles si no fueran
acompañadas de tanto sufrimiento inútil.
En la cuesta abajo
de la decadencia intelectual, demasiados memos biempensantes esgrimen
razones para darle sentido a la sinrazón del nacionalismo, que
siempre usa las tripas del sentimiento primario, y no el cerebro del
pensamiento ilustrado.
Esta narrativa aviesa y
falaz ha vuelto irreconocible a la izquierda española, cuyo
sentimiento abertzale ya no se concentra es una banda de malos bichos
en una Universidad dominada por el germen de donde luego brotaría
Podemos, sino que una parte importante del electorado pedrista (el
PSOE como tal ya no existe si no es entendido como adhesión a
Sánchez) ha degenerado, dentro de su indigencia moral, y así el que
comienza simpatizando con el endémico supremacismo provinciano luego
llega a justificar el acercamiento de verdugos de niños, matarifes
no arrepentidos, en el infame proceso de Sánchez por contentar a sus
tétricos socios.
Los más cínicos, falsamente equidistantes que
no aluden el beneplácito de los crímenes bajo coartada para
justificarse, se dedican a arrojar capas de olvido sobre la sangre
derramada. Queriendo vacunar a toda la sociedad con el analgésico de
la desmemoria.
Pero también, la política gubernamental de darles
todo lo que piden a los que aún podrían reconocer en el aire el
olor a pólvora ha generado, de forma lógica, numerosos rechazos,
entre el espanto y la perplejidad.
Algunos se retiraron
maldiciendo y rompiendo su carnet de partido para buscar nuevas
fórmulas políticas que les permitieran dormir por las noches.
Otros
muestran el desacuerdo desde dentro, comunicando malestar pero sin
aventurarse a soltar el puesto que garantiza sus emolumentos.
La huida de
socialistas vascos horrorizados por la connivencia de su partido con
el terror tuvo su punto álgido en la carta de José María Múgica
dirigió a Sánchez, en el inicio de 2020.
Múgica había sido
testigo del atentado contra su padre Fernando, asesinado en San
Sebastián con un tiro en la nuca. Allí, en una carta llena de
lucidez, de crítica y de dolor, mostraba su “profundo desprecio”
hacia el presidente por su pactos de investidura con Batasuna (ahora
se llama Bildu).
Ese desprecio de José María es el mismo que
sentimos todos cada vez que Sánchez y Marlaska denigran la lucha de
la sociedad civil, desprecio acrecentado cada semana, con cada nueva
cesión, con cada nueva felonía.