26 de julio de 2015

Genetistas del absurdo



Es tragicómica la certeza de Oriol Junqueras, ese tipo tocado por la gracia de la belleza y el encanto personal que recuerda enormemente a Cary Grant, de la diferencia genética entre el ancestral pueblo catalán y el resto de los españoles, echando mano de un supuesto estudio.
La comedia de esta pantomima reside en que una región por la que pasaron indistintamente fenicios, griegos, etruscos, romanos y todo Cristo y que en las últimas centurias ha acogido a numerosos extremeños, andaluces, manchegos o aragoneses que sacaron adelante su maquinaria industrial, quiera venirse ahora con teorías genetistas y gaitas, en plan pueblo ario.
La tragedia está en que nada de esto es nuevo, y aquí nos suena bastante: en el País Vasco llevan décadas sufriendo el daño que las ideas de un visionario nazi adelantado a su tiempo llamado Sabino Arana hizo en una población peligrosamente dogmatizada y dividida por el veneno del odio.
Que una región o una ciudad abierta como Barcelona, siempre presumiendo de cosmopolita y habiendo sido vanguardia cultural durante tantos años, mezcla de razas y proyectos y abierta a ese mediterráneo viejo y sabio, sufra ahora el retroceso presionada por los que desean hacerla cerrada en sí misma, intransigente, persecutoria, impositiva de una sola lengua, alejada de la diversidad y fomentando la confrontación, es bastante triste.
Y preocupante para las nuevas generaciones, para los chavales en edad escolar cuya educación puede estar profundamente sesgada, inculcado ideales perniciosos e historia tergiversada, el adoctrinamiento férreo que impone toda idea única.



No es sólo que todos los imbéciles están orgullosos de haber nacido en alguna parte y pretendan hacer de ese hecho fortuito una bandera de batalla, sino que no existe nacionalismo sin su componente racista, como también incluye la insultante búsqueda de hechos diferenciadores o excluyentes, donde late, tras el corazón del dogma, una profunda xenofobia.
La comicidad también reside en que a veces este nacionalismo retrógrado y delirante quiere disfrazarse de progresismo, encandilando a tanto bobo simplista que se siente atraído por todo lo que le parezca rompedor o revolucionario, aunque choque de manera frontal con las ideas que supuestamente alberga en su apasionado interior.
La idea de nación como ente tangible tiene algo de supersticioso, la exaltación de lo colectivo frente al individuo contiene todas las esencias de lo alienante y de la masa, y frente al rencor inexplicable y patológico de los nacionalistas más deleznables, a veces te encuentras y disfrutas con personas sensatas que defienden con orgullo la militancia en el racionalismo, con las únicas armas del sentido común, la cultura, la independencia ideológica y la libertad de pensamiento, para así poder rechazar con sano desprecio tanto tarugo resentido, tanta exhibición de símbolos y banderas, tanto diferencial genético y tanta mierda.