Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital
“Los
tiempos están cambiando”, le decía Pat Garrett a un descreído
Billy en la maravillosa obra crepuscular de Sam Peckinpah, con música
de Bob Dylan de fondo. Consecuentemente, él respondía: “Los
tiempos tal vez, pero yo no”. Poco después, el primero mataría
por la espalda al segundo. Al que había sido su amigo.
Garrett
actuaba en nombre de la supervivencia y de la practicidad, pero sabía
que a su vez, traicionaba todo lo que era, y por eso se aleja
taciturno hacia un amanecer incierto, mientras un niño lanza piedras
a la sombra de su caballo.
Existe un reducto de españoles anclados en otros tiempos que aún quieren reunirse y celebrar a la vieja usanza. Al calor de una charla entrañable, de una botella de vino, de un hilo musical, de risas tan estupendas, tan sin complejos. Juntos como siempre han querido estar. De la unión sale la fuerza. La tradición como acto contestatario. Ya saben, no digan feliz Navidad, que es de fachas.
Mi infancia
son recuerdos de un patio... de vecinos de Oviedo. También las
películas que veíamos en familia, con mi padre encargado de la
selección. Moby Dick y la epopeya marina de quien persigue
sin descanso sus demonios, Raíces Profundas con Alan Ladd
sabiendo que uno no puede deja de ser lo que es, torcer su destino, y
que hay determinadas biografías que llevan una marca imborrable; las
aventuras arqueológicas a cargo del Spielberg ochentero que siguen
haciendo las delicias de pequeños y mayores.
Uno añora aquellas
navidades de la niñez impregnadas por el aroma ficticio de sal y
pólvora, algún día oleréis tierra donde no la hay, de
historias de Dickens y lechazo haciéndose al horno; Carlos Gardel
diciendo que veinte años no es nada, cuando uno ni sabía lo que
eran dos décadas en las muescas de la existencia; la lluvia que cae
sobre el corazón de Sinatra y la Credence Clearwater Revival
cantándole a chicas descalzas que bailan a la luz de la luna; porque
la nostalgia es un catalizador de sentimientos y una trampa que nos
juegan la memoria y la melancolía.
Cualquier tiempo pasado no fue
mejor ni peor: es irrecuperable. Y algunos tendemos a sentir
debilidad por las causas perdidas. O malheridas. Aferrados
tozudamente a pasiones en desuso. A las lecturas pausadas y el cine
de siempre. A sabiendas de que es peligroso volver a los lugares
donde uno fue feliz, aunque sea al fondo de un vaso de sidra, al
abismo de un recuerdo o al fotograma olvidado de una película.
Si me
permiten un consejo, protejan a los niños de la posmodernidad. Y de
sus trampas actuales. Que sigan pensando que de Oriente vienen los
Reyes y no los virus. Hagan que sus hijos vean cine. Cine bueno, del
que no se marchita ni flaquea. Compren y regalen libros. Libros de
papel, sí, ese acto revolucionario. Ya tendrán tiempo, los retoños,
para ingerir su ración diaria de basura digital (no les den un
smartphone cuando aún no se han desprendido los dientes de
leche, no sean mastuerzos).
Y que puedan acumular vivencias
afectuosas que algún día les servirán. La infancia es la época
donde se registran afectos y traumas con la misma intensidad. Y donde
se reciben las herramientas básicas que conforman un carácter.
Sin
esas herramientas, sin el poso de la lucidez que dejan la letra
impresa y las imágenes perennes, sólo serán adultos somnolientos y
amodorrados, gente desconcertada boxeando sin guantes contra
problemas creados en las bajas pasiones de la autoestima cibernética,
la presión social y la necesidad constante de agradar a desconocidos
entre selfies y otras
frivolidades.
Mantener
intacto ese reducto de lo mejor de los niños es una responsabilidad
tan grande que no se puede dejar en manos de gobiernos pazguatos y
psicopáticos.
Díganles a los niños que aún es posible la hora del
esplendor en la hierba, que a John Wayne el cáncer nunca lo bajó de
su caballo, que la abuela va a estar ahí todas las navidades del
futuro. Díganles que existe un futuro, donde siempre será día de
Reyes.
Para perder inocencias y certezas ya se encarga la
vida. Para conocer la cara amarga que aguarda tras la esquina de toda
felicidad.