28 de diciembre de 2021

La nostalgia frente a un mundo derruido

 


Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital

Los tiempos están cambiando”, le decía Pat Garrett a un descreído Billy en la maravillosa obra crepuscular de Sam Peckinpah, con música de Bob Dylan de fondo. Consecuentemente, él respondía: “Los tiempos tal vez, pero yo no”. Poco después, el primero mataría por la espalda al segundo. Al que había sido su amigo.
Garrett actuaba en nombre de la supervivencia y de la practicidad, pero sabía que a su vez, traicionaba todo lo que era, y por eso se aleja taciturno hacia un amanecer incierto, mientras un niño lanza piedras a la sombra de su caballo.

Existe un reducto de españoles anclados en otros tiempos que aún quieren reunirse y celebrar a la vieja usanza. Al calor de una charla entrañable, de una botella de vino, de un hilo musical, de risas tan estupendas, tan sin complejos. Juntos como siempre han querido estar. De la unión sale la fuerza. La tradición como acto contestatario. Ya saben, no digan feliz Navidad, que es de fachas.

Mi infancia son recuerdos de un patio... de vecinos de Oviedo. También las películas que veíamos en familia, con mi padre encargado de la selección. Moby Dick y la epopeya marina de quien persigue sin descanso sus demonios, Raíces Profundas con Alan Ladd sabiendo que uno no puede deja de ser lo que es, torcer su destino, y que hay determinadas biografías que llevan una marca imborrable; las aventuras arqueológicas a cargo del Spielberg ochentero que siguen haciendo las delicias de pequeños y mayores.
Uno añora aquellas navidades de la niñez impregnadas por el aroma ficticio de sal y pólvora, algún día oleréis tierra donde no la hay, de historias de Dickens y lechazo haciéndose al horno; Carlos Gardel diciendo que veinte años no es nada, cuando uno ni sabía lo que eran dos décadas en las muescas de la existencia; la lluvia que cae sobre el corazón de Sinatra y la Credence Clearwater Revival cantándole a chicas descalzas que bailan a la luz de la luna; porque la nostalgia es un catalizador de sentimientos y una trampa que nos juegan la memoria y la melancolía.
Cualquier tiempo pasado no fue mejor ni peor: es irrecuperable. Y algunos tendemos a sentir debilidad por las causas perdidas. O malheridas. Aferrados tozudamente a pasiones en desuso. A las lecturas pausadas y el cine de siempre. A sabiendas de que es peligroso volver a los lugares donde uno fue feliz, aunque sea al fondo de un vaso de sidra, al abismo de un recuerdo o al fotograma olvidado de una película.

Si me permiten un consejo, protejan a los niños de la posmodernidad. Y de sus trampas actuales. Que sigan pensando que de Oriente vienen los Reyes y no los virus. Hagan que sus hijos vean cine. Cine bueno, del que no se marchita ni flaquea. Compren y regalen libros. Libros de papel, sí, ese acto revolucionario. Ya tendrán tiempo, los retoños, para ingerir su ración diaria de basura digital (no les den un
smartphone cuando aún no se han desprendido los dientes de leche, no sean mastuerzos).
Y que puedan acumular vivencias afectuosas que algún día les servirán. La infancia es la época donde se registran afectos y traumas con la misma intensidad. Y donde se reciben las herramientas básicas que conforman un carácter.
Sin esas herramientas, sin el poso de la lucidez que dejan la letra impresa y las imágenes perennes, sólo serán adultos somnolientos y amodorrados, gente desconcertada boxeando sin guantes contra problemas creados en las bajas pasiones de la autoestima cibernética, la presión social y la necesidad constante de agradar a desconocidos entre
selfies y otras frivolidades.

Mantener intacto ese reducto de lo mejor de los niños es una responsabilidad tan grande que no se puede dejar en manos de gobiernos pazguatos y psicopáticos.
Díganles a los niños que aún es posible la hora del esplendor en la hierba, que a John Wayne el cáncer nunca lo bajó de su caballo, que la abuela va a estar ahí todas las navidades del futuro. Díganles que existe un futuro, donde siempre será día de Reyes.

Para perder inocencias y certezas ya se encarga la vida. Para conocer la cara amarga que aguarda tras la esquina de toda felicidad.

6 de diciembre de 2021

Disonancias cognitivas

 



Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital

Un fallo en el sistema límbico, que gobierna la expresión de las emociones en el lóbulo prefrontal del cerebro, caracteriza la mente dañada de los psicópatas. A Pedro Sánchez se le ha tildado alguna vez así (“el psicópata de la Moncloa” es el epíteto que usa Federico), dada la ausencia total de sentimientos que parece procesar, obrando tan solo en formas que le consoliden en el poder, y esa capacidad asombrosa para la mentira y el cinismo al más alto nivel, sin que el sonrojo asome por ningún lado. La estructura cerebral de los mentirosos patológicos dispone de un 14% menos de sustancia gris (doctor Dan Ariely) y hay avances bastante esclarecedores sobre el asunto.

Pero lo más interesante de Pedro Sánchez no es su cerebro, son sus votantes. Devotos de causas firmes, como Sánchez no ha dicho nunca nada que no fuera, tarde o temprano, mentira, uno se puede hacer una idea bastante nítida de las tragaderas de sus seguidores. De la importancia que le dan a la objetividad de la existencia en los hechos cotidianos que conforman su vínculo con la política y la sociedad. Esos socialistas de piñón fijo y prietas las filas. Los de las neuronas desvencijadas. Establecen con la realidad una relación, cuanto menos, compleja.
Hipocresía, autoengaño o firme convicción, el votante socialista (o pedrista) sigue siendo para mí un misterio, a estas alturas de la legislatura y de la propia vida e historia del partido.
Se revuelven cuanto pueden, como gatos panza arriba, con obstinada ferocidad, antes que aceptar esa realidad que muchas veces les termina pasando por encima. Ellos a lo suyo, impertérritos. Pudiendo defender una cosa y la contraria, si así los dispone el presidente y sus secuaces mediáticos. Lo mismo te justifican una de las peores gestiones de la pandemia de todo Occidente como hacen escalofriante encaje de bolillos para darle legitimidad al pacto con los proetarras de Bildu, sin que la sangre de tantos asesinados les salpique la conciencia.
El pedrette tiene mucho del antiguo fanboy (o fangirl, seamos inclusivos) del Pablo Iglesias de primera ola, cuando le salían los entusiastas a millones (cinco, concretamente) y que muchos fueron reculando al ver las hechuras reales del tipo, porque, claro, no se podía saber.

La influencia de los medios de comunicación es notable, y allí la verdad o la mentira son conceptos líquidos que fluyen según el interés o el enfoque, y que tampoco garantizan el ejercicio de la libertad de expresión. Cuando una falsa denuncia en Malasaña que encaja perfectamente con el relato de la ideología imperante hace que el Gobierno convoque un gabinete de emergencia (y una manifestación en Sol), y la brutal agresión a una menor en Igualada apenas tiene repercusión, estamos ante algo peor que una mala praxis periodística; se trata de la creación de un relato y de una manera de influenciar en la sociedad para explicar qué es digno de uso y qué no, a qué casos se les puede sacar rastrero partido, cuál es la manera más rápida de llegar a la fibra de los más tontos de cada casa, que dejan su raciocinio a expensas del sometimiento ciego a un líder político, a un partido o a unos lemas.

La devastación perpetrada en esas mentes por parte del adoctrinamiento y el agitprop nos coloca a veces en situaciones incómodas, cuando, ante uno de estos sujetos dignos de estudios y evaluación, uno piensa en Chesterton, que anticipaba la llegada del día en que sería preciso desenvainar una espada por afirmar que el pasto es verde. Porque la mente asolada por maniqueísmos no sólo ha renegado de contemplar el mundo con una mirada propia, además tiene el arrojo que le dispensa la ignorancia satisfecha y complacida, y embiste como las nueve cabezas de Machado; interpela, ataca o contraataca, impotente en sus argumentos, le queda la fuerza que le otorgan la estupidez y el fanatismo.
Y los escépticos y librepensadores sólo contamos con la devaluada espada de la razón.