25 de julio de 2017

Lo poco que nos queda


 
 
Al desarrollar su visión del amor como un agente patógeno, Irene Montero arrebató a los pobres sufridores una de las cosas indispensables para vivir, si no acaso lo único que merece realmente la pena. El último resquicio de esperanza en un mundo cada vez más gris e impersonal.
Más allá de una entrevista que rozaba el dislate por momentos, de la incómoda situación para el remitente de estar leyendo a una muchacha sin demasiadas luces que repite un discurso aprendido e interiorizado a base de años de militancia y dogmatismo, a caballo entre el personaje y la neurosis, a medias entre el mitin bajuno y el feminismo de Superpop, quedaba la insondable desolación de que las jóvenes del recambio, sin mucho que aportar ni en el plano intelectual ni en el plano político, se dedican a encumbrar sus patologías personales y llevarlas al terreno de la norma. Hacer de la chaladura inmadura y sectaria algo cotidiano, pontificar a diario sus extravagancias mientras haya una legión de palmeros en los medios dispuesta a dar voz a cualquier necedad. Y mientras cuele, pues cuela.

Sus dianas contra el amor romántico, la advertencia de su toxicidad, tienen esa semejanza con los discursos de los curones de pueblo, cuando desde el púlpito sermoneaban intensamente a los pecadores de la carne, a los desgraciados que sacrificaban la razón en aras de la lujuria y cierta concupiscencia. La Iglesia siempre tuvo una relación difícil con el sexo, y esta nueva vieja izquierda tiene una compleja relación con el raciocinio.
Pero no hagáis caso a la aguda erudición de estos nuevos oradores de plató y predicadores de asamblea. El amor romántico es necesario. Si el dinero y el sexo mueven el mundo, el maldito amor, en toda su extensión y variantes, mueve el corazón de los hombres y les anima a realizar acciones de insólita valentía y ternura. La vileza, la estupidez, la usura, la venganza, el nepotismo…son sentimientos o maniobras a reprobar, pero el amor nos hace mejores personas, incluso a los peores de nosotros. Consigue que seamos más abiertos, más tolerantes, más sensibles, más felices por un tiempo. El tiempo que tarde en difuminarse la ilusión. Algunos, los más afortunados, encuentran un lugar en ese estado permanente, aunque inevitablemente siempre aparezcan las sombras del desgaste.
Es cierto que en el ambiente en que ahora se mueve la chica priman las relaciones de frialdad, el mutuo interés, los negocios, la conveniencia del partido, el salir o no salir en la tele. Pero hay toda una florida existencia más allá del Congreso y de los sueldazos, de la monserga ideológica. Muchos de los mejores discos de la historia de la música han sido concebidos gracias a que el artista se encontraba en ese milagroso estado (vale, también gracias a las drogas) y algunas de las mejores novelas e historias se han desarrollado entorno al amor romántico. Hablar sobre esta obviedad es tan ridículo que no tiene sentido explayarse más, si no fuera porque lo irrisorio parece haber tomado fuerza en los últimos tiempos.
Pero fue el amor de Menelao por Helena y su rescate lo que desató la guerra de Troya, y fue el amor (vale, y la ambición) lo que hizo perder la cabeza, literalmente, a Julien Sorel. Tal vez a eso se refiere Irene Montero al avisar de sus peligros, pero dudo mucho que la líder consorte haya leído a Homero y a Stendhal.

Si la derecha del pelotazo gangsteril ha entrado a saco de la mano de sus hienas financieras a por los últimos cimientos del sistema, y la izquierda parece estar en una batalla permanente con el sentido común, los que no tenemos más filiación que nuestra propia vida, cultura y experiencia, a regañadientes nos vemos en un fuego cruzado donde la inteligencia parece ser la primera víctima.
En un país de latrocinio y desvergüenza, donde hasta los bolis de las quinielas están atados a una cuerda para que no se los lleven, tiene maldita gracia que encima, manda cojones, nos quieran robar el amor.