26 de febrero de 2017

Normalidades

 



Hay un día en que, sin saber muy bien por qué ni cómo, lo extraordinario se convierte en cotidiano.
Resultado de un proceso asumido con la misma pasiva indiferencia del eslavo que se asoma una mañana de febrero a la ventana de su dacha y descubre que las nieves aún están ahí, determinando que seguirán los rigores del invierno y con pocas ganas de oponerse a las inclemencias naturales.


A base de repetirse con frecuencia apabullante las situaciones en principio insólitas, se termina por interiorizar como normal dentro del disparate patrio que, por ejemplo, gran parte del elenco de invitados de aquella megalómana boda, paradigma del oropel hortera realizada en el muy imperial Monasterio de El Escorial, esté en la cárcel o camino de ella, aunque siempre contando con la benevolencia del sistema penitenciario y sus laxitudes. Aquellos años del ladrillazo y el “milagro económico” que se descubrió más bien un acto escéptico y laico de rapiña de unos pocos pero que amasaban como muchos. Si uno repasa la lista de ilustres invitados por parte de papá en aquellas nupcias, sale para que Francis Ford Coppola pudiera hacer una versión casposa y cutre.

Los habituales desmanes de la Justicia ya empiezan a ser periódicos y forman parte de la rutina de lo grotesco, y hasta la más inocente de las criaturas puede intuir que el color de la sangre que circule por tus venas, aunque sea de un azul de parentesco político, es fundamental a la hora de dirimir la diferencia entre acabar entre rejas o retozando en bicicleta en algún paraíso fiscal helvético.

Se ha convertido también en algo perplejamente cotidiano observar el Congreso transformado en un espectáculo propio de un plató de los programas más abyectos de la telemierda, con un griterío que azuza la vergüena ajena y hace remontarse a esos mercados de pueblo donde pescaderas de distintos puestos se interpelaban con no excesivo decoro. Una jauría de maneras más propias de corrala, patio de vecinas, donde las formas bajunas y el chonismo militante hacen las delicias de los periodistas parlamentarios. Cuentan que algunos se desternillan cada vez que ciertos personajes rufianes van a tomar la palabra.
El Congreso como una representación tragicómica, donde conviven lo bizarro y lo circense, donde “la nueva política” (inevitable aquí esbozar una media sonrisa malévola) ha naturalizado también el nepotismo y los enfrentamientos fraticidas por el control del poder.
Otra cuestión a la que ya vamos a tener que acostumbrarnos a la fuerza (algunos todavía nos revolvemos incómodos al escuchar ciertos absurdos desdoblamientos de género) es que la lengua española se destroce continuamente, arrastrada por el suelo de la imbecilidad y la demagogia oportunista que medra en el negocio político, todo ello con la peregrina excusa de la lucha por la visibilización de la mujer. Flaco favor se le hace a causa tan justa que sus supuestas representantes y voces autorizadas alardeen de un bajísimo nivel y se fajen en dilucidar si se dice guardería o no se dice guardería, por poner un mero ejemplo bochornoso. Los movimientos en pro de la correción politica no se diferencian apenas de la más simple y llana estupidez.

Se ve como normal eso tan nuestro de la defensa de los DDHH a la carta. Personalizada. Claman por la dignidad  y los Derechos Humanos los mismos plañideros que se rasgaban teatralmente las vestiduras con sus mensajes estomagantes y patéticamente grandilocuentes tras la muerte de Castro. Parece no llamar la atención ese doblepensar, esa hipocresía que adolce de un fraccionamiento de la moral, la sospecha de que para pedir dignidad, lo primero que debe un parlamentario es tenerla.
Hay que aceptar estoicamente que se llenen la boca con palabras cargadas de sentimentalismo y activismos hueco los mismos individuos que se manifiestan a favor de los presos no arrepentidos de ETA, y a los que jamás se les vio al lado de las víctimas en los años duros; ni hubo gestos en ese sentido, cuando algunos de esta camarilla ahora felizmente apoltronada estaban en Contrapoder, ejerciendo de marca blanca de Batasuna en la Villa y Corte y en la UCM.
Mientras, sus numerosos y descerebrados seguidores tienen que buscar continuamente coartadas obscenas para justificar los choriceos de sus ídolos, en una peligrosa ley del embudo, basada en ser muy rígido y estricto con las corruptelas de otros rivales políticos, pero consentidor y tolerante con las propias.

Elemento ya habitual es también que una parte de esos seguidores, los más activos y hostiles, han normalizado eso de reventar conferencias universitarias cuando el ponente no es del gusto de tan refinado público, que decide, en un acto admirable, que la libertad de expresión está muy bien siempre y cuando el que la vaya a ejercer no exprese algo que pueda violentar sus púberes conciencias. Difícil sería romper la cerrazón mental de esas jaurías y tratar de hacerles ver que incluso se aprende más escuchando a aquel con el que no estamos de acuerdo, y que toda charla puede ser aprovechable, aunque sea del invidivuo más despreciable, sólo por el valor e interés de oír lo que tenga que contar, y luego poder refutarle o contradecirle. No, prefieren el totalitarismo, la intolerancia y la coacción.

Y así, todo delirio se va estandarizando entre la sociedad y sus individios con desgana y resignación, hasta llegar al punto de la aceptación o el comprensible escepticismo, no sin perder esa pizca de curiosidad malsana, del "bueno, a ver hasta dónde vamos a llegar", y mientras se va tirando, interesados por comprobar qué deparará todo este despropósito.