Artículo publicado originalmente en La Nueva España
Fue
en la cadena radiofónica más escuchada de España, aún con cierto
prestigio, y en un programa de esos que dicen de moda, transmitido
por las ondas a la vez que por imágenes vía Internet. Una chica
joven, vivaracha, alegre, de vocación transgresora, celebraba con
gran alborozo que una mujer le cortase el pene en el bar a su jefe y
supuesto agresor, que la había intentado violar, y se deshacía en
elogios ante la sujeta mutiladora, entre bromas y chascarrillos, para
jolgorio y aprobación de los otros presentadores y, supongo, de su
público.
Poco importaba que las investigaciones estuvieran lejos
de su conclusión, que nadie había declarado culpable al hombre sin
atributos, que ningún tribunal hubiera dictado la sentencia
necesaria que justificase la mofa y el escarnio.
Al poco, la
camarera fue detenida y los Mossos concluyeron que el intento de
violación había sido un mero embuste, una sucia treta para encubrir
su delito. Qué más daba ya. Nunca dejes que los hechos en frío,
con su cruel certeza, estropeen un bonito ejercicio de sectarismo en
prime
time.
Cercana
la fecha, en Granada, una mujer fallecía en su casa. El
ultrafeminismo militante consideró que no había tiempo para
autopsias ni otros engorros modernos, la sentencia ya debía ser
dictada en Twitter, y recaía inmisericorde sobre el marido: culpable
de crimen machista. Y a por el rédito que esperaba sacar ese infame
ministerio de Igualdad que se sigue negando de forma sistemática a
investigar los abusos sexuales a menores en Baleares. Alguna famosa
presentadora también se lució queriendo ser juez y parte, con el
desprestigio que eso conlleva, transmitiendo la imagen de que incluso
los que deberían ser ejemplo de rigor sólo pueden ofrecer demagogia
y prisas por etiquetar el drama con la versión que mejor se adapte a
sus filias y sus fobias.
Se concluyó que el deceso se produjo de
muerte natural, pero la jauría enfurecida ya había sido alimentada
con el carburante que da el apuntalamiento del relato. Un relato que
sirve para que continúe en marcha la maquinaria de un negocio tan
rentable como lúgubre. Tétrico chiringuito aquél que depende de
que las muertes violentas, reales o figuradas, tengan la delicadeza
de adecuarse a su realidad.
Lo
único realmente importante para estos trileros de la desinformación
es colocar cuanto antes el punto de vista de su siniestra ideología,
agitar las redes sociales y las efervescentes mentes de los más
limitados en conceptos. Conceptos siempre cogidos por los pelos, tan
prosaicos y simplistas que pueden ser vendidos al rebaño para rápida
consumición. Como ocurrió con la muerte de Samuel Luiz en La
Coruña, que aún estaba caliente el cuerpo cuando ya lo estaban
exprimiendo sin tapujos ni decoro, haciendo impresentable uso
político de la tragedia con una bajeza que no por conocida (Juan
Carlos Monedero es un avezado sondeador de abyecciones) dejaba de ser
indignante.
El drama que se extiende es que estos cabestros,
indignos de un Estado de derecho, mezclan de manea natural la
estupidez con una ostentación de la ignorancia. Satisfechos de no
conocer absolutamente nada de los procedimientos judiciales, actúan
en función del sectarismo más rudimentario, ya sabemos que no hay
nada que se le ponga por delante a un tonto con una causa. Masas
movidas por estímulos primarios y no por raciocinio, personas sin
las herramientas necesarias para sopesar, valorar y pensar antes de
bramar sentencias y juicios como el que berrea en la barra del bar.
Sobre la sociedad se va creando un perverso cuello de botella por el que lo políticamente correcto te obligará a pasar, tarde o temprano, para no ser tachado de machista, de fascista y de otras vacuidades desprovistas ya de sentido, por ser usadas machaconamente por personajes con una ínfima capacidad expresiva y más nimia cultura.
Con un par de leyes distópicas a la vuelta de la esquina, leyes que se ciscan en la presunción de inocencia e invierten la carga de la prueba, los exaltados en los medios seguirán difundiendo su odio irracional para preservar la ingeniería social que ya avanza desbocada, con alguna voz que pide prudencia y calma y que es consecuentemente avasallada. Extraños y penosos tiempos donde enarbolar la bandera constitucional que sustente el Estado de derecho se convierte en un inflamable acto revolucionario.