18 de noviembre de 2017

La manada y la jauría




No hace falta tener una intuición excesiva para darse cuenta a las primeras de cambio que los de “La Manada” son gentuza. Su forma de moverse y actuar en grupo, sus maneras bajunas, las caras de mostrencos beodos y el despreciable desdén con el que hablan de las mujeres con sus amistades. Pastoreados ellos por un líder orondo con trazas de hooligan y aspecto de ceporro.
Todo eso es evidente para la opinión pública y para cualquiera, como digo, que capte enseguida la esencia de estos individuos, bien porque es una fauna que no nos es del todo ajena. Sabemos de qué van. Y el deseo más inmediato es que nos dieran la oportunidad de un ratito de charla a solas con alguno de ellos.
Parece existir unanimidad en la afirmación de que estos cinco tíos sevillanos son morralla (aunque no por hombres ni por sevillanos), pero que además sean violadores es lo que se trata de dilucidar en el juicio que está teniendo lugar. Casi todo apunta a que sí, pero en un tema tan delicado e implicando una acusación de cargos tan gravísima, un país medianamente desarrollado con un sistema judicial que (se supone) con garantías, suele dejar estos asuntos en manos de los profesionales juristas: es decir, abogados, fiscales y jueces.

Lo que chirría un poco es cuando, en lugar de actuar como un Estado de Derecho donde alguien es procesado en base a la ley, el caso sirve para cebar los programas especuladores del amarillismo y también la furia de las masas. Es cuando se deja de actuar como un país maduro y se da rienda suelta a los bajos instintos, los de los tribunales populares y linchamientos colectivos. Los de las marujas y los aldeanos que van a tirar frutas y hortalizas a los acusados camino del patíbulo medieval. 
Se nota la sed de sangre en el colmillo, casi se puede sentir a las turbas con antorchas y palas de pinchos en las manos. ¿Para qué hay leyes (incluso gente que dedica muchos años de su vida a estudiarlas) se preguntará alguien si ya tenemos el inequívoco y soberano juicio del pueblo?
Si hubo violación y cuántos años les van a caer no me toca demostrarlo ni esclarecerlo a mí, ni a usted, ni a la ameba de red social indignadita con un móvil en la mano ni a los que se lanzan a la calle con el azadón al aire. Lo hará el juez, que es además el que ha visto y valorará las pruebas y reflexionará sobre sus contradicciones.
Tan obvio, tan elemental.

El natural y atávico deseo de venganza, la catarsis del escarnio público nunca puede imponerse a la legalidad de las cortes, que es lo que nos civiliza y lo que nos hace iguales. Cuando una población dejada de la mano de dios queda desamparada de leyes, es cuando la jauría humana coge la soga y la pasa alrededor del cuello de un ladrón de ganado. Puede que algunos añoren los tiempos del juez de la horca y también excelentes westerns como Incidente en Ox-Bow. Lo que parece evidente es que para combatir a una manada no es necesario que nos convirtamos en otra.

3 de noviembre de 2017

Tu pueblo y el mío



Si es cierto, como afirman, que la verdadera patria de cada cual es su infancia, yo la primera vez que oí el término pueblo en boca de sus desternillantes (muy a su pesar) próceres, pensé en la mía propia, en los años de niñez pasados, en aquellos interminables veranos, en un pueblo de la costa asturiana, donde el cielo y la montaña se unen con el mar y la vida mantiene todavía otra velocidad. Aldea de idas y venidas, con el sabor del salitre, el prado, el sol en la piel y la libertad. Hay muchos otros y muy bonitos, pero ése es el único pueblo que conozco realmente. Con sus ensoñaciones infantiles y el recuerdo idílico en la distorsión de la memoria.
Lo demás me suena a populismo barato, a propaganda de asamblea o perorata desde el atril de algún tiranorzuelo latinoamericano, como ese garrulo del bigote con pinta de cacique de villorrio.


Siempre me pareció Cataluña una comunidad maravillosamente plural y diversa, por eso es crucial que se mantenga así, rica en su variedad, frente a la pretensión impuesta de una sociedad cerrada y homogénea, fuertemente identitaria (ignoran que identidades tienen las personas, no los territorios) con una historia falseada que, en realidad, comparte casi en su totalidad con el resto del país. No hay un pueblo, no es la aldea de Astérix, hay unos ciudadanos libres que tienen unos derechos (y unas obligaciones) y que son iguales tanto en Sabadell como en Soria. El resto son monsergas autócratas para adoctrinar a ganado espongiforme, música celestial de liberación de las patrias que el nacionalismo más corrupto de la Europa Occidental ha puesto a todo volumen para que el rebaño baile.
Requerir al “pueblo catalán” como si fuera un ente con vida propia y uniforme, lo único que hace es azuzar los bajos instintos de los que prefieren formar parte de un todo genérico en lugar de encumbrar su yo individual; la famosa pertenencia al grupo, donde los símbolos y emblemas adquieren el carácter de trascendencia y rito.
A pesar de la supuesta épica que desprende el irresistible aroma de las heroicas gentes librándose del yugo del Estado opresor, la realidad, fría, precisa y gris, es que sólo se ha visto a unos dirigentes embaucadores, cobardes e incompetentes, mandando a una masa de infelices victimizados, bandera en ristre, a saltarse las leyes y jugarse el tipo frente a las fuerzas de seguridad con orden de contenerse. Falsificando y engordando heridos y haciendo el ridículo frente al mundo que observaba perplejo.
Y después los responsables huyendo como conejos. Degradante vodevil.
No menos bochornoso que el papelón que está interpretando cierta izquierda española, empeñada en prolongar ese tremendo error histórico, no asumido por casi nadie, de aliarse con el nacionalismo más retrógrado en siniestro concubinato.
No, apelar al pueblo como guardián de las esencias supremas, lanzarse a la secesión, imponer una dogma plagado de alegorías históricas tergiversadas y quebrar la sociedad polarizando de forma maniquea entre patriotas y traidores no es progresista, no es solidario, ni siquiera liberal. Es justamente todo lo contrario.

Hay que viajar y luego volver, aunque sea mentalmente, a la infancia, a las villas bucólicas y tranquilas que plagan las costas bañadas por el Atlántico y el Mediterráneo, pero nunca caer en las trampas de la tribu y de la raza, de los hechos diferenciales, del cortijo privado y el negocio del sentimentalismo. Es un pensamiento primario, preciudadano y cateto hasta el sonrojo.