26 de diciembre de 2017

Grinch



El desprecio por lo propio es, en ocasiones, el cimiento para construir todo un discurso. Los traviesos chicos de IU Madrid, en el enésimo intento de llamar la atención mientras su barco va irremediablemente a pique, y tal vez porque la polémica pasajera es ya uno de los pocos recursos con los que cuentan (la eficacia política brilla por su ausencia), felicitaron la Navidad vía Twitter con una foto de un árbol incendiándose. Aunque casi refleja más la piromanía kamikaze del que se inmola que el placer iconoclasta con el aroma del chaval que siente el subidón de adrenalina cuando metía la mano en el cepillo de la misa, o el adolescente que adorna su lóbulo con un arete justo porque le han dicho en su casa que no lo puede hacer.
La política-infantilismo trató de llegar a las “masas populares” primero haciendo campaña en platós de debates chuscos para captar a una audiencia complaciente que consume basura en forma de productos televisivos, después con políticos (o políticas) apareciendo en el Sálvame para airear los secretos de su entrepierna, hasta desembocar en los tuits chorra para tratar de alcanzar esa máxima de que lo importante es que se hable de uno, aunque sea para mal.

Algunos de los que no somos creyentes limitamos nuestras visitas a las iglesias a una curiosidad artística y arquitectónica, compatible con las ideas racionalistas y la ausencia de fervor religioso, de la misma manera que no es necesario creer en Zeus para disfrutar de una visita al Partenón o en el dios Ra para maravillarse ante las pirámides egipcias. Otros, los menos capacitados para el civismo, afirman que la iglesia que más ilumina es la que arde y estarían encantados de carbonizar la catedral de Oviedo, por ejemplo, hasta los cimientos. Ésa es la diferencia entre un racionalista y un energúmeno.
Uno de los errores clave, a mi manera de verlo, es que la endofobia suele tener muy baja aceptación. En la torpeza de los responsables de redes de los comunistas madrileños se incluye no darse cuenta que la mayoría de los españoles, creyentes o no, tienen adaptado el ritual de agruparse en reuniones sociales y familiares por estas fechas, y que adquiere un simbolismo y una tradición que va más allá de la religión o del claro componente cristiano de la natividad. Querer actuar de incendiario de una imagen como la del inocuo árbol les sitúa de forma asombrosa al margen de una mayoría social que ha adoptado esa escenografía navideña como algo normal y sin una fuerte carga devota.

Lo más desconcertante es que los mismos que desean adornos navideños en llamas se derriten en mensajes de apoyo y sensibilidad musulmana cuando las sagradas (para ellos) fechas del Ramadán. Aquí es cuando la falsa equidistancia con todas las religiones se desmorona, y causan un tremendo daño a los que deseamos que las religiones no tengan peso alguno en la vida pública ni en las agendas políticas, de la misma manera que el histerismo ultrafeminista de censura y subvención y compañeros y compañeras hace un incalculable perjuicio a la verdadera lucha de las mujeres por la igualdad.
Hay contradicciones muy difíciles de digerir, sólo con no ser un sectario o un tonto de babero. En los edulcorados mensajes que algunos miembros de IU lanzaba por el Ramadán, declaraban hacerlo “desde el espíritu laico”, lo que ya es rizar el rizo de la vergüenza ajena, pero a la vez también resultó esclarecedor, pues han enseñado una dura pero estupenda lección, que el ser laico no está reñido con ser gilipollas.

16 de diciembre de 2017

Fobias modernas y perritos en casa



En la película Interview, irresistible remake de la del asesinado Theo Van Gogh y dirigida por el siempre atrayente (lo de atractivo ya va por gustos) Steve Buscemi, el ladrido de un perrito en el móvil de una Sienna Miller en estado de gracia se convierte en un machacón tono de llamada que sirve para dibujar un personaje y también una circunstancia colectiva.
Suena por primera vez en un restaurante donde están vetados los teléfonos salvo para las celebrities y sirve como metáfora de la banalidad e infantilismo de la sociedad moderna. En un Occidente en el que de criar y matar a los animales en casa como un acto normal de la vida rural donde la vida y la muerte van siempre en función de las bocas a alimentar, se ha pasado, casi sin solución de continuidad, a abrir peluquerías para perros, ponerles cuentas de Instagram o preparar para ellos tartas de cumpleaños, el poner de entrada de la línea el ladrido de la mascota es un ¿exagerado? siguiente paso que lleva en la carga cómica también toda su coherencia.
Y la película es de hace una década, antes del boom definitivo de las redes sociales y chats de mensajería, de los grupos de Whatsapp y los móviles inteligentes. Lo de “sociales” es un peligroso eufemismo, ya que nada provoca más sensación de aislamiento que ver una mesa en un bar o restaurante con todos los comensales ensimismados en sus amados cacharros, con cada vez más dificultad para relacionarse con su entorno si no es a través de una pantalla. El teléfono se ha convertido para algunos en una extensión más de su brazo, como si le hubiera brotado de entre los dedos.

Sobre lo que hemos ganado, si es que hay algo, es necesario contraponer lo que hemos perdido. O los puntos en contra. La sensación de hiperconectividad que puede generar estados de ansiedad en caso de la privación temporal de la misma (algo que se conoce como nomofobia), pérdida de privacidad o impúdica exhibición voluntaria de esa vida privada, grosera exposición de menores en la nube, tráfico de noticias falsas y bulos, información contaminada, egos inflados por la frivolidad de un like y, sobre todo, se deja de hacer cosas necesarias, para perder el tiempo en lo que, en la mayoría de las veces, no pasa de puras bagatelas.
Si se hace un recuento al final del día, ¿cuánto tiempo se invierte en el móvil en comparación con, por ejemplo, el dedicado a la lectura? Hagan cuentas y pónganlo en una balanza. En un entorno sano, los minutos dedicados al sosiego y el disfrute de una novela deberían ser, al menos, el doble que los que roban los celulares, pero la realidad es que en muchísimos casos es justo al revés. Y no sólo en la lectura, actividad con mala fama en España; es posible que también se haya reducido el espacio a contemplar el paisaje, relacionarse con los semejantes, escuchar música, ver una película (¡entera!) sin el encendido intermitente de la luz auxiliar, hacer el amor o pasear por el parque echando pan a las palomas.
Hay quienes van a un concierto para grabarlo con sus chismes, todo el rato con el brazo en alto como si estuvieran sosteniendo la llama olímpica. Además, se han metido los aparatos en los dormitorios y, como amantes permanentes, es lo último que se observa antes de dormir y lo primero a lo que se echa mano al despertarse.

El otro día estaba sentado a mi escritorio trabajando en el libro que estoy preparando a medias, cuando el móvil vibró primero con un mensaje de publicidad y después con una llamada de una compañía telefónica, perturbando mi paz necesaria y mi frágil inspiración, por lo que me dieron ganas de abrir la ventana y lanzar el aparato bien lejos, para comprobar si, además de inteligente, también sabía volar.
Ya de noche oí en el piso el sonido de lo que parecía una fierecilla, y pensé que sería el perro haciendo ruido en el salón, antes de seguir a lo mío. No había tecleado dos líneas cuando me percaté de que yo ni tengo ni he tenido nunca perro, y mi amigo Willy es lo más parecido a un animal que ha estado en casa, por lo que me asusté pensando que podría ser el tono de llamada del móvil, tal vez cambiado inconscientemente, debido a somatizar, pues a mí a veces el cine me influye demasiado.
Tardé en concienciarme de que era el Yorkshire del vecino de abajo, que muchas veces está desatendido y abandonado por unos dueños negligentes, que pasan demasiado tiempo en Internet y leyendo estúpidos blogs.

3 de diciembre de 2017

El gallego impasible



En la ceremonia de los Oscar del año 70, John Wayne, tras escuchar de boca de Barbra Streisand su nombre como ganador de la estatuilla a Mejor actor por su icónico papel de
Rooster Cogburn en Valor de ley, caminó con sus inconfundibles andares hacia el escenario, con movimientos sobrios y tranquilos, y apenas hizo un leve gesto, con su mano hacia la mejilla, de lo que pareció estar limpiando alguna lagrimilla furtiva. Fue un fugaz espejismo, una limitada concesión a los sentimientos frente a un público puesto en pie, pues su porte serena y su breve discurso tuvieron el sello que le caracterizaba. Todo en él era auténtico, y no perdió ni el semblante ni las formas en el momento más importante de su carrera. Recogió el premio como un señor, con un aplomo abrumador. Así era el Duke.

Mariano Rajoy es el hombre tranquilo de la política española. No se enfanga en los tiroteos más allá de Río Bravo ni tiene la talla, la dignidad o el carisma de Wayne (faltaría más) pero sin duda es un superviviente nato. Su manejo de los tiempos y su destreza con el revólver parlamentario le han permitido ver ya pasar el cadáver político de varios adversarios, tanto fuera como dentro de su partido. No se inmuta aunque vengan mal dadas, sabiendo como sabe, que saldrá limpio y vivo una vez más. Vence el que resiste.
Recibe lo de aparecer como ‘M.Rajoy’ en los papeles de Bárcenas sin que eso le quite ni un minuto de sueño, encaja la polémica con la misma impasibilidad con la que vacía las huchas de las pensiones o manda a la Guardia Civil contra el avispero de las turbas secesionistas a que arregle lo que él no supo en tiempo y forma.
Cuando el juez requirió los ordenadores de Génova y la Policía entró a por ellos, los habían destripado a martillazos (sin prueba no hay delito, señoría) y sin embargo eso no impide que Mariano se siga alzando como el baluarte de la legalidad en España. Con la misma entereza y flema con la que Wayne disparaba el rifle desde el carruaje en marcha en
La diligencia.
Que en el PP hablen del respeto a la ley es como si Jeffrey Dahmer diera clases de gastronomía. Pero hay cosas sin duda a alabar. Cuando el pasado julio el tal ‘M.Rajoy’ compareció en la Audiencia Nacional por el caso Gürtel, y por ser el líder de una organización criminal imputada como tal, sus respuestas fueron evasivas pero tranquilas, con la desfachatez desconcertante e impertérrita que poseen los grandes cínicos.

No sabemos cómo será el final de la carrera política de Mariano, aupado en su momento por estos tiempos turbulentos, por el estrepitoso fracaso del zapaterismo y sobreviviendo gracias a cierta izquierda a la deriva haciendo de mamporrera del nacionalismo, pero sí que merecería verse solo al final del camino, a la intemperie abrasante del sol una vez terminada la búsqueda, como Wayne en el epílogo de Centauros del desierto, cuando ya las puertas se cierran pero con él afuera. No será así, me temo, y aunque aconteciera, nunca tendría la grandeza trágica del inolvidable Ethan Edwards. Tampoco la merece.