25 de octubre de 2015

Un test infalible




Aparecen de repente factores puntuales que, sin pretenderlo, funcionan como un excelente estudio o una muestra a las bravas de algo que estaba latente. Es como esos silbatos para perros a determinada frecuencia que sólo los canes pueden oír. Por ejemplo, el vídeo que grabó el fiscal venezolano Franklin Nieves una vez huido del país en que ejerció, denunciando las presiones a las que se vio sometido en el caso de Leopoldo López, sirvió como un detector de tontos sin parangón. Esas cosas que actúan de baremo, y que, según a quién le comentes el tema, sabes más o menos lo que te van a decir, en función de lo imbécil que esa persona sea.
Lo que es la confirmación de un secreto a voces sobre la corrupción del régimen chavista en materia (también) jurídica, para cualquier individuo normalmente constituido estas revelaciones del vídeo servirían para instigar al pueblo venezolano a colgar de una vez a sus dirigentes de una farola, y prender fuego al Palacio de Miraflores, con la guardia revolucionaria incluida, y luego hacer una fiesta y bailar sobre los restos de la hoguera.
Pero el tonto base, de infantería, un tonto ibérico que representa una parte de la idiosincrasia nacional de la misma manera que lo podrían hacer la tortilla de patatas o el vino de Rioja, no puede dejar pasar la oportunidad de decir que hombre, están los agentes de Estados Unidos probablemente comprando al tipo, que quieren los recursos de Venezuela, y que pobre gente al mando, con tan buenas intenciones y nos les dejan prosperar.
Más allá de la indigencia intelectual de los lugares comunes, la búsqueda de la justificación fácil y sobada, la demagogia de andar por casa y en zapatillas de la que siempre hace gala nuestro tonto medio, lo más desolador es la sensación de discurso aprendido, de argumentación recurrente y de saldo, de la comodidad de señalar siempre al enemigo exterior, el culpable como chivo expiatorio, y pelillos a la mar, y también de que da igual ya, a estas alturas, lo que pase o lo que se diga, siempre habrá la posibilidad de tirar de ello, de ver mentiras, manipulaciones y la negra mano del Tío Sam. Y eso vale para todo. Para el fiscal que huye denunciando el oprobio o para el tiro en la cabeza al estudiante o la modelo.

Se podría disertar mucho sobre la pérdida de valores de una Europa que durante algún tiempo fue faro que iluminó las ideas de la Ilustración, donde la gente se batió el cobre para que no hubiera, precisamente, gobiernos con poderes absolutos que pudieran encarcelar a un tipo manipulando pruebas, y donde los mecanismos sociales de libertad impidieran a unos dirigentes adquirir el poder total de los sátrapas, eliminando la oposición y la prensa, esa prensa que debe ser un garante de control del que manda, y no una herramienta a su servicio o un instrumento a silenciar. Una Europa donde, pese a sus muchos fallos y desmanes económicos (vamos a dejar el maniqueísmo a un lado, no se trata de defender “lo nuestro” como si fuera la panacea) sigue siendo el mejor de los mundos posibles, teniendo en cuenta que los sistemas aplicables en el mundo árabe, casi la totalidad de África o muchos de los países de América Latina tienen como seña de identidad el pasarse los derechos humanos por el forro de los huevos. Donde las palabras libertad, democracia o garantía producen una risa floja a los que mandan, y son conceptos que ni están ni se les espera.
No, de los aspectos más tristes no es que ellos, nuestros tontos patrios, sean tiranos, malintencionados o que realmente crean en la represión de la disidencia, sino que defienden lo que defienden en nombre del progreso, de la justicia, de la lucha del débil contra el opresor imperialista. Es decir, que lo hacen de buena fe. Que si determinado sistema es un enjambre de corruptos y una casa de putas como baluarte de un estado fallido (pero estado que le es simpático a los progres, al fin y al cabo) es porque hay un señor en Texas que se llama John y que le interesa que no haya ni los productos básicos.
Pero uno se pregunta hasta dónde puede llegar esa buena fue del ignorante, que si uno de estos lumbreras de nuestra corte está en Venezuela, o en Egipto, en Nigeria o en Turquía, y alguien le atraca y además, de regalo y por la cara, le mete una mojada que le deja seco o le dan una mano de hostias, y reclama algún tipo de asistencia jurídica responsable y eficaz, y pasan de él y le dicen que vaya a buscar ayuda del país del que viene, y que nadie te mandó meterte en jardines, entonces se encoge de hombros, aún con la sangre goteando del vientre, y dice que es normal, ya que Estados Unidos invadió Irak, y claro, putos yankees.

22 de octubre de 2015

Personajes que se quedan





Existen series o películas tan relevantes dentro del contexto de una sociedad que se vuelven de manera casi instantánea en un icono, un referente cultural, un símbolo reconocible que marca toda una generación y señala el paso para que las descubran las siguientes. A veces la influencia es tan fuerte que los actores principales que dieron vida a los protagonistas se solapan con el personaje y ya serán siempre identificables en ese rol.
Pasó con James Gandolfini, que aunque se le veía bastante en el cine y en papeles secundarios, era imposible no pensar en él como Tony Soprano, el capo de la legendaria serie, y que la prematura muerte de Gandolfini sólo hizo agrandar su mito, ahora que Tony ha fundido para siempre a negro.
Tampoco será fácil ver a Bryan Crantson en nuevas producciones y separarle del papel de Walter White (ya nadie lo llama 'el padre de Malcolm'), ese profesor de instituto enfermo de cáncer que se inicia en la venta de droga para asegurar el sustento de su familia y va derivando en un ser peligrosos y sin escrúpulos en su conversión al lado oscuro.
John Hamm admitió que su personaje de Don Draper en esa obra maestra de la narrativa televisiva que es Mad Men constituía un auténtico regalo. Habrá que ver por dónde respirará su carrera alejado del espíritu del publicista conquistador y atormentado.
Hay secundarios que alternan de una a otra serie sin problemas, o que su aparición en grandes hitos de la pequeña pantalla les sirvió como trampolín para dar el salto al cine, incluso realizadores que hacen el camino contrario: ahora es habitual que un piloto esté dirigido por David Fincher, Martin Scorsese o Steven Soderbergh; pero el personaje icónico de series de tal envergadura suelen quedar a su vez atrapados por el papel que les dio la fama. Esa ambigüedad de la trampa del éxito.

Al tratarse The Wire de una serie coral, con multitud de personajes y sin un protagonista claro, era más difícil resaltar sólo a uno por encima del resto, y por eso la fuerza de sus principales se diluía en una compleja trama que analizaba de arriba abajo la sociedad capitalista contemporánea a través de una ciudad, en la que muchos consideran (y me incluyo) la mejor serie de la historia.
Pero si había un hombre tal vez representativo, por lo que significaba de personaje enfrentado a sus superiores, tenaz, complejo, con problemas con las mujeres y con la bebida pero de carisma entrañable, ése era Jimmy McNulty.
Y aunque se pudiera pensar que Dominic West iba a quedar influenciado muy a su pesar por su papel en la serie de David Simon, sus siguientes trabajos demostraron lo contrario. Lo hizo en una miniserie de la BBC que pasó desapercibida pese a su notable calidad, The Hour, y sobre todo lo está haciendo en la magnífica The Affair. Una serie de guión trabajado, compleja, analítica de personajes y situaciones sociales, que apela a emociones conocidas, turbadora, insólita en su tratamiento y cuya interpretación de West hace que nos olvidemos por completo de McNulty. Es un registro completamente distinto, e igualmente formidable; al igual que el de su compañera Ruth Wilson, donde ambos forjan los cimientos de una producción televisiva que avanza con paso firme por los senderos de la calidad, un sello reservado sólo a las mejores. Las expectativas son altas, hasta ahora The Affair ha demostrado ser una serie muy a tener en cuenta. Y la competencia es brutal.