29 de agosto de 2020

El gran chantaje


 

Artículo publicado originalmente en La Nueva España

Ya antes de que el déspota de Galapagar lanzara su cínica alerta antifascista, todos los movimientos del populismo bolivariano y sus potentes corrientes mediáticas habían abocado a esa dicotomía: o el podemismo o la ultraderecha.
De esta manera, y usando de forma eficiente los medios de comunicación y las redes sociales con huestes a su servicio, ponían contra la espada y la pared a los indecisos, a los tibios, a los más pacatos. Las masas podían ser usadas a voluntad.

Es una forma de perverso chantaje social que busca polarizar a la ciudadanía y crear esa falsa sensación de que sólo existe un oscuro muro ideológico fuera de las bondades del partido morado y sus lacayos socialistas: esas densas tinieblas de la extrema derecha.
Una táctica vieja, pero infalible. Agitación y propaganda de probada eficacia.

Si denuncias todas las presuntas corruptelas de Iglesias y sus secuaces desde la formación misma del partido, es porque estás alineado con las cloacas del estado. Es imposible que el partido del proletariado, que el faro del pueblo, que el guía de los de abajo, haya cometido ningún tipo de irregularidad en su desinteresado afán por mejorar la vida de la gente.
Manifestarse en contra de los excesos mesiánicos del líder de los desheredaros te sitúa en siniestro concubinato con el fascio.

Si crees que la gestión de la pandemia ha sido (y está siendo) catastrófica y negligente, llevada a cabo por una partida de inútiles sectarios (hasta en los medios extranjeros quedan perplejos por semejante devastación) es porque eres un peligroso camisa negra que anhela el advenimiento de un caudillo redivivo.

Si te parece que la ideología de género es un disparate para movilizar a las mujeres más intelectualmente desfavorecidas con consignas y soflamas y aprovecharse de sus carencias emocionales o su misandria para hacer lucro, es porque te sientes bien como un puerco machista. No hay opción. Tienes que ver con buenos ojos que la iletrada y fanática Montero haya llevado a miles de personas al matadero vírico del 8M de forma consciente, sólo porque tenía que coincidir con la aprobación de su ley de Libertad Sexual, ahora echada para atrás por los socialistas sensatos que quedan.

Si rehuyes de cualquier nacionalismo de corte tribal y ramalazos xenófobos; y los privilegios forales, las carlistadas y las teorías étnicas que han destrozado vidas te resultan incompatibles con la igualdad entre territorios y ciudadanos, es porque en verdad eres un rancio españolista que desea imponer la cruz y la espada mientras suspiras por las pasadas glorias imperiales.
En el imaginario colectivo del mundo progre, Arnaldo Otegi es un hombre de paz y las víctimas del terrorismo un engorro revanchista.

Así, muchas personas que no quieren verse envueltas en polémicas de ningún tipo, callan aunque no otorguen, prefieren ponerse de perfil, mimetizarse con el paisaje, ante el riesgo de ser tachados de fachas, de machistas, de nazis. De cualquier barbaridad que se les ocurra. Cada vez que uno elude dar la réplica a un cafre socialcomunista, van ganando palmo a palmo la ley del silencio para que ninguna persona ose alzar la voz contra sus desmanes liberticidas, pues sabe que será untada con la mácula del adjetivo.
Con esta fórmula van cerrando filas y creando un relato, obsesionados por el poder y dispuestos a machacar a cualquier disidente dentro o fuera de su organización, persiguiendo y señalando periodistas, jueces y otros políticos.

Lo que pasa que estos señores están profundamente equivocados. Se crecieron demasiado mientras infravaloraban la capacidad de los libres para ofrecer resistencia al totalitario.
Puede que algunos estén acongojados por el rodillo morado, su ingeniera social y la férrea imposición del marxismo cultural.
Pero no todos callamos ni nos resignamos. Y siempre nos van a tener enfrente.

18 de agosto de 2020

La última generación

 


Paso todos los años unos días alejado de Madrid, alejado también de la pequeña capital de provincia de la que soy oriundo, para exiliarme al lado del mar del norte y tener para mí ese tiempo tan necesario, para actividades tan denostadas como leer o pasear sin reloj, ni móvil, ni mensajes, ni políticos, ni llamadas de trabajo. 
Ajeno también a ciertas estupideces contemporáneas y otros engorros del nuevo milenio. Siempre hay un lugar para el que no se siente del todo cómodo con los tiempos actuales. Sólo has de encontrarlo y hacerlo tuyo. Sirve de parapeto y de refugio. Una isla de Elba voluntaria en la que descansar antes de regresar a la batalla.

Allí, en mi Ítaca particular, aún perviven los rincones que moldearon mi infancia, hasta el punto de idealizar aquellos interminables meses estivales donde apurábamos el día y la inocencia, mientras la adolescencia iba llamando a la puerta un poco más contundente cada mes de agosto donde nunca se apagaba la luz; hasta que los años y la vida terminaron por alejar a la pandilla, que nunca volvió a ser la misma desde que la carta de la muerte se cruzó en nuestro camino, saliendo de forma inesperada en la baraja fatal de la existencia de esa chica que nunca cumplirá los 28.
Entonces ninguno teníamos móviles -ni puta falta que hacía- y las guerras en las videoconsolas que ahora idiotizan a los chavales eran al aire libre con palos que simulaban metralletas y boñigas de vaca lanzadas a bocajarro a modo de granadas de mano. Ahí jugaba un yo que fui, que ya no existe. Como tantas cosas que fueron y que nunca más serán.

Aunque cagatintas sin vocación esputan banalidades y estupideces supuestamente profundas, y en un mundillo editorial en el que cualquier cantamañanas publica libros de autoayuda con misticismo de garrafón y espiritualidad de taza de café, a mí me consuela y reconforta lo más mundano: sentarme junto a mi abuela y escuchar las historias que aún están en su cabeza, antes de que el inexorable diluir de los acontecimientos las borre para siempre.
Historias y hechos que nadie le tuvo que contar, porque los vivió. Guerras que se perdieron (hay que cerrar ciertos capítulos, claro, pero antes conviene leérselos), 
trabajo duro encalleciendo las manos, familias numerosas cuando tres no eran multitud, opiniones reprimidas, esposas abnegadas pero corajudas, una forma de entender todo lo bueno y lo malo de un siglo XX que nos marcó, porque de ahí venimos. Venimos del campo y de la madrugada al cantar del gallo, de las casas sin agua corriente, de la hierba amontonada, la tierra cultivada, los animales como una forma natural de criar y matar, de caminos embarrados donde ahora discurren autopistas.

Y si queremos retroceder un poco más, entonces hagamos hablar a nuestro abuelos de los suyos propios, y nos meteremos de lleno ya en el XIX, en una España que no reconoceríamos y que nos parece tan lejana como la de los Reyes Católicos. Pero está ahí, a la vuelta de la esquina, al doblar la rama de un par de generaciones que escalemos en el árbol genealógico.

Pienso en el tiempo y en esa historia que se extingue y se diluye irremediablemente, la memoria que se mantiene, tenue como la llama de una vela, un segundo antes de apagarse para siempre, llevándose con ella todo lo que conoció; la generación de mis abuelos es el último tercio en pie de un mundo que desaparece, fagocitado por otro, más prosaico, más estresado, que vive para la inmediatez, los estímulos fáciles, el postureo de redes sociales, los sentimientos de usar y tirar, el sexo en pantalla de bolsillo, los viajes low cost a toda hostia para ver sin mirar y fotografiar todo aquello que pronto se olvidará.

Me niego a ignorar el legado de una época y unas décadas que sólo nos parecen fotos que amarillean en un cajón, ropas de otros mundos, recuerdos que se desvanecen cuando ellos abandonan este mundo, a veces apurando sus realidades mientras se marchitan ignorados por familiares egoístas e ingratos. O indiferentes. Indiferentes y desinteresados, que no se acercan con afecto a esas caras curtidas como el cuero que se dobla sin romper, para escuchar todo lo que aún guardan sus vidas, su necrópolis biográfica llena de cadáveres a los que les ganaron la partida, porque aún siguen aquí pero ya tienen a más gente en el otro lado que en éste.

Escuchar y así poder saber de personas que convivieron con ellos en el mismo espacio y al mismo tiempo, revivir las anécdotas de los ausentes, asimilar que otros muchos estuvieron por los mismos sitos que ahora piso, contemplando el mismo horizonte, con parecidos anhelos, inquietudes, tribulaciones, amoríos, desencantos y supervivencias. 
Como todo lo que me rodea. Este mismo trozo de tierra en el que otros se criaron, vivieron y murieron. Padres, abuelos, hermanos de, generaciones enteras que solo son una nota a pie de página en las crónicas. Un breve lapso en el devenir de la historia.
Tal vez nos creamos algo, pero al final nosotros también seremos sombras. Un recuerdo en los labios de nuestros descendientes, una anécdota que contar, una carta en un armario, un nombre que no les diga demasiado.

Y me quedo un rato más en la terraza, creyendo intuir en mi nonagenario abuelo un gesto de ternura. Ya no sé lo que aún pervive dentro de él, pero a veces murmura el nombre de familiares que hace muchos años que transitan únicamente el lugar de la bruma y la evocación. Supongo que para él siguen tan vivos como el postrero día en que los vio, aunque dejen un vacío físico casi lacerante.
Y allí permanezco un poco más, consciente de mi ridícula insignificancia cuando miro el mar que nos sobrevivirá, sonrío y me recuesto sobre la silla, captando en la piel los restos del sol del último verano.

8 de agosto de 2020

"¡Qué escándalo, aquí se mata!"

 

'Artículo publicado originalmente en La Paseata'

Pues sucede que se han alterado, muy vehementes, las almas cándidas del corral progre (¿o es pocilga?) porque Bildu mandaba en un tuit cariñosos abrazos a Josu Ternera, uno de esos purasangre de Sabino que resulta que tenía la fea manía de reventar niños a bombazos.
Esto no puede ser, -decían algunos, desolados- el noble partido proletario de ecología y feminismo, los comprometidos votantes contra la reforma laboral y fieles socios sanchistas, haciendo esto ahora, a estas alturas, cuando ya hemos trazado puentes y hemos perdido los últimos rescoldos de dignidad que nos quedaba, blanqueando su pasado carmesí y lamiendo hasta la nausea sus vascuences culos.

Qué impacto ha supuesto ese
tuit, ese fraternal abrazo a su ex jefe, para los que siguen con la mente en el limbo del relato del “conflicto armado” como eufemismo y las justificaciones siempre en la punta de la lengua. Para los que llevan tiempo empeñados en colar etarra como animal de legislatura; porque Bildu, claro, en realidad es un partido de buenos chicos reformados.

La tendencia homicida de Josu Ternera parece una línea que no están dispuestos a tolerar los guardianes de las esencias morales.
Y es que claro, una cosa es tener de secretario general a Arnaldo Otegi, reconocido hombre de paz, acostumbrado a la deificación y lo más parecido a la reencarnación de Gandhi en la tierra, que secuestró y estuvo en primera línea del aparato militar (pero sus razones tendría), y otra que los de Bildu muestren tan a las claras su querencia por los asesinos de masas. Menuda decepción. No se podía saber.
Casi recuerdan al entrañable, cínico y venal Capitán Renault de la icónica “Casablanca”, cuando, metido como estaba en el ajo, dice que es un escándalo que allí se juegue.

Tiernos bobalicones que llevan años haciendo encaje de bolillos para tratar de vender como algo progresista los privilegios forales, la violencia del rebaño, las supersticiones tribales, el totalitarismo a pedradas, las teorías de limpieza de sangre, genes y cráneos diferentes, la alergia a la pluralidad de ideas y la imposición de una visión monolítica de su sociedad.
Los tontos útiles del nacionalismo han tenido una caída del caballo gracias a que Bildu les ha abierto los ojos a través de una red social. Qué perplejidades nos trae este 2020.
Algunos se lamentaban, otros estaban indignados; los más abyectos aún querían sacar algo en limpio entre los cascotes, explicando el lado amable de Ternera. Que si no era para tanto.




Los indignados lo eran más que nada por tirar por tierra tantas ocasiones que ellos se quisieron poner del lado interior de la Herriko Taberna. De tantos intentos de dulcificar la historia. Indignados por todas las veces que propagaron una imagen de los abertzales como inocuos pacifistas que solo desean vivir con los innegables beneficios de la democracia, y el fascismo españolista les pone palos en las ruedas de su feliz andadura por la luz de la política en armonía y nobles sentimientos.
Indignados, quizá, porque por un breve y efímero instante de clarividencia, fueron conscientes de su trágica ridiculez. De la forma miserable en que se han comportado manteniendo esa equidistancia vomitiva o con un “pero” siempre en la recámara.
Con la realización de cien piruetas argumentales y semánticas para poder aplaudir la manera servil en que Pedro Sánchez cede ante sus amigos nazis.

Es muy esclarecedor descubrir en una encuesta que un porcentaje muy alto de los jóvenes vascos no sabe quién fue Miguel Ángel Blanco, de la misma manera que otro porcentaje altísimo de los mesetarios estúpidos siguen viendo algún aura épica en la sempiterna xenofobia etnocentrista y en los patriotas de la boina. En el descoyuntar nucas a golpe de pistola porque los gudaris no pudieron reprimir las pulsiones identitarias y su orgullo supremacista.

Se han desvinculado tanto de la realidad, han abierto tanto sus tragaderas para zamparse el relato del agitprop hasta el esófago, que cuando los herederos de ETA se muestran simplemente como herederos de ETA, los muy estultos dan la cabeza y murmuran, como Ortega: «No es esto, no es esto».
Sí, claro que es esto. Siempre lo fue, imbéciles.