Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital
Un empacho de cultura popular audiovisual nos lleva a la asignación de roles equivocados y referentes que sólo funcionan como guión ficcionado. El error es que demasiados periodistas se creen que la política es como El ala oeste de la Casa Blanca y muchos políticos se han convencido que lo suyo es House of cards. Lejos de la incontinencia verbal que tienen los personajes de Aaron Sorkin, tan permanentemente brillantes como irreales, y de la atracción que puede despertar el maquiavélico, inteligente y retorcido Frank Underwood, la política real, al menos en España, está lejos de ese glamour que puede llevar a la fascinación por los entresijos del poder y de la corrupción, de las intrigas familiares y mafiosas que Coppola elevó a la categoría de obra maestra en El Padrino, y de los discursos shakesperianos de Brando en su Julio César. Ojalá hubiera un Mankiewicz patrio, con talento para revestir de virtud una época tan grotesca como necia. A Pablo Iglesias le gustaba Juego de Tronos (le regaló la serie a Felipe VI, puede que en una amenaza velada) aunque fue él quien acabaría carbonizado por la Khaleesi madrileña.
Los entresijos de
envidias, chantajes, lealtades, venganzas, egos y ambiciones en los
partidos son algo que provoca perplejidad momentánea y vergüenza
ajena permanente. Casi todo lo impregna la mediocridad. Y al que
despunta le espera, tarde o temprano, el previsible martillazo. A
dónde se ha creído usted que va.
Pero, puestos a reivindicar lo
clásico, uno prefiere cuando se cruzaba el Rubicón dispuesto a
jugárselo todo a una carta contra sus enemigos, y las puñaladas
eran reales y definitivas, no había metáfora alguna cuando tus
opositores y antes amigos te la clavaban por detrás.
La adhesión a
uno u otro bando podía costarte la vida, no sólo temían por el
sillón los pelotas de Twitter, raudos en declarar su apoyo
incondicional e incomparable amor por el contendiente del que depende
su sustento. Antes, al menos, la movida tenía su puntito, ya que los
celos llenaban de cabezas los cestos, a la manera de Enrique VIII.
Y
ya nada huele a podrido en Dinamarca porque la juventud no lee y no
entiende, se la suda Tío Vania y
prefiere Netflix a Chéjov. Que no sin incompatibles, pero es
necesaria una mínima base literaria además de la suscripción a la
plataforma de contenidos. Al menos para interpretar el mundo que nos
rodea e identificar sus carencias, a través de lo que tienes en la
mochila y en la memoria. Los políticos, por lo general, también
leen poco, o leen mal, y no existe hoy una élite digna de
protagonizar crónica social radiografiada por la pluma de un Tom
Wolfe, verbigracia.
El hastiado ciudadano comprueba con pavor que el
esperpento sociata y podemita no tiene el contrapunto en una
oposición con altura de miras.
La zafiedad y la bajeza, la
estulticia con corbata, las declaraciones con aplomo frívolo y
desvergonzado, carentes de ritmo y gracia, y uno piensa, en
melancólica retrospectiva, en lo que podía haber sido España con
una clase política eficaz e ilustrada, o al menos digna, en un país
llevado una y otra vez a despeñarse por el desfiladero de la
historia, en nuestras propias carencias y las ganas de reventar al
prójimo (cuatro guerras civiles entre el XIX y el XX) y que minan
los cimientos donde se sustenta lo mejor de nosotros mismos, a veces
tan acertados, tan luminosos, tan ejemplares cuando peleamos nuestras
propias batallas (literarias, científicas, deportivas,
transformadoras) en solitario u organizados, y lastrados por
cantamañanas sin escrúpulos, saqueadores, rufianes, vendepatrias y
mezquinos, hasta llegar al sindiós que ahora contemplamos, un mal
entremés del Siglo de Oro pasado por el filtro sensacionalista de un
programa de telebasura.