Artículo publicado originalmente en 'La Paseata'
Cuando los lacayos de Hugo
Chávez se enteraron de su deceso, no había consuelo en el mundo
para detener tanto Orinico deslizándose por las mejillas. Habían
asesorado, jaleado y apoyado al tirano venezolano, cobrando por ello
suculentas sumas de dinero manchado de la sangre y miseria de un país
devastado.
No se trataba de inocentes
desconocedores, sus acciones no fueron inocuas: esas muy bien
remuneradas consultorías ayudaron a destrozar miles de vidas,
implantando la represión, la tortura, los escuadrones de pistoleros
de milicias gubernamentales, la brutal demolición de la democracia
que alguna vez pudo ser.
Ocurrió un asombroso fenómeno con la inevitable muerte del barbudo de Cuba. Las demenciales loas plañideras de la nueva izquierda y sus satélites daban tanto asco como vergüenza ajena. Incluso Irene Montero, ese cacho carne con ojos con cartera ministerial, le dedicó un críptico dibujo que parecía manufacturado en alguna clase escolar de plástica.
Con Fidel Castro moría para ellos un héroe. Luego, sin pasar siquiera por el vestidor de la decencia, iban a una charla o a una asamblea de ésas para dóciles sectarios y se ponían a dar lecciones de sensibilidad democrática.
El inmundo partido
político que los chavistas españoles crearon tenía como intención
extrapolar a España aquella experiencia trágicamente revolucionaria
y totalitaria que mamaron en Latinoamérica, además de llenar los
bolsillos de sus dirigentes; ancestral anhelo de los políticos desde
que dedicarse a la cosa pública se convirtió en un excelente medio
de vida y lucro para rufianes, cantamañanas sin escrúpulos,
arribistas, delincuentes de traje y corbata o muy bien estudiado
desaliño.
La violencia constantemente canalizada como modo de hacer política, los mítines vocingleros en el Congreso de los Diputados, las formas bajunas y chulescas, todo ello unido a que siempre se han sentido muy identificados con la barbarie nacionalista, comprendiendo y justificando las acciones de los radicales étnicos en pueblos hostiles, allí donde a los más cafres sólo les falta embestir.
Y nunca salió de sus
viperinas boquitas ni una sola crítica cuando los partidos
constitucionalistas tenían que realizar actos bajo fuertes medidas
de seguridad, apenas escuchados por encima de los berridos de los
retrógrados tribales, los del supremacismo identitario y las teorías
sanguíneas para descerebrados.
Se sentían tan
identificados con los esbirros de ETA que hasta Pablo Iglesias
compadreaba con ellos en las herriko tabernas, elogiando la
perspicacia política de la banda terrorista.
La oda al escrache, la
romántica y falaz idea de “los de abajo contra los de arriba” y
las mil y una formas de buscar eufemismos al acoso puro y duro son
algo habitual entre estos profesionales de la crispación,
ventajistas del odio, defensores de remedios populistas que insultan
la inteligencia de cualquier persona mínimamente alfabetizada.
Usaron a un electorado
aborregado por soflamas televisivas y eslóganes demagogos y
simplistas, para así colarse en las instituciones que anhelan
derruir, llamando “régimen del 78” al consenso democrático, se
alzaron gracias a la desvergonzada politización del cainismo,
azuzaron una retórica del enfrentamiento (alerta antifascista) en un
país que ya de por sí al rival no lo considera un contrincante
político, sino un enemigo.
Poniendo en la diana a periodistas, jueces y particulares. Cruzando líneas de las que luego es muy difícil regresar. Se trató de ver como heroico el ir a la casa de los políticos a crear un cerco en torno a su domicilio. Eso, en una España donde no hace tanto (los que tenemos la memoria de haber leído libros lo sabemos) cuando los del otro lado del conflicto fratricida iban a tu casa normalmente era para sacarte de ella de madrugada y pegarte un tiro.
Las consecuencias de lo
que Monedero y sus compinches activaron fueron hechos tan abyectos
como el zarandeo matonil a una mujer embarazada, reventar charlas
universitarias de todo el que no pensara como ellos, intentos de
linchamiento en manifestaciones del Orgullo, la hostia a un
presidente del Gobierno. El envilecimiento, en definitiva, de una
sociedad que ha visto cómo un partido de extrema izquierda aplaudía
de forma ruin la fractura social y de la convivencia.
Su penúltima infamia fue tachar de montaje la pedrada a una diputada. Ni atisbo de esa sensibilidad feminista.
Su penúltima infamia fue tachar de montaje la pedrada a una diputada. Ni atisbo de esa sensibilidad feminista.
Y ahora, ay, se rasgan las
vestiduras de su fina piel cuando a alguien en un bar (tras tantos
vientos sembrados), con alcohol de por medio e ira contenida, igual
le da por cagarse en sus muertos pisaos.