16 de julio de 2014

El influjo del calor



A veces, mientras los ordeno por maniático y arbitrario orden, me gusta coger un libro de mi biblioteca y abrirlo al azar, y buscar entre las páginas alguna parte que hubiera subrayado, para saber qué pensaba entonces, qué autores leía, el momento de mi existencia en que esa parte en concreto me hizo agarrar el lápiz (siempre hay que leer con lápiz a mano) e intentar destacarla por encima del conjunto del texto. Y del contexto donde me sitúa. Locuciones que luego podrán ser rescatadas para encabezar un escrito, para alumbrar una evocación o para leérselas a alguien. Suelen ser frases de no más de dos o tres líneas, o medios párrafos donde se describe o cuenta algo que hace saltar mi luz verde en la cabeza.
Hay libros de los que recordamos todo, el desarrollo y los personajes, y otros que nos han tocado de forma perdurable aunque su trama haya quedado difusa en la memoria. Pero es imposible rememorar una expresión en concreto o una oración llamativa a no ser que el lapicero haga las veces de buscador de internet. Y aún quedamos personas decentes que no sucumbimos a esa chorrada del libro electrónico ni tenemos vocación de piratas de la literatura, que sabemos que los libros hay que palparlos y olerlos, y que amueblan una casa, una habitación y una vida.
Le echo un ojo a uno de los del señor Faulkner y leo: “Y su hermana, una ancha y fofa muchacha de trece años, de pechos ya redondeados, ojos veteados como uvas de invernadero y boca húmeda y carnosa, siempre entreabierta, se sentaba en su sitio acostumbrado, sumida en la pesada embriaguez jugosa de una carne de mujer joven y exuberante (…)”.
Tenía más o menos la edad de la oronda jovencita que el escritor norteamericano describe en El Villorrio cuando leí la novela. Me hizo sonreír ver aquello marcado. Ya se intuía una clara inclinación por los ubérrimos aspectos de la carne. Era la libido la que subrayaba por mí. Yo entraba en la adolescencia y era verano. La climatología influye en nuestras sensaciones. Son las cosas del calor.

9 de julio de 2014

Paripé



Observo el debate entre los tres afanados candidatos a conseguir la secretaría general del PSOE como el que mira un espectáculo de máscaras, sabiendo que todo es difuso, teatral, ilusorio. Además, ninguno consigue transmitir eso tan elemental para un político llamado carisma aunque su presumible intención sea seducir al votante en potencia.
Pérez Tapias es más gracioso y si acaso Pedro Sánchez parece tener mejor planta, y se supone que ser “guapo” es ya de por sí una estrategia de marketing. Inolvidables momentos vivió un joven y ambicioso Felipe González con devotas señoras de su impoluta figura afirmando a grito pelado “¡Queremos un hijo tuyo!”.
Mientras, las bases socialistas se movilizan para que el triunfo caiga del lado de su favorito. Es todo una campaña de vender imagen y buenas intenciones, claro, tras la recogida de avales y dinero; y aunque en España tenemos nuestra idiosincrasia política castiza y cutre, lo hemos visto miles de veces en series como House of Cards, El ala oeste de la Casa Blanca o The Wire -incluso Juego de Tronos tiene algo del asunto- en el buen cine y en la literatura.
Sólo el que viva en una realidad aparte o en Los mundos de Yupi ignora el proceso y los mecanismos del poder y sus bochornosas tretas de fraude de la realidad.

Sin embargo, sigue siendo ligeramente higiénico que al menos dos de los candidatos a liderar el partido tengan voluntad de primarias, que se haga un sucedáneo de democracia interna que contente a los militantes. Menos es nada.  Peor es el habitual dedazo popular o el “es la esposa o el hijo de”.
Uno ve, por poner un ejemplo sangrante, a Ana Botella y sabe perfectamente que es una nulidad como política y como intelecto, pero -y esto suele pasar entre las de su condición, el elitismo es sólo la mediocridad de lujo- insufriblemente presuntuosa, recibiendo las críticas con esas muecas burlonas y capeando los padecimientos de la ciudad con indiferencia altanera. Está ahí por lo que está, como tantos y tantos otros. Teniendo, todos ellos, la poca vergüenza de creer después que representan al ingenuo ciudadano, que están legitimados por las urnas, para representar en realidad únicamente sus intereses.

5 de julio de 2014

La verdad



En -por desgracia- demasiadas ocasiones es una fatigosa tarea tratar de hacer entender unos conceptos que a uno le parecen tan elementales, tan básicos en su completa normalidad.
No es habitual que la gente cercana a la que aprecias, o con la que compartes momentos y existencia, posean la misma idea del inconformismo, de la provocación real y demostrada que supone la absoluta libertad de pensar por uno mismo, o al menos intentar  acercarse lo máximo posible a esa quimérica idea.
Tampoco es recomendable querer imponer esos puntos de vista o certezas vitales a las personas con las que profesas cariño mutuo, con las que conviene la prudencia, la paciencia y la delicadeza; sabiendo que nadie tiene el don de la veracidad, sin ser por ello esto una defensa del relativismo.

Es irrefutable la certidumbre de que sin prensa libre no existe democracia que valga. El problema está en las ambigüedades y recovecos, prismas y aristas, que puede adoptar esa supuesta libertad o la ausencia de ella.
Si consideramos viable que los grandes medios de comunicación escrita de este país (pese a la pluralidad) pertenezcan a la banca privada, y que las grandes firmas y buenos profesionales que normalmente allí trabajan vean estrecharse cada vez más sobre ellos el cerco de la censura. Que las argumentaciones discordantes o críticas con, por ejemplo, nuestra ínclita familia de sangre azul y derecho divino, ocuparan discretas columnas interiores en esos periódicos, pero la portada, el fuerte impacto de la línea editorial, sea siempre acorde a las normas impuestas, a la orden del servilismo más rancio, del compadreo con la corrupción que es a la vez sustento del status quo imperante. Si no nos acercamos a esos medios con la lucidez del que sabe quién maneja los hilos, si no adoptamos una postura crítica con vocación reflexiva hacia el gran caudal de información que diariamente nos llega, es imposible alejarse de la tentación del pensamiento sesgado, el manejo de la opinión; de que nos puedan las más bajas pasiones de nuestro carácter tan español.
Sólo hay que tender bien la oreja en la tertulia de cualquier barra de bar, en reuniones de amigos en alguna terraza veraniega: la repetición sistemática de clichés y lugares comunes, la mimética entre esas frases y las de famosos tertulianos (o charlatanes, casi siempre lo mismo), la bronca a las primeras opiniones cruzadas, la ausencia de ideas o argumentaciones propias que vayan más allá de la mera reproducción de verdades adquiridas hace cinco minutos.

Y cabe recordar lo que escribió el incisivo Nietzsche en una de sus obras tardías: “La libertad de toda clase de convicciones forma parte de la fuerza, la facultad de mirar libremente (…) La verdad no es algo que posea una u otra persona; tan sólo piensan de ese modo los paletos “.