3 de septiembre de 2018

Estado de Derecho y cultura democrática

Artículo publicado originalmente, salvo pequeños cambios, en La Nueva España.






¿Cómo se atreve a esgrimir ante este tribunal el argumento de la actitud del vecindario? La ley no se somete a nadie, ni cuando son pocos ni cuando son muchos.
Tom Wolfe- La hoguera de las vanidades.

Sin entrar a valorar los hechos ocurridos y la naturaleza animalesca de los acusados, y más allá de análisis de tipo jurídico que tendrán que cotejar los profesionales pertinentes, parece que si algo ha dejado al descubierto el caso de La Manada es que hay una parte de la sociedad española que, para desgracia de todos, no está preparada para un Estado de Derecho dentro del marco de una democracia moderna. Que no está capacitada, por ignorancia o desidia, para el respeto a las instituciones que garantizan la maquinaria de los Estados surgidos de la caída del Antiguo Régimen.
Que el mismo día del fallo de la Audiencia de Navarra, ya hubiera una jauría de gente concentrada en distintos puntos de España, sin haberse leído la sentencia (aún no había sido ni publicada), evidencia el desprecio popular a los cauces legales habituales y el triunfo, con toda la bajeza que implica, de los instintos primarios, la desinformación y la cultura del linchamiento. Manifestaciones posteriores con la cara del juez del voto discrepante puesta dentro de una diana, ante la perplejidad del resto de ciudadanos, hizo por un momento tambalearse las estructuras del poder judicial y la separación de poderes, zarandeadas por el ímpetu descontrolado de la masa enardecida que no entiende ni atiende a razones, movida por los prejuicios y la propaganda, incapaz del más mínimo análisis serio y de tener una opinión propia más allá que la mayoritaria que imponen algunos medios de comunicación, interesados sólo en mediatizar casos concretos.

Un hecho grave y parecido es el resultado del juicio de Juana Rivas. Usada hasta la arcada para sus perversos fines políticos, el caso de esta mujer huída de la justicia y acusada de secuestro de sus hijos ha servido para canalizar la ira del populacho radical. Por las redes circulaban los datos personales del juez que dictó sentencia.
Que los jueces puedan convertirse en los nuevos objetivos es tan incontestablemente grave que es el Gobierno el que debería tomar medidas en defensa de la democracia, en lugar de echar más leña al fuego de la barbarie con declaraciones que sólo evidencian su estúpida complicidad. Azuzando a que las huestes furiosas ocupen los espacios urbanos para sus campañas de agitación. Creyendo, esa multitud, entre reacciones iracundas y pancartas bochornosas y vulgares, que el Poder Judicial es algo que pueda ser permeable desde la plaza del pueblo por una turba de imbéciles. Gentuza irresponsable que trata de poner en tela de juicio las elementales reglas por las que se rige una nación. A Woody Allen quisieron desterrarlo para siempre de las calles de Oviedo sin haber sido siquiera procesado en su país. Y es que, habitando en una geografía moral e intelectual muy alejada de los primigenios movimientos feministas de momentos históricos, estamos viviendo momentos histéricos, además de soportar el resultado de la aplicación a rajatabla de la ideología de género, cuyo exponente legal es la zapateril e infame Ley de violencia de género, donde, vulnerando todos los derechos básicos y principios legales, un hombre es culpable hasta que no se demuestre lo contrario.

Preocupa, así mismo, la persecución a las opiniones discrepantes y la violencia impositiva que poco a poco se va adueñando de las facultades y lugares de estudios superiores. Que haya salones de actos donde no se pueda celebrar, por ejemplo, un homenaje a Cervantes. O donde un profesor no pueda emitir, dentro de la libertad de cátedra, un punto de vista que sea susceptible de considerarse como “ofensivo” para los indignados de vocación y las almas cándidas.
Eliminando de los centros los debates abiertos, plurales y en libertad, corremos el riesgo de acabar como en las universidades de EEUU, donde la dictadura de lo políticamente correcto ha parasitado todo, apropiándose de esos espacios que antaño eran intercambio de conocimientos y sede intelectual. De hecho, en nuestro marco político, tienen una presencia bastante importante una serie de individuos salidos de las universidades donde entre sus actividades constaban los boicots a las conferencias con las que no estuvieran de acuerdo ideológicamente, atacando frontalmente a la libertad de expresión y de pensamiento.
En este tiempo de canallas que vivimos, donde señalar lo obvio se puede convertir en un acto subversivo, fortalecer los ideales nacidos al calor de la Ilustración, frente a la cacería iniciada contra las libertades básicas por parte de los populismos y extremistas, se presenta como necesario y urgente.

Para muestra paradigmática, el conflicto con los nacionalismos. La figura mezquina de los equidistantes es de la más despreciable. Las que hablan de “conflicto” como si fueran dos partes en situación de ponerse a ambos lados de una misma balanza. Ignoran los bienintencionados de alguna irreconocible izquierda y los tontos de carrito que el derecho a decidir es la base de toda democracia, lo que no existe es el derecho a decidir quiénes no tienen derecho a decidir. Que una comunidad autónoma no es autónoma al margen de las demás para decisiones que afectan al cómputo de los ciudadanos. Y que en un país avanzado, sus primos políticos, en camarilla mafiosa, no pueden esperar a un magistrado a la salida de un restaurante.
O, para los fundamentalistas de pila bautismal, que las creencias privadas no pueden interferir en la vida pública ni pretender vertebrar moralmente a la sociedad, y que los asuntos de la moral no tienen ninguna validez legal. Pero eso ya sería para otra ocasión.