Artículo publicado originalmente en La Nueva España.
No fue un trago fácil de digerir para los que habían mandado en Andalucía durante casi cuatro décadas. Diciembre de 2018, el régimen tan longevo como corrupto, edificado con entramado mafioso, especulación y barbarie urbanística, veía acercarse su final y Pablo Iglesias, entonces todavía chico de moda en los estercoleros políticos del nacionalpopulismo de extrema izquierda (donde tantos se postraron), lanzaba con su habitual pose teatral su “alerta antifascista”. El resto es conocido: autobuses fletados rumbo a Sevilla, manifestantes rodeando el Palacio de San Telmo en la toma de posesión del nuevo Gobierno, grupos del ultrafeminismo más demencial y sectario desgañitándose por el advenimiento del nazismo y porque les iban a cancelar los talleres de género, los cursos de nuevas masculinidades y las charlas escolares de “Mi amiga la vagina”. O porque veían peligrar un negocio tan lucrativo como infame, que todo puede ser.
Entre los que compartieron eso de la “alerta antifascista”
nunca tuve claro si eran desnortados de fanática determinación
adocenados por la izquierda ovejuna o eran bobos sin mayor misterio.
Protestar porque se descabalga del poder a los perpetradores del
mayor latrocinio político de la historia de la democracia tiene que
implicar algún lugar de honor en el salón de la fama de las
mezquindades. Es tener la brújula moral tan estropeada que no te
sabes situar bajo ningún contexto, y ante los de los berridos
callejeros por unos resultados electorales, el espectador perplejo
nunca sabe si son gente de mala baba o tontos de babero.
Lo cierto
es que la vida siguió y la economía regional floreció a duras
penas bajo el mandato de Moreno Bonilla, el hombre tranquilo, y los
doce escaños de Vox no supusieron un brote de misoginia desbocada,
de homofobia por las calles (para eso ya está Madrid, bien lo saben
en La Sexta) ni las mujeres tuvieron que volver a recluirse en la
cocina y en sus labores de costura. Lo que demuestra que si el
tremendismo es marca habitual de la nueva política, también lo es
la estupidez.
En Asturias sabemos de socialismo empobrecedor
primo hermano del sindicalismo trincón (¡ay, Villa!) y si el
andalucismo en su vertiente regionalista no deja de ser un penoso
intento de reivindicar algo tan inverosímil como un al-Ándalus de
convivencia exquisita entre tres religiones (cosa ya negada por
cualquier historiador serio), el asturianismo y sus folclóricos
representantes se dejan querer por Adrián Barbón (y el sentimiento
es mutuo) y por ese PSOE que si te despistas te hace cooficial el
bable. Lo del bable como forma de subirse a un carro pecuniario lo
apoyan mercachifles de cierto submundo cultural, admiradores de
Bildu, algún cateto despistado, grupos de música que venden
independencia astur ya peinando canas, algún cómico sin gracia y
poco más. Pero a Barbón le gusta eso de las identidades como a los
andaluces les gusta mentar a Blas Infante, otra figura a
desmitificar.
Esa criatura difícil de catalogar (más allá de
bajuna y fajadora) que es Teresa Rodríguez le dijo a Macarena Olona
(nacida en Alicante, de abuela andaluza) que no tenía todo en orden
para presentarse por esa Comunidad porque “no había respirado el
mismo aire”. Al Rh negativo abertzale se le une el N2 y O2 del aire
más allá de Despeñaperros.
Con la resignación adecuada, uno puede
conseguir no tomarse demasiado en serio los rebuznos de estos
cerriles que no saben qué viento les ha dado. Cada nacionalista, sea
euskaldún o andalusí, quiere reivindicar sus particularidades
identitarias, cuando la única característica que les une a todos es
la idiotez supina.
Regresan las urnas a Andalucía y parece que ha pasado una eternidad. En la última ocasión aún no se había producido el abrazo entre Sánchez e Iglesias, la catastrófica y negligente gestión de la pandemia, el indulto a los golpistas catalanes y el obsceno blanqueo de los legatarios de ETA. Y no había avanzado con tanta virulencia censora la marea 'woke', con los impulsos inquisitoriales, el feminismo puritano y la ideología de género movilizándose sólo por los crímenes de los que pueda sacar rédito político.
Adriana Lastra, ese otro
prodigio de la política socialista y asturiana, ya ha amenazado con
salir el lunes a la calle (otra vez) si las urnas no les bendicen con
el milagro de los votos, para que así puedan multiplicar los panes y
los peces entre los suyos quitándole el sustento a los parados, lo
que, bueno es admitirlo, fue llevar la corrupción institucional a
otro nivel.
Esta vez la alerta antifascista nos pillará a (casi)
todos con algunas inocencias perdidas.