3 de octubre de 2011

De arrugas y coraje



Estoy preocupado porque me dicen, cuando llamo por teléfono, que últimamente no tiene demasiadas ganas de hacer cosas, que para lo que le queda, y después de pasarse la vida trabajando, prefiere descansar, casi dejarse llevar. Y eso me produce enorme angustia si viene de alguien que gozó siempre de una extraordinaria vitalidad y una sustancial sinceridad para llamar a las cosas por su nombre.

Mi abuelo pertenece a esa añeja clase de asturiano sencillo, honrado y duro. De cuando se nacía y se moría en casa.
Cuando voy a pasear con él por los senderos tranquilos de la costa en la que ambos nos criamos me gusta imaginar tiempos perdidos entre sus gestos y palabras. Tiene la piel morena curtida como si fuera cuero viejo y unas grandes manos ásperas que aún pueden descoyuntar una tierra rebelde. Y vamos caminando a la brisa de ese mar que tantas vidas ha visto pasar o se ha llevado, en el que él posa sus ojos mientras habla de anécdotas que parecen tan lejanas, y de vez en cuando se detiene y observa absorto un rompeolas o una franja de tierra en el horizonte, con la mirada callada, pensando tal ve en un acontecimiento escondido en la memoria, o buscando una explicación de algo ocurrido hace demasiado tiempo.

No pudo permitirse una educación superior en aquella España oscura y triste de necesidades y trabajo precario, pero, aunque nunca haya pisado una biblioteca, tiene esa sabiduría innata que uno admira y de la que se aprende en silencio respetuoso, ese conocimiento que no se adquiere en los libros y sin embargo responde a una ancestral y sabia lucidez que aporta haber vareado las crestas de 82 inviernos y ser uno de los supervivientes de otra época, de los años del miedo y el silencio, cuando había que tener mucho cuidado de lo que se hablaba en casa, no sea que estuviera cerca algún somatén o un vecino cabrón que te denunciara a la Guardia Civil y entonces te inflaban a hostias. Porque en los pueblos todos se conocían y todos habían visto a vecinos acabar con sus huesos en una celda o ser sacados de sus camas al amanecer para pasar a formar parte de una fosa común. Lo único que hacía falta era un chivato que te señalara. Y desde siempre hubo miserables dispuestos a apuntar con el dedo en la mezquina y beata España profunda.

Basta con tender bien la oreja a lo que los mayores tienen que contar, cuando hablan entre arenas de tiempo, para saber que entre sus recuerdos difusos de lóngeva intensidad está la verdadera memoria histórica, que su lucha anónima por sobrevivir y además hacerlo con dignidad es la de tantos otros, ancianos valerosos y sabios de gesto sereno que te aún te pueden partir la crisma si se te ocurre hacerte el gracioso y soltar esa infamia de: “Con Franco se vivía mejor”.

Aquellos hombres y mujeres del entorno rural o industrial para los que sus manos y su coraje eran el sustento vital, y que de verdad sabían lo que era echarle a la vida un par de cojones.                            
Mi abuelo, junto con su mujer, con la que lleva más de medio siglo (se dice pronto, así, de corrido) sacó adelante una casa, unas cuadras y unas tierras regadas a menudo con sudor o sangre, y ambos dieron sus mejores años para que sus hijos fueran al colegio y a la Universidad, para que tuvieran la oportunidades que ellos no pudieron tener porque resulta que había que sobrevivir, con la fe en sí mismos como única fe y  el coraje y una reposada resignación como aval para comer a diario.

Recuerdo cómo de niño me hablaba sin concesiones, con el cariño que esconde la dureza. Esa rigidez autoritaria de los labradores, capaz de bajar a todos los santos del cielo en blasfemias rápidas y contundentes porque te habías equivocado en la herramienta del campo que te reclamó, y en vez de la pala de pinchos le llevaba la fesoria.

Le vi matar animales por pura cuestión funcional, con ese sentido práctico de la gente campesina, para los que lanzar al río una cesta de gatos recién nacidos significa unas bocas menos que alimentar, aunque sean las de unos felinos; o cortar de un hachazo la cabeza de una gallina por la mañana conlleva comer pollo asado al mediodía.
Ahora se conforma con disfrutar de una botella de sidra en las comidas y que los fines de semana vaya la familia a verle, y que, encima, le manden salir fuera de casa los domingos cuando quiere fumarse un puro.

Con estas líneas únicamente brindo mi pequeño homenaje a él y a todos los abuelos, en una época de valores de usar y tirar donde se impone la fugacidad de las cosas y nada permanece, donde habitamos como si fuéramos a estar aquí para siempre o hubiéramos inventado el mundo, bobos seguidores de modas técnicas y elementales, alimentando una anemia cultural, absortos creyendo que nunca vamos a envejecer, sin pararnos a recapacitar que no somos gran cosa y que probablemente no tenemos más voz que la voz que ellos tuvieron. A esos abuelos que sustentan en las arrugas de sus ojos cansados las huellas de nuestro pasado, que se debe conocer y valorar, aquellas generaciones que supieron lo que es pelear de verdad por cada eslabón de la vida y aprendieron a pesarla por lo que cuesta, y ahora encienden un puro y rodeados de sus recuerdos miran hacia el mar en silencio, buscando la serenidad para el último tramo.