16 de marzo de 2017

Paraíso...


Uno de los engaños más bochornosos que los jerifaltes del nacionalismo catalán tratan de perpetuar entre generaciones de ciudadanos predispuestos al lavado de coco es la representación de la gran Arcadia bucólica que sería esa Comunidad Autónoma si rompiera con las imposiciones de las Españas. Una república estelada ideal donde no habría escabechinas fiscales, ni corruptos mesetarios, ni animales cruelmente maltratados para entrentenimiento de la chusma.
En realidad, una huida hacia adelante para tratar de escapar de una Justicia que persigue sin mucha convicción a la mafia del 3% y el enriquecimiento de una antiguamente honorable familia.
En el intento de eludir sus responsabilidades por la actividad delictiva que desarrollaron, han envuelto a varias generaciones de catalanes en la bandera, y al mismo tiempo que la ondean, azuzan prejuicios, confrontaciones territoriales, odios infundados, vilezas históricas convenientemente manipuladas y todo un arsenal ideológico que, a pesar del argumentario pueril y sin soporte vigoroso más allá de la endofobia, el acicate de las masas y la exaltación patriotera en modo regionalista, de manera inevitable siempre acaba derivando en una forma de totalitarismo, de pensamiento excluyente que puede tornarse violento hasta el fascismo, a tenor de varios ataques registrados.
Asusta ver la juventud de los violentos asilvestrados, operando contra el charnego, bien en la cloaca en que se han convertido ciertas universidades o por libre en la calle (no olvidar a las chicas con indumentaria de la Selección nacional a las que ninguna feminista de baratillo tendió su hipócrita mano).

El nacionalismo tiene una parte idiotizadora y una parte mística, de devoción religiosa. Como cualquier creyente, el nacionalista necesita una figura mesiánica que seguir, y blasfemos a los que repudiar. Caído en desgracia el patriarca Jordi, las huestes que esperaban en las inmediaciones del TSJC para mostrar su apoyo a Mas, mártir de la democracia, son los nuevos feligreses de esta aventura tan delirante como peligrosa.

6 de marzo de 2017

El horror



Lo que hace tan terrorífica La semilla del diablo es la capacidad de sugerencia, la intuición de que el mal subyace tras esa adorable e inofensiva pareja de ancianos, su cada vez más inquietante presencia. El horror, el verdadero, se suele esconder sin necesidad de efectismos, bajo las más inocuas apariencias. Es un recurso que en el cine funciona, como bien sabe Polanski, pero también se manifiesta en la vida real, que en demasiadas ocasiones supera a la ficción.

Los restos de centenares de bebés y niños hacinados en una fosa bajo un convento de Galway evidencian una maligna presencia tras esos muros, el carácter religioso y tétrico que tantas veces ampara un silencio mortal. Era un centro de acogida para las impías madres solteras, donde también acudían con sus hijos o en estado de gestación. Aquello que la devota sociedad irlandesa repudiaba.
Dentro del claustro o entorno al hábito se mantenía una de las formas más sutiles de terror, la que ampara el crimen y hace certificados de defunción en nombre de la moral. Es sólo un caso más concerniente a la historia negra de centros gestionados por la Iglesia Católica, pero su conocimiento es sin duda de los más macabros.
Se amparaban en la seguridad, lo clandestino, lo sombrío de sus actos, pero en un Estado permisivo. La misma manera de proceder que las monjas de aquella España negra, colaborando en el robo de niños para entregarlos a decentes familias del Régimen, que sí sabían vivir como Dios manda. Todo sepultado durante décadas bajo el implacable mutismo oficial. Allí donde gritan en balde la voz ahogada de los inocentes.

Los abusos sexuales prolongados y sistemáticos en países como Estados Unidos, Australia, Polonia, Argentina, España o Irlanda señalan de manera inevitable que esos hechos tuvieron que contar con la colaboración o silencio conveniente de las autoridades, protegiendo el corrompido poder absoluto que se ceba con los más indefensos, junto a familias acalladas por el suculento chantaje monetario, compensando con dinero la infancia torturada de sus hijos.
Hoy en día, y con la información desclasificada que se tiene, con tantos sucesos lóbregos y escalofriantes que han visto la luz en proceso de esclarecerse (mas todo aquello que se sabe continúa en las confidenciales tinieblas), los progenitores que siguen entregando a sus hijos a organizaciones de ese carácter, poniendo su educación en manos de gestores de conciencias, pecan también de irresponsable complicidad.
Ya no existe una ignorancia inocente, una sumisión obligatoria, ni el oscurantismo nacionalcatólico se impone con la legitimidad que otorgaba la victoria por las armas.

Las religiones suelen acarrear con ellas una serie de atrocidades, al coartar las libertades individuales, y tratando de ganar la batalla por el dominio social, desde las exigencias catequistas más blanquecinas, pasando por el dogma en el pensamiento, hasta el control absoluto de la persona. Sin entrar en el terreno de las violaciones, mutilaciones y desmembramientos que aún hoy se siguen practicando a lo largo del mundo en perversiones teocráticas.
Por eso, acostumbrados ya a la cada vez más extinta figura del meapilas patrio, de caspa conocida y mentalidad cerril dentro de un intelecto no especialmente robusto, es tan grande la perplejidad al constatar en España el surgimiento de un nuevo elemento: el idiota que dícese progresista moderno y mantiene sin embargo una labor abyecta como tonto útil del Islam, cuando no directamente quintacolumnista del fundamentalismo; olvidando, al tener sólo un dedo de frente, la deriva hacia la involución que supone dar cobijo a una de las más mezquinas formas de represión comunitaria.
El sueño de la religión produce monstruos.