15 de enero de 2016

Para lo bueno y lo malo





Es Quentin Tarantino un director que mira a sus criaturas cinematográficas como un niño observa extasiado el escaparate de una juguetería. Y que luego entra con la furia y el vigor de un elefante en una piscina de bolas. Dispuesto a pasarlo bien a lo grande. Convertido en un icono para los modernos, es un cineasta cuyas referencias son el spaguetti western, el cine B y el oriental de artes marciales, y sin embargo sabe como nadie hacer un cine para mayorías (después de haber reventado su propia visión del independiente con Pulp Fiction).  A veces se excede y queda cercano al esperpento, como en Malditos Bastardos, y otras, cuando está contenido y filma con mesura, consigue sus mejores resultados, como en el caso de Jackie Brown.
En Los odiosos ocho hay menos referencias a Sergio Leone de las que se esperaría, y ni siquiera el ambiente, un frío invernal que hiela hasta los huesos, se le parece a un western.
Con su habitual buen ojo para el reparto, consigue reunir a un buen elenco de habituales para participar en las travesuras, y cuenta con un Samuel L. Jackson ya entregado a la causa tarantiniana y de la Unión, y que además protagoniza con el grandísimo Bruce Dern (anciano General Confederado) una provocadora escena de relato estremecedor y brutal.
Se le otorga un papel protagonista al siempre curioso Walton Goggins, un rostro inconfundible que se hizo conocido en series como The Shield y Justified. Ambos comparten diligencia con Kurt Russell, un cazarrecompensas que tiene la intención de cobrar por llevar la horca a una magullada Jennifer Jason Leigh.
El maltrato y las agresiones a la mujer son continuas, algo que sin duda haría las delicias de Sam Peckinpah, aunque deja algunas escenas incómodas.
El entorno es hostil y brutal, incluso cuando llegan al refugio, la crudeza y la violencia laten en cada plano, y se desarrolla una visión racial entre las irreconciliables dos Américas, al poco de finalizar la Guerra de Secesión.
Los odiosos ocho es muchas cosas a la vez, y no necesariamente contradictorias. Es puro Tarantino para lo bueno y para lo malo. Es una película larga e imperfecta, y a su vez muy bien concebida, inteligente, con un talentoso sentido en el orden de la estructura, un western teatral, un thriller psicológico con un privilegiado manejo de la intriga, una obra de misterio con violencia y sangre descarnadas, proclive a los excesos (balas de 1870 que revientan cabezas de cuajo, sobrecarga de testosterona, inocentes ejecutados) pero de impecable factura técnica. Ambiciosa y de pretensiones transgresoras, los diálogos llevan la firma de su reconocible autor.
La resolución es digna de Tarantino, y aunque los menos afines al director quedemos saturados después de dos horas y 45 minutos de metraje, sin duda es una película que dejará satisfechos a sus múltiples seguidores.