En las pasadas fiestas navideñas, los tan antisistemas como oportunistas miembros de Podemos Asturias, con Sofía Castañón haciendo las veces de portavoz en el campo semántico del ridículo, enviaron por redes sociales un mensaje por tan entrañables fechas, en una llingua que le reclamaba forzar el aparato fónico, brindando todos ellos por el albor de una tierra edénica llamada república asturiana.
Los derrapes
sentimentales sobre el terruño pueden ser inocuos o peligrosos,
según el nivel de avería mental y los abismos de la emocionalidad
más primaria. Imaginar feudos norteños que combaten al Borbón como
combatieron al emperador Augusto, con el bable oficial obligatorio
(disculpen la redundancia) y encabezado por el tropel podemita parece
una simpática majadería, una deformación infantil de la mirada,
que nadie con la testa amueblada puede tomar en serio, salvo por el
nada despreciable detalle de que parasitan los presupuestos y están
en la vida política y en los cenáculos del poder porque son esas
ocurrencias las que les garantizan el parné.
Todo deja de ser
broma cuando las algaradas ideológicas más rocambolescas se
financian con el dinero de los demás, una vez que entran en el
sistema, la trituradora que todo lo mezcla y confunde.
Las
utopías identitarias de república e independencia siempre delimitan
con otros separatismos xenófobos. Por eso Pablo Iglesias se sentía
en el Congreso tan cómodo con Rufián, y el simpático charnego
Gabriel no tiene reparos en mostrarse en carantoñas con Otegi, ese
hombre de paz.
El hecho diferencial de cada trozo de greda no
encuentra impedimento cuando lo que les une a todos es la
hispanofobia y un etnonacionalismo tan particular como común en su
inquina biliosa.
El separatismo golpista catalán es compañero
de viaje en la coalición que formó Sánchez con retales de las
peores especies parlamentarias de lo que ellos llaman estado español.
Están los históricamente sediciosos de ERC, los proetarras de Bildu
y su versión light: un Podemos populista de un semoviente
encabezado por esas dos monstruosas cumbres de la indigencia
intelectual que son Belarra y Montero (una izquierda que se dice de
progreso y luego es secesionista y astróloga, amén de tan
deplorablemente limitada) permitirá que Puigdemont, que huyó en un
maletero y volverá como Wellington de Waterloo, consiga la
reparación y la inmunidad, ya como ciudadano exento del rigor de la
ley penal, pero no libre de lo que es: altivo, cobarde,
mezquino.
Aunque en las filas moradas, abolir el delito de
sedición no altera en Irene y sus amigas la cósmica armonía, y a
Sánchez le vale en tanto siga aferrado al poder que ostenta
regocijado en su atrevimiento y su desvergüenza, la impunidad de los
golpistas catalanes es algo que produce rechazo en cualquier
sensibilidad ciudadana aún no podrida.
Porque absuelve también a
los perseguidores, a los que vigilan la osadía lingüística de los
patios escolares, dispuestos a señalar, amargar el presente de los
que se niegan a ser excluidos, los que buscan una heterodoxia que
desafíe el rodillo: el turbio dominio del supremacismo que impone y
avasalla con toda la fuerza que tienen las causas irracionales.
Ofrece indulto velado a la violencia promovida por las instituciones
catalanas, las turbas asaltando edificios, al acoso a los policías y
guardias civiles.
Traiciona también a los catalanes que
asumen el coste de enfrentarse a esa debacle moral, a la chifladura
de los exaltados de los que hablaba Unamuno, los que enarbolan
agravios inventados y perturban la convivencia, haciéndosela
imposible a quienes se niegan simplemente a callar y agachar la
cabeza, y a todos los españoles que ven de forma constante su
integridad territorial atacada, la herida ancestral. Que observan a
parte de la supuesta sociedad más avanzada de Europa convertida en
una horda.
Pero, por encima de cualquier cosa, no podemos
claudicar ante el relato gubernamental y sus indeseables socios;
dejar que siempre ganen los malos, que todo se difumine en un
relativismo como hacen en el País Vasco, donde ya parece que el
asesinato de tantos inocentes fuera una cosa de culpas repartidas.
Puede que nos quede la pataleta, alzar la voz. No renunciar a
escribir. No dejarles a estos payasos la exclusiva de la narración
del tiempo que hemos vivido.