25 de agosto de 2017

Algo habrán hecho


 
 
A pesar de que para la mayoría de la población, asesinato, barbarie o terrorismo son conceptos perfectamente definidos, los mismos se han visto desdibujados hasta límites irreconocibles en los últimos días, siguiendo la pauta por la que nos hemos ido deslizando poco a poco, en una deriva siniestra.
La sensación es que la imbecilidad es un potente estimulante que los populismos y nacionalismos inoculan en la población, y que es en los casos excepcionales donde se deja entrever, por la rendija minúscula del círculo privado o por el amplio escaparate de internet y las redes sociales, las distintas reacciones que las personas tienen ante un mismo hecho, y cómo sus juicios personales o su sensatez se ven mermados por esos venenos tal vez contagiosos que son la propaganda y la memez.
Los trágicos acontecimientos de la semana pasada en Barcelona fueron un ejemplo extremo de ello. Algo que en un principio debería unir a la sociedad en una causa común y apelando a su espíritu cívico más allá de litigios, rivalidades provincianas e identidades excluyentes (diferenció el consejero de Interior catalán entre muertos locales y muertos “españoles”, esa infame categoría de víctimas de primera y víctimas de segunda que por desgracia hemos visto otras veces) ha permitido que algunos se revuelquen en su propia idiocia, mostrándola en todo su esplendor, imponente, hermosa como un gorrino bien cebado. Sigue causando perplejidad el desvergonzado desparpajo con el que ciertos personajillos hacen gala de burricie desprovista de pudor. Una apología de las limitaciones propias que se lleva a cabo sin reparos, como el rey que se pasea desnudo y seguro de sí mismo entre la población, sin saber que está en pelotas.
Además del habitual grupúsculo de desequilibrados con sus muestras de xenofobia, hubo quienes, con los muertos aún sobre las aceras de las Ramblas, se apresuraron en buscar justificaciones de emergencia, con esas sospechosas prisas que les entran para tratar de excusar lo inexcusable, aún con todas las incógnitas abiertas. Y es que no había frenado todavía la  furgoneta y ciertas alimañas especialistas en lo inoportuno ya sacaban a colación la foto de las Azores (la pequeña localidad marroquí de Mrirt, donde nació Younes Abouyaaqoub, está a 6.500 kilómetros de Bagdad).
Tratar de mantener una equidistancia entre el terrorismo islámico y las sociedades que desean exterminar es un grotesco acto de irresponsabilidad, transmitiendo ese mensaje inquietante donde parece que la culpa recae en todos menos en los terroristas y sus líderes reclutadores.
La maldad innata del integrismo yendo de la mano del cretinismo y vileza de cierta izquierda, como se dio cuenta en su momento la mítica periodista y escritora italiana Oriana Fallaci, que conmocionada ante tales alianzas imposibles, escribió algunos de los textos claves para digerir esa asociación o esa fascinación mutua entre el Islam radical y los movimientos antisistema, o incluso entre cierta progresía impresentable.

Abundaron así en las redes las reacciones momentáneas y dogmáticas, bilis lanzada a bocajarro por individuos sin capacidad alguna de aparejar un discurso razonable, más propias de coléricos impulsivos e ignorantes, que es la infantería de ocasión de ciertos responsables políticos que mediante la Fundación Nous Catalans (creada por Artur Mas) prefirieron apostar por una inmigración islámica descontrolada pero fácilmente permeable al nacionalismo, mientras se discriminaba a cualquier hispanoparlante que llegara del otro lado del Ebro, convirtiendo así a Cataluña en el mayor foco de radicalización salafista de toda España, y dejando a la población sentada sobre un polvorín que tenía toda la pinta de estallar. Pero nunca a ellos, claro, pues están seguros más allá de bolardos inexistentes y medidas de seguridad desoídas; unos excrementos políticos que, por desgracia, no podrán ser juzgados por estupidez criminal.