Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital
Sigo con el máximo interés y expectación las intervenciones públicas de Irene Montero, desde que sólo era una figura emergente en el partido, cuando fue puesta de portavoz consorte y adorno ornamental en detrimento de Tania Sánchez (contendientes caídas en liza por el amor del líder) y pasando por la entronización en Igualdad y la forma en que se pergeñó el crimen masivo del 8-M de 2020. Esa desenvoltura con la que admitía que sabían del peligro pero que siguieron adelante pero con la mano no, superfuerte tía.
Todo es fascinante en esta
joven activista sentada a dedo en el Consejo de Ministros, empezando
por ese discurso afectado, con el gesto taciturno y su absoluta falta
de complejos intelectuales, la seguridad desternillante y un poco
lastimosa con la que expande su retórica victimista, los imaginarios
enemigos externos (ultraderecha, terrorismo machista) con los que se
cree en abierta batalla; la forma en que va colando eslóganes
falaces pero muy peligrosos, sobre todo si son creídos por otras
criaturas desvalidas culturales como ella.
Observo con suma
atención la manera en que se cisca en el idioma y en el lenguaje con
singular desparpajo e inventiva, desprecia todo lo que mínimamente
pueda sonar a sentido común o reglas semánticas, deja perplejos a
los periodistas que cubren sus intervenciones con alguna
contradicción sin mediar más que unos segundos. Vive en un universo
paralelo y maniqueo, donde el mal está encarnado por el
heteropatriarcado y otros neologismos cochambrosos. Se ha creado su
propio universo y en él habita. Sólo nos queda contemplar
asombrados.
Me regocijo compartiendo sus ocurrencias con otras
mujeres; veo, con vocación sociológica, la perplejidad e impotencia
con que las muchachas inteligentes a las que nadie necesita pastorear
desde un enajenado ministerio encajan cada nuevo dislate. Pero ellas
no se ríen. Encuentran indignante lo que a mí me parece tan
interesante como divertido. Es verdad que fuera de la cohorte de
palmeros y de enchufados al ministerio con cargo al presupuesto, no
se me ocurre a nadie a quien Irene Montero pueda representar, o al
menos a nadie que no vea la vida desde el prisma viciado del
fanatismo vía subvención; pero precisamente por eso me parece tan
cautivador todo lo que la rodea.
Montero es una fuente
involuntaria de comicidad, aunque a veces empuje a la compasión,
pues acostumbra de forma asidua a romper a llorar, lo que indica
nervios destrozados por algún macho alfa de los que no hacen
prisioneros.
Fuera de las declaraciones oficiales, es vocinglera,
bajuna, se comporta y se expresa con la impericia de una choni
escandalosa hasta en la tribuna del Congreso,
y me pareció muy significativa la forma en que trataba al servicio
doméstico, obligando a una escolta a calentarle el coche e ir a por
la comida del perro. Tiene aires de nueva rica, le gusta posar
coqueta y pizpireta en las revistas de moda y lanzar soflamas contra
el capitalismo desde la dacha de Galapagar.
Todo en ella es tan
extremo y tan extravagante que, más que escandalizar, cuando se la
escucha, ante la pregunta de si condena una agresión sexual, decir
que ella “condena el fascismo” (sic) uno solo puede sonreír y
dar la cabeza, como cuando un bebé excesivamente inquieto te
pintarrajea el sofá o hace sus deposiciones fuera de sitio. No
puedes cabrearte, aunque ése sea tu primer impulso. Las deposiciones
de Montero no son tomadas en serio por nadie con más de dos dedos de
frente, y alguien tan maquiavélico y hábil estratega como Sánchez
sabe que tenerla, de momento, ahí, es el peaje que tiene que seguir
pagando por la coalición de los autodenominados progresistas, es
decir, la cuota de ministros impuesta por Podemos una vez que el
asaltante de la Moncloa hubo superado su insomnio.
La cerrazón
ideológica de su delirio ultrafeminista, mezclada con la ignorancia,
hace su agosto en pleno auge de la cultura de la cancelación, esa
asfixia de la razón. Libros, películas, conciertos...todo puede
caer en esta inquisición moderna, que persigue las miradas y castiga
los piropos, regresando así a la más rancia España de represión
en nombre de la moralidad. Por eso nos gusta Montero, porque nos hace
volver, a los que no los vivimos, a los años de la censura y del
miedo. Es un viaje en el tiempo a bordo de su inconmensurable
estulticia.
Y le pone ganas la muchacha, porque para acusar de
maltratador sin pruebas y con sentencia a su favor al ex marido de De
Juana Rivas o montar un caso de acoso contra Calvente hay que tener
unos ovarios muy gordos. No es que le dé igual la presunción de
inocencia, eso ya le queda muy atrás, es que cuando algo no se
adecúa a su realidad, ella crea su propia realidad, y si hay que
echar mierda sobre un inocente, se echa sin rubor ninguno. Para
quitarse el sombrero.
También se aprende mucho si uno se fija en
cómo las víctimas de una violación en manada merecen ser apoyadas
o no según quién sea ella y según quiénes (y de dónde) sean
ellos. Esa mezcla de maldad y estupidez es la que me tiene
embelesado.
Y eso que detrás de esa apariencia de sectaria algo
trastornada hay un porrón de millones para un chiringuito encabezado
por alguien que defiende dictaduras genocidas, que publicó
lacrimosos mensajes en redes sociales cuando Fidel Castro, por la vía
de la edad, tomó el camino del infierno. Y tratas de entenderla
porque todos más o menos tuvimos una época de desconcierto
ideológico donde nos atraía la figura del Che y cantábamos las
canciones de 'Reincidentes'. Lo que pasa que esos desvíos de
adolescencia no costaban a los españoles 500 millones de
euros.
Somos un país con mucho sentido del humor.