17 de noviembre de 2021

Incondicional de Irene Montero



Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital

Sigo con el máximo interés y expectación las intervenciones públicas de Irene Montero, desde que sólo era una figura emergente en el partido, cuando fue puesta de portavoz consorte y adorno ornamental en detrimento de Tania Sánchez (contendientes caídas en liza por el amor del líder) y pasando por la entronización en Igualdad y la forma en que se pergeñó el crimen masivo del 8-M de 2020. Esa desenvoltura con la que admitía que sabían del peligro pero que siguieron adelante pero con la mano no, superfuerte tía.

Todo es fascinante en esta joven activista sentada a dedo en el Consejo de Ministros, empezando por ese discurso afectado, con el gesto taciturno y su absoluta falta de complejos intelectuales, la seguridad desternillante y un poco lastimosa con la que expande su retórica victimista, los imaginarios enemigos externos (ultraderecha, terrorismo machista) con los que se cree en abierta batalla; la forma en que va colando eslóganes falaces pero muy peligrosos, sobre todo si son creídos por otras criaturas desvalidas culturales como ella.

Observo con suma atención la manera en que se cisca en el idioma y en el lenguaje con singular desparpajo e inventiva, desprecia todo lo que mínimamente pueda sonar a sentido común o reglas semánticas, deja perplejos a los periodistas que cubren sus intervenciones con alguna contradicción sin mediar más que unos segundos. Vive en un universo paralelo y maniqueo, donde el mal está encarnado por el heteropatriarcado y otros neologismos cochambrosos. Se ha creado su propio universo y en él habita. Sólo nos queda contemplar asombrados.
Me regocijo compartiendo sus ocurrencias con otras mujeres; veo, con vocación sociológica, la perplejidad e impotencia con que las muchachas inteligentes a las que nadie necesita pastorear desde un enajenado ministerio encajan cada nuevo dislate. Pero ellas no se ríen. Encuentran indignante lo que a mí me parece tan interesante como divertido. Es verdad que fuera de la cohorte de palmeros y de enchufados al ministerio con cargo al presupuesto, no se me ocurre a nadie a quien Irene Montero pueda representar, o al menos a nadie que no vea la vida desde el prisma viciado del fanatismo vía subvención; pero precisamente por eso me parece tan cautivador todo lo que la rodea.

Montero es una fuente involuntaria de comicidad, aunque a veces empuje a la compasión, pues acostumbra de forma asidua a romper a llorar, lo que indica nervios destrozados por algún macho alfa de los que no hacen prisioneros.
Fuera de las declaraciones oficiales, es vocinglera, bajuna, se comporta y se expresa con la impericia de una
choni escandalosa hasta en la tribuna del Congreso, y me pareció muy significativa la forma en que trataba al servicio doméstico, obligando a una escolta a calentarle el coche e ir a por la comida del perro. Tiene aires de nueva rica, le gusta posar coqueta y pizpireta en las revistas de moda y lanzar soflamas contra el capitalismo desde la dacha de Galapagar.

Todo en ella es tan extremo y tan extravagante que, más que escandalizar, cuando se la escucha, ante la pregunta de si condena una agresión sexual, decir que ella “condena el fascismo” (sic) uno solo puede sonreír y dar la cabeza, como cuando un bebé excesivamente inquieto te pintarrajea el sofá o hace sus deposiciones fuera de sitio. No puedes cabrearte, aunque ése sea tu primer impulso. Las deposiciones de Montero no son tomadas en serio por nadie con más de dos dedos de frente, y alguien tan maquiavélico y hábil estratega como Sánchez sabe que tenerla, de momento, ahí, es el peaje que tiene que seguir pagando por la coalición de los autodenominados progresistas, es decir, la cuota de ministros impuesta por Podemos una vez que el asaltante de la Moncloa hubo superado su insomnio.

La cerrazón ideológica de su delirio ultrafeminista, mezclada con la ignorancia, hace su agosto en pleno auge de la cultura de la cancelación, esa asfixia de la razón. Libros, películas, conciertos...todo puede caer en esta inquisición moderna, que persigue las miradas y castiga los piropos, regresando así a la más rancia España de represión en nombre de la moralidad. Por eso nos gusta Montero, porque nos hace volver, a los que no los vivimos, a los años de la censura y del miedo. Es un viaje en el tiempo a bordo de su inconmensurable estulticia.
Y le pone ganas la muchacha, porque para acusar de maltratador sin pruebas y con sentencia a su favor al ex marido de De Juana Rivas o montar un caso de acoso contra Calvente hay que tener unos ovarios muy gordos. No es que le dé igual la presunción de inocencia, eso ya le queda muy atrás, es que cuando algo no se adecúa a su realidad, ella crea su propia realidad, y si hay que echar mierda sobre un inocente, se echa sin rubor ninguno. Para quitarse el sombrero.

También se aprende mucho si uno se fija en cómo las víctimas de una violación en manada merecen ser apoyadas o no según quién sea ella y según quiénes (y de dónde) sean ellos. Esa mezcla de maldad y estupidez es la que me tiene embelesado.
Y eso que detrás de esa apariencia de sectaria algo trastornada hay un porrón de millones para un chiringuito encabezado por alguien que defiende dictaduras genocidas, que publicó lacrimosos mensajes en redes sociales cuando Fidel Castro, por la vía de la edad, tomó el camino del infierno. Y tratas de entenderla porque todos más o menos tuvimos una época de desconcierto ideológico donde nos atraía la figura del Che y cantábamos las canciones de 'Reincidentes'. Lo que pasa que esos desvíos de adolescencia no costaban a los españoles 500 millones de euros.
Somos un país con mucho sentido del humor.

8 de noviembre de 2021

El español y los cretinos


 

Artículo publicado originalmente en Esdiario

EL nacionalismo siempre me pareció una grotesca aberración identitaria, un sentimiento localista mal canalizado, profundamente reaccionario y, en su vertiente extrema, violentamente estúpido.

La exaltación de la tribu y la cortedad de miras en detrimento de la ciudadanía política, con todas las desgracias involutivas que ello implica. Del deseo de todos los españoles libres e iguales apenas queda ya nada, con los privilegios entregados a los que se empeñan en habitar un territorio con supuestas impolutas raíces milenarias y otras legendarias chorradas de manipuladores poco pedagógicos, oportunistas del pesebre, subvencionados cainitas e insolidarios y muy amaestrados para divulgar una santoral y lúbrica fantasía anhelada, una mentira cien veces repetida.

En Asturias, por ejemplo, aún no se ha filtrado por los tapices de la tierra el veneno del nacionalismo, pero ya se empiezan a alzar de forma contundente las voces de los ceporros convencidos y los menesterosos intelectuales que quieren separar, según su fanático criterio, a los buenos y a los malos asturianos, lo auténtico de lo corrompido, en función del apoyo o no a la imposición del bable como lengua cooficial.

Por la lengua se cuelan muchos atavismos dañinos. Ahí está el origen de demasiadas disputas que acaban expulsando del sistema y de la vida civil a todo el que se resista a ser sujeto de prueba en prácticas como asfixiantes inmersiones o ingenierías sociales. Poco a poco, sin prisa pero sin pausa.
Porque los comisarios políticos que espían en los patios de las escuelas catalanas lo que hablan los niños en sus juegos no empezaron siendo unos totalitarios del lenguaje, ni el proceso de nazificación se implantó de la noche a la mañana.

Y es que lo intolerable no es el nacionalismo (con su atraso pergeñado por lecciones de mala historia), sino su poder político. El ganar concesiones a gobiernos cobardes y claudicantes.

Si derechos y deberes contribuyen a igualarnos, siempre se justifican las violaciones de los derechos individuales en nombre de los derechos colectivos, y por eso el intento de supremacia de determinados farfullos locales busca la separación, lo que en un mundo cada vez más globalizado e interconectado es un suicidio cultural y laboral.

De lengua cooficial (pero no común) a deber patriótico. De sugerencia de conservación folclórica a obligación. Aunque si esa legua fuera tan aceptada, tan normalizada, resulta evidente que no haría falta imponerla con inmersiones abrumadoras y coercitivas, sino que bastaría con ofrecerla como derecho. Sólo hay que obligar aquello que no sale de forma natural. Retorcer el brazo del ciudadano, a base de implantación en las aulas, cambios de toponimías, vandalización de carteles, abrasiva propaganda en las teles autonómicas con cargo al erario público.

A su vez desdeñan, con asombrosa estulticia, un lenguaje que desconocen poque no padecen el feo vicio de leer, y no valoran ni disfrutan de una lengua y una literatura forjada a lo largo de los siglos, sus complejas razones históricas, referencia de una hispanoesfera fascinante que recorre la península, cruza el océano y va desde Florida hasta Tierra de Fuego, y en la que son capaces de comunicarse 500 millones de personas. Para defender lo propio, el hecho diferencial, desprecian lo común, que también es suyo. Allá ellos. Negarse el español es cerrar las puertas a una aventura humanística que te puede llevar a leer, en su creación original y sin cambiar ni un ápice en traducciones, desde El Quijote de Cervantes, pasando por los versos de Quevedo, las Leyendas de Bécquer hasta las novelas de Juan Marsé, que además era catalán y despreciaba a los dictadorzuelos de toda índole, desde el franquismo hasta el catalanismo nazificado.

Dicen los informes más agoreros que hay un mañana muy cercano donde los niños apenas sabrán usar la gramática, ni conocer el léxico, ni dominar la ortografía. Los estudios incluso hablan de la generación más tonta de la historia, debido a “la fábrica de cretinos digitales” con un coeficiente intelectual más bajo que el de sus padres. Serán formados sin criterio, capacidad de decisión, herramientas culturales que les ayuden a entender un mundo complejo que hunde sus raíces en la tradición escrita.

Idiotizado por las redes, notablemente salvaje, renegando del español, al niño que además de con un iPad bajo el brazo nace en una región nacionalista, le augura un negro futuro, ágrafo y chauvinista.