Artículo publicado originalmente en La Nueva España.
A la hora espantosa del alba y bajo un frío inclemente, un matrimonio y un bebé se separan en una línea tan marcada que prácticamente divide dos mundos, a un lado la puerta de salida del infierno, el salvavidas, la esperanza que se abre paso frente al desconsuelo; y al otro, la guerra con tintes genocidas que retumba sobre los pasos que el hombre ha de volver. Agarra el fusil con una hosquedad que no está exenta de dulzura. Ahora ese arma es su mundo, en ese deseo de reducir lo complejo a una sola explicación.
La pareja se abraza sin decir
demasiado, sobran los susurros de despedida cuando una bala tiene
siempre la última palabra. Más que ninguna otra relación humana,
el amor es un sobreentendido. El hombre acaricia la cabeza de la
criatura que su mujer tiene en el regazo, envuelta en unas mantas
andrajosas, pero que mantienen y conservan el calor del cariño.
Luego él se da la vuelta y se aleja lentamente, sin mirar atrás,
con el fatalismo y también con la resignación de quien ha decidido
no discutir jamás con su destino, como todos los hombres que
partieron en todas las guerras que en la historia ha habido.
Uno imagina hasta qué
punto sus vidas carecen ya de fundamento. Casa destrozada, éxodo
forzoso, futuro en entredicho, y aún así sentirse conforme, incluso
contento, con el simple hecho de sobrevivir. Comprender el fracaso y
el dolor para hacerlos soportables, aunque echarán de menos lo más
prosaico de su anterior vida. Siempre pasa, el sufrimiento te permite
descubrir lo importantes que son las cosa que carecen de
importancia.
Se combate cada palmo de terreno por puro instinto de supervivencia y de proteger lo propio, mientras en la Europa civilizada teorizamos sobre desinformación y propaganda de guerra, y nos asalta la foto del brazo inerte de una mujer, en las manos las uñas pintadas de un rojo que vaticinaban vida, cuidado, coquetería, todo ello sesgado por la detonación de un fusil o el estallido de un mortero. Nos llega la imagen de un edificio de viviendas abierto en canal, como una disección humana, y podemos ver las vísceras de intimidades ajenas, cocinas tiradas abajo con rastros de cenefas resquebrajadas, los cascotes polvorientos de lo que era un dormitorio.
Las ciudades liberadas
sacan a la luz las tinieblas del hombre convertido en lobo para el
hombre, cuando se descubren los cuerpos, cadáveres que tarde o
temprano dejarán de revolvernos la sobremesa y serán arrastrados
por el tiempo y por el olvido. Sólo números más, cifras que
escribir en el extenso libro de la historia de la infamia.
Olvidaremos la inquietud
que provocan esas víctimas tan parecidas a nosotros, la terrible
similitud entre agresores y agredidos, los lazos culturales que unen
a los que dispararon y a los que fueron ejecutados con las manos
atadas a la espalda, los ancestrales y persistentes ritos del
asesinato y la limpieza, de no dar cuartel al enemigo vencido.
Un dirigente que trata de
someter de una manera retorcida, reduciendo a escombros aquello que
no puede conquistar. Y en España, todo tarde y mal, sufriendo los
bandazos de un presidente mezquino al frente de una coalición
ignominiosa, un puñado de nulidades habitando el extrarradio moral,
que demuestran, cuando firman inauditos manifiestos por la paz, que
la equidistancia es un buen refugio para los canallas. La paz de los
cementerios, es la única que buscan con la rendición ucraniana,
pues los quintacolumnistas de Putin les invitan a que dejen de
pelear. Cuando la pelea es lo único que queda una vez que se han
derrumbado todas las certezas, pelear por respeto a uno mismo y a lo
que representa, por la fidelidad bien entendida, la voluntad agónica
de lucha hasta el final y en una batalla perdida o por una victoria
inverosímil. Acorralados y en inferioridad, aún dispuestos al
contraataque y a vender caro el pellejo, como personajes de
Peckinpah. A veces, en eso del valor personal uno se lleva muchas
sorpresas.
Nuestros abyectos ministros morados no quieren eso, ni
tampoco lo entienden: desean los tanques de Putin rodando victoriosos
sobre las praderas que rodean Kiev, y negociar sobre las ruinas de
Ucrania el amanecer de una nueva Rusia imperial.
Por eso la paz
es un camelo, una estafa emocional. El soldado que deja a su familia
en la frontera y regresa al frente de batalla, a encararse con lo
mejor y lo peor del ser humano, no ha escogido tener que ser un
luchador anónimo ni un héroe caído más, sólo intenta conservar
en la memoria la imagen del rostro de su mujer antes del último
adiós, consciente que, como el verso del poeta, vendrá la muerte y
tendrá sus ojos.