11 de mayo de 2017

Personalidades paralelas


 
 
American Crime es una serie interesante y compleja por diversos factores. Es un producto bien elaborado, inteligente, no necesariamente fácil de ver, que plantea incómodos interrogantes mediante la escritura de pulso firme de John Ridley (12 años de esclavitud) el cual ahonda en las miserias morales y las tangibles de una sociedad y un sistema excluyentes con todos los que van quedando al margen del sueño americano.
Pero una de sus cualidades más reseñables es que los actores principales (y algunos de los secundarios) van mudando de personaje en cada temporada. Sus papeles cambian, al servicio de diferentes historias, y a veces es difícil reconocerlos en sus nuevas caracterizaciones. En especial, muy elogiable la labor de intérpretes sólidos como Felicity Huffman y Timothy Hutton, desplegando toda una gama de emociones y sentimientos contenidos o exaltados, un trabajo actoral cargado de matices.

Pienso en una fricción de los elementos termodinámicos, alguna especie de agujero de gusano, en donde eso fuera extrapolable a la vida real. A la de cada uno. Y cada una. Y que durante varias semanas, por algún desgarro en la trama de las cosas, la que era tu madre es una vecina molesta y antipática que causa problemas con el ruido de madrugada por tacones violentos o debido a una fervorosa y desaprensiva actividad sexual, y el chico con el que compartes confidencias se convierte en un traficante de personas, un ser violento y cruel, con el que no tendrías ningún tipo de intercambio, no digamos carnal.
Un amigo en cuyo criterio confías y de gustos similares ahora es un ceporro integral donde sus intereses culturales empiezan y terminan en el fútbol y la telebasura, y el escritor vivo que más admiras es un político demagogo diciendo "compañeros y compañeras" parapetado detrás de un atril.
La maruja de la peluquería que lee revistas del corazón y es propensa a la inquina, resulta una refinada dama algo impetuosa, de la que te enamoras porque escucha a John Coltrane y reconoce a Samuel Fuller como el mejor cineasta de su generación; y tal vez una de esas gordas extrañas y hurañas que ves cada mucho tiempo (casi siempre enlutadas) y alguien te dice que son de tu familia, en el siguiente mes de esa temporada completa que es tu vida, hace las veces de hermana con problemas, muy querida y muy cercana, de la que te tienes que encargar, por sus continuas recaídas con la cuchara y el mechero o porque le gusta soplar en exceso.
Y gente que en un pasado quisiste se torna en un presente anónima, ciudadanos como los que te cruzas a diario en el metro o en la calle, en sentido contrario, que por un breve momento coincides en el mismo espacio y lugar, sin reparar siquiera en ello, para después alejarse sin remisión. Uno se puede llegar a maravillar de la cantidad de gente extraña que hay en el mundo, siempre que no nos paremos ante un espejo y el reflejo nos muestre algo con lo que no contábamos.


Puede que tú mismo también seas otro, viviendo en una ciudad distinta y con una personalidad diferente, diametralmente opuesta a la actual; o hayas viajado en un golpe de tiempo hasta ese territorio añorado, la patria feliz de la infancia, donde todos deseamos volver, “hasta los peores de nosotros”, que ponía en boca de un mexicano fronterizo el lírico Peckinpah. Durante un periodo, seis o diez capítulos de tu vida, eres un infante otra vez, sin pensar en un futuro que no importa, sonriendo al verano eterno de tus nueve años, reclamando atenciones y necesidades como un podemita en el Congreso.
Y las identidades se van entrelazando, explorándose en universos paralelos, existiendo simultáneamente aquí y allá, ganando y perdiendo, felices y desdichados a la vez. Ejemplares e inmorales. Un Atticus Finch y un juez Holden. Todos iguales y todos diferentes. Alternando en una y otra dirección por la difusa línea del bien y del mal. Nos juntamos con personas de otras razas y a veces odiamos y otras amamos. El negro y el blanco como un genérico gris, como la proyección confusa de un daltónico, como la mirada viciada de un perro.

American Crime
hace cambiar los roles de sus actores, les da otra vida y otra forma de
ser, mientras nosotros nos empeñamos en seguir tan previsiblemente convencionales, avanzando en una única dirección en lo que parece un guión escrito de antemano para unos hechos reales mediocres.