3 de mayo de 2024

En las redes del embrutecimiento



Artículo publicado originalmente en La Nueva España

En cada vez más ocasiones, asomarse al complejo universo de las redes sociales es entrar en territorio lovecraftiano donde criaturas monstruosas y actitudes bochornosas cobran forma en una ventana hacia el espanto. Allí, en el mundo digital, de manera escabrosa, te encuentras la impactante exposición pública de menores, usados por sus propios padres como lanzadera de likes, supliendo la ausencia de autoestima con la validación necesaria de centenares de desconocidos, aunque para ello pongan en riesgo a sus retoños.

Lo dicen las estadísticas: el 72% del material incautado a pedófilos son imágenes no sexuales de menores subidas por las familias. Pero les da igual a los
influencers y a los patéticos aspirantes a serlo, temerarios e irresponsables, gozosos en su escaparate, muchos de esos adultos egomaníacos creen que merece la pena correr el riesgo, o simplemente desconocen lo que habita en lo más profundo de la web y sus aristas más brutales.

Frivolidad de descerebrados, cabezas de chorlito digital, cegados por una fatuidad insulsa.
Emitir tu mundo y tu intimidad como si se viviera en un Gran Hermano constante, fotos a platos, viajes hasta el último detalle, relaciones, vivencias que antes quedaban en el estricto ámbito de lo privado y ahora se comparten sobredimensionando la importancia que se tiene para los demás, o el interés que despierta tu existencia, a menudo prosaica y ridícula. El quiero y no puedo de cualquier diva de medio pelo o pobre diablo con pretensiones, necesitados de atención de usar y tirar, compitiendo entre ellos.

Uno siente esa sensación tan desagradable de la vergüenza ajena. Porque, admitámoslo, hay algo de obsceno en la exhibición pública de la vida privada. Incluso se saca partido a las pequeñas miserias cotidianas. He llegado a ver espectáculos necrófilos, a raíz de un fallecimiento. Del muerto se aprovecha todo, hasta el último like. Pornografía sentimental, basurero de las emociones, mercadeo de carne trémula, cuerpos de exposición como una cristalera en Ámsterdam. Deseos, ostentaciones, espejismos y apariencias que arden en la hoguera de las vanidades de las redes sociales, donde se calcinan tantas capacidades.

Se sabe que la dificultad para concentrarse impide focalizarse en actividades que no impliquen un estímulo constante, arreones de corta duración y sobredosis de información. Ahí se cuece lo trágico: personas ya talluditas que siguen permeables a las modas, a la tendencia del momento por estúpida que sea; adoptar la máscara fugaz de lo que creen que es vanguardia, interacciones virtuales que les permitan recibir esa efímera descarga de dopamina de la aprobación del ciberespacio, la dependencia de esa sensación lleva al inevitable enganche, móvil siempre a mano y en la mano; sin entender que la gente verdaderamente feliz no tiene ninguna necesidad de irlo promulgando. Que los que tienen una vida personal más rica son más celosos de su privacidad e interesados en mantener un perfil bajo y reservado, pues sus experiencias y momentos van más allá del cuelgue a lo que pase dentro de una pantalla y al ruido de las notificaciones.

Los otros son los que molestan y alumbran con el móvil en el cine para mirar a saber qué, en los aviones, en los hospitales, en el transporte público. Las redes sociales moldean una ficción con pretensiones de realidad, pero la realidad es otra cosa. 
Es poder estar dos horas en silencio, con la única compañía de tus pensamientos o un libro en el regazo. La paz de las playas de invierno. Es el paisaje cubierto de lluvia en primavera que no necesita más cámaras que el ojo que fija la mirada. El lujo de la desconexión. Es la placidez del sosiego y la introspección pausada, conservar un puñado de amigos fieles, principios y lealtades innegociables, películas y canciones, que no necesitan ser compartidas con nadie más.

Una sociedad abotargada, dependiente de estímulos de minuto y medio, es más sencilla de permear y, por consiguiente, presa fácil de políticos gansterizados. Hordas dispuestas a cancelar, reflexiones de clickbait, tontadas de Galeano en una línea, mercadillo de labios, escotes, selfies y pijadas.
Sólo con lecturas reposadas, con el tiempo necesario para la pausa y la reflexión, es posible al menos acercarse a las claves para debatir. Para protestar. Para no aceptar lo irremediable. Y no ser potencia mundial en echar cerebros a la basura. Lo que, desde el punto de vista intelectual, arroja un panorama sombrío como no se había visto en mucho tiempo, inmersos como estamos en una encrucijada ideológica y cultural.

Tal vez sólo sea vieja añoranza, de los que permanecemos fieles al papel dándole prioridad sobre lo digital, el paseo hasta el kiosco de prensa, periódicos impresos y libros con sus tapas y sus páginas encuadernadas, hojas con olor a tinta y a pulpa de madera; quizá es nostalgia por el tiempo de los que aprendimos a leer y a escribir cuando el mundo aún se hacía a mano.