8 de junio de 2015

Don Draper, como Dick Diver




Fitzgerald fue el escritor más brillante de la llamada “Generación perdida”. El más genial y autodestructivo de los autores que vivieron el declive y final de una era, la del espejismo de los años 20, cuando el desenfreno y la borrachera se habían recogido con paso vacilante hacia la depresión y la crisis.
Toda su obra es una oscura intuición también hacia ese epílogo personal, tan trágico como previsible.
Parte de ese talento malogrado y la degradación de la belleza efímera están en Suave es la noche, la novela que más me gusta, conmueve e inquieta del norteamericano. La he releído un par de veces en el último lustro y siempre me provoca sensaciones encontradas. Porque es la historia de un hombre cargado de talento y esplendor que se dirige incorregiblemente a una deriva siniestra; a la cruel realidad y destino del propio autor. Dick Diver es un alter ego de Fitzgerald, en sus virtudes y sus sombras.

Don Draper es uno de los mejores personajes creados por la ficción televisiva, en la época dorada de las series (también, aprovechando el festín, se han colado no pocos pestiños) y en su complejidad, carisma y madurez evolutiva no tiene nada que envidiar a leyendas (póstumas, incluso) como Tony Soprano, Walter White o Nucky Thompson.
Mad Men, con su estilo visual personalísimo, es además una de las narrativas más perfectas de la pequeña pantalla; y ocupa sin opción a réplica ese lugar donde ya estamos hablando de literatura televisada.

Draper es como es porque no puede dejar de ser quien es, y los guionistas han sabido macerar la personalidad de su criatura a lo largo de las siete estupendas temporadas (vale, hubo sus altibajos de calidad, lo admito) ahondando en su pasado, en sus miserias y no pocas grandezas, en las filias y fobias, romances y traiciones, lealtades o chacales profesionales. 
Draper se mueve también en un mundo que cambia, en una realidad que se parasita e interactua con sus propios acontecimientos así como referencias culturales y sociológicas.  

Su creador reconstruye la atmósfera y la sociedad americana de los años 60 con la precisión y la estética de un fotógrafo puntilloso y la mirada de un historiador crítico y lúcido, con el pulso para plantear inquietantes interrogantes sobre el sueño americano.
En la serie, paradigma de la narración implícita, todo está contado con tanta intensidad como sutileza, con una primorosa evolución y arco de los personajes que la hacen brillante hasta la maestría.

Y es que Mad Men no es, ni mucho menos, sólo Donald Draper (y de ahí su extraordinaria complejidad) y hay personajes magníficos, marcados en su conjunto por una ambición bestial que suele lastrarlos sentimentalmente; pero la serie escoge a él entre todos los hermosos y malditos para contar el auge y caída de un ser destinado al éxito y abocado sin remedio a su propia derrota, especialmente en el frente familiar, increíble hombre de negocios en permanente huida de sí mismo, con referencias a Kerouac y la generación beat en los últimos capítulos, así como los movimientos de nuevo auge.
Sin embargo, no puedo evitar enlazar las similitudes con ese universo de Fitzgerald, observar a Don Draper como un Dick Diver moderno, buscando su lugar de redención, al que vemos en caída libre ya desde los créditos iniciales, en la misma sintonía que las miserias de una sociedad que utilizó los valores de la contracultura para embotellarlos en un anuncio de refrescos.