Artículo publicado originalmente en La Nueva España
Lo de Sherpa, ex de Barón Rojo, sólo es un caso más en el arraigado arte patrio de índice, censura y linchamiento, pero sirve para ejemplificar unos tiempos que estamos viviendo, no sin estupor e interés. Sherpa nos vale para ponerle nombre y rostro a una época extraña e incluso, para los que somos curiosos y queremos ver cómo terminará todo esto, atractiva en su inevitable decadencia.
Al rockero en cuestión,
memoria viva de tiempos mejores en eso de la música y el desparrame
español, le dio por empezar a ser crítico con este pérfido
Gobierno y sus secuaces podemitas. Y claro, eso sí que no.
Hay
un acuerdo tácito, un consenso no escrito, en el que si perteneces a
eso que llaman “mundo de la cultura” (aunque algunos tengan la
misma cultura que un búho de madera) tienes que pasar por el aro del
oficialismo progre. Mostrarte siempre a la vanguardia de las
opiniones políticamente aceptadas por la tribu, declararte a favor
de la última reivindicación del colectivo que han inventado
anteayer o firmar el novedoso manifiesto de la memez posmoderna de
turno. Tales son las reglas. Hay quienes las aceptan de buena gana,
completamente convencidos en su fe; los que se suben a ese carro por
oportunismo y el don de la ubicuidad y los que se ponen de perfil y
dan la callada por afirmación, tratando de no pisar demasiados
charcos, no sea que acaben descalzos.
En esta España de por
mí y por todos mis compañeros pero tonto el último, las
“personalidades” se observan de reojo, esperando el momento de
saltar sobre el díscolo. Y vaya si lo hacen. La turba ataca como en
Fuente Ovejuna pero sin el honor lopevegiano; primero con el
señalamiento (“este tío no es de los nuestros”), después con
la audaz tarea de ejercer toda clase de presión y finalmente con la
censura y la muerte civil. Y además, claro, tiene que servir. Servir
como ejemplo y escarmiento para cualquiera que se lo esté pensando.
Muchos son profesionales veteranos y saben de qué va el asunto,
pues llevan largo tiempo generando viruta vendiendo, además de esa
supuesta cultura, ideología de barraca de feria.
Y de esta
manera, tejiendo una perversa red de chantajes, presiones y temores,
sobrevolando la amenaza de la campaña de odio, demasiados se niegan
a manifestar opiniones de cualquier tipo por eso de no buscarse la
ruina. Calladitos y dejando hacer, mientras la apisonadora del
marxismo cultural y sus fanáticos defensores imponen sobre el resto
su ley del silencio.
Ante la enormidad del castigo que se puede
infligir sobre el señalado (desde persecución en redes sociales,
oprobio social, hasta poner en riesgo trabajos y contratos) ya en
algunas familias se dice esa terrible frase, producto de la
desconfianza y el miedo, que se oía en los tiempos más oscuros de
nuestro pasado dictatorial: “Hijo, no hables de política”. No te
marques. No te señales. No te arriesgues.
Y es que el
pensamiento único ofrece todo un catálogo del buen censor y
aprendiz de tirano. La intolerancia de los que tienen siempre esa
palabra en la boca hace pensar en una disonancia cognitiva y en una
salvaje y ruin hipocresía. Por no mencionar que la ambigüedad moral
de esta izquierda patinete sólo evidencia una triste orfandad
intelectual. A pesar de ello, hay que sufrirlos, mantenerlos,
subvencionarlos y temerlos. El labriego cargando al asno, que pintó
Goya.
No permiten en otros los pensamientos divergentes, no
sea que alguien pueda comenzar a dudar y a plantearse según qué
preguntas. No está bien visto ir por libre cuando se esta
invirtiendo tanto en la ingeniería social. Con una vocación de
Torquemada adaptada al siglo XXI, los matones del dogma recelan de
una sociedad plural y diversa en sus opiniones, que cuestione ciertas
verdades oficiales.
Y piden abiertamente, sin vergüenza torera y
sin darse cuenta de lo bestias totalitarias que son, que se
ilegalicen partidos constitucionales, que se cancelen conciertos del
que no les gusta, que te echen del trabajo, que te bloqueen las redes
sociales, que te dejen de publicar, que cierres la boca. Por la
cuenta que te trae.
Antifascistas, se dicen. Y con la
superioridad moral de estar luchando contra ese fascismo que sólo
existe en sus cabezas devastadas que anteponen el sentimiento a la
razón, impiden el debate democrático y tratan de que los ciudadanos
se rindan ante su visión sectaria que coloniza todos los aspectos de
la vida actual. Algunos increpan y se vuelven exaltados desde una
atrevida imbecilidad que sólo genera bochorno, dado que de forma
individual, en la fría soledad lejos del rebaño o del lobby, no
serían capaces de censurar y atemorizar a absolutamente nadie.