24 de agosto de 2021

La ley del silencio


 

Artículo publicado originalmente en La Nueva España

Lo de Sherpa, ex de Barón Rojo, sólo es un caso más en el arraigado arte patrio de índice, censura y linchamiento, pero sirve para ejemplificar unos tiempos que estamos viviendo, no sin estupor e interés. Sherpa nos vale para ponerle nombre y rostro a una época extraña e incluso, para los que somos curiosos y queremos ver cómo terminará todo esto, atractiva en su inevitable decadencia.

Al rockero en cuestión, memoria viva de tiempos mejores en eso de la música y el desparrame español, le dio por empezar a ser crítico con este pérfido Gobierno y sus secuaces podemitas. Y claro, eso sí que no.
Hay un acuerdo tácito, un consenso no escrito, en el que si perteneces a eso que llaman “mundo de la cultura” (aunque algunos tengan la misma cultura que un búho de madera) tienes que pasar por el aro del oficialismo progre. Mostrarte siempre a la vanguardia de las opiniones políticamente aceptadas por la tribu, declararte a favor de la última reivindicación del colectivo que han inventado anteayer o firmar el novedoso manifiesto de la memez posmoderna de turno. Tales son las reglas. Hay quienes las aceptan de buena gana, completamente convencidos en su fe; los que se suben a ese carro por oportunismo y el don de la ubicuidad y los que se ponen de perfil y dan la callada por afirmación, tratando de no pisar demasiados charcos, no sea que acaben descalzos.

En esta España de por mí y por todos mis compañeros pero tonto el último, las “personalidades” se observan de reojo, esperando el momento de saltar sobre el díscolo. Y vaya si lo hacen. La turba ataca como en Fuente Ovejuna pero sin el honor lopevegiano; primero con el señalamiento (“este tío no es de los nuestros”), después con la audaz tarea de ejercer toda clase de presión y finalmente con la censura y la muerte civil. Y además, claro, tiene que servir. Servir como ejemplo y escarmiento para cualquiera que se lo esté pensando.
Muchos son profesionales veteranos y saben de qué va el asunto, pues llevan largo tiempo generando viruta vendiendo, además de esa supuesta cultura, ideología de barraca de feria.
Y de esta manera, tejiendo una perversa red de chantajes, presiones y temores, sobrevolando la amenaza de la campaña de odio, demasiados se niegan a manifestar opiniones de cualquier tipo por eso de no buscarse la ruina. Calladitos y dejando hacer, mientras la apisonadora del marxismo cultural y sus fanáticos defensores imponen sobre el resto su ley del silencio.
Ante la enormidad del castigo que se puede infligir sobre el señalado (desde persecución en redes sociales, oprobio social, hasta poner en riesgo trabajos y contratos) ya en algunas familias se dice esa terrible frase, producto de la desconfianza y el miedo, que se oía en los tiempos más oscuros de nuestro pasado dictatorial: “Hijo, no hables de política”. No te marques. No te señales. No te arriesgues.

Y es que el pensamiento único ofrece todo un catálogo del buen censor y aprendiz de tirano. La intolerancia de los que tienen siempre esa palabra en la boca hace pensar en una disonancia cognitiva y en una salvaje y ruin hipocresía. Por no mencionar que la ambigüedad moral de esta izquierda patinete sólo evidencia una triste orfandad intelectual. A pesar de ello, hay que sufrirlos, mantenerlos, subvencionarlos y temerlos. El labriego cargando al asno, que pintó Goya.

No permiten en otros los pensamientos divergentes, no sea que alguien pueda comenzar a dudar y a plantearse según qué preguntas. No está bien visto ir por libre cuando se esta invirtiendo tanto en la ingeniería social. Con una vocación de Torquemada adaptada al siglo XXI, los matones del dogma recelan de una sociedad plural y diversa en sus opiniones, que cuestione ciertas verdades oficiales.
Y piden abiertamente, sin vergüenza torera y sin darse cuenta de lo bestias totalitarias que son, que se ilegalicen partidos constitucionales, que se cancelen conciertos del que no les gusta, que te echen del trabajo, que te bloqueen las redes sociales, que te dejen de publicar, que cierres la boca. Por la cuenta que te trae.

Antifascistas, se dicen. Y con la superioridad moral de estar luchando contra ese fascismo que sólo existe en sus cabezas devastadas que anteponen el sentimiento a la razón, impiden el debate democrático y tratan de que los ciudadanos se rindan ante su visión sectaria que coloniza todos los aspectos de la vida actual. Algunos increpan y se vuelven exaltados desde una atrevida imbecilidad que sólo genera bochorno, dado que de forma individual, en la fría soledad lejos del rebaño o del lobby, no serían capaces de censurar y atemorizar a absolutamente nadie.

10 de agosto de 2021

Busca tu refugio


 

Artículo publicado originalmente en Vozpópuli

Es una reacción natural verse invadido por el desasosiego y la mala uva cuando se constata la indigencia intelectual de la nueva hornada de políticos y ministros (y ministras) que apenas pueden enlazar dos frases inteligibles o escribir un tuit con una coherencia léxica medio normal, de Bachillerato raspadito.
Si uno oye, por ejemplo, uno de esos discursos vacíos, dogmáticos, de ínfima capacidad expresiva, llenos de sectarismo, demagogia y bajeza moral de Irene Montero o de su gregaria Ione Belarra, y después de echar un vistazo a sus sueldos en el Portal de la Transparencia, tendrá automáticamente tendencias de exilio, o de incendiar cualquier cosa que tenga por delante, escaparates incluidos, como esos vándalos entregados al saqueo y al pillaje que defendía el indescriptible Echenique.

El sosiego reparador de los días de asueto incita a construir una burbuja donde el tiempo va al ralentí y puedes desterrar esas ideas, donde te sorprendes repudiando a tu propio país por el hatajo de personajes perfectamente incompetentes que lo dirigen. Donde el asco vence a la determinación.
La época estival, con su largos periodos de tiempo libre, es propicia para soltar lastre y volver sobre esos proyectos literarios que tenías pendientes (“este verano me pongo con Guerra y Paz”; “este agosto termino El conde de Montecristo”...), aparcar las pantallas y los pantallazos y renovar el caudal de ideas que debería formar un intelecto sano.

Solamente siendo precavido y aislándose del fango político uno puede encontrar la paz en el estío.
Las herramientas contra la estupidez imperante son la literatura, la filosofía y el tiempo para la introspección. Las vacaciones nos pueden dar todo eso, es barato, es saludable y no deja resaca, pero sí un poso impagable en la memoria. Poco se necesita para ver el lado impreso de la vida.
Un refugio personal hecho de lecturas, de buen cine, de paseos al atardecer que serenen el alma y revitalicen el cuerpo. Olvidando el miedo al populismo, sin pensar en la última fechoría de Pedro Sánchez, sin darle vueltas a las causas abiertas que Podemos tiene con la justicia o en los sujetos nacionalistas enfermos de odio.
Así, con un libro entre las manos y el sol de frente o de través, en ese sencillo y formidable acto, uno estará combatiendo a esa nueva casta despreciable, ágrafa, cerril en sus certezas y culturalmente subnormal.
La lectura es también un magnífico antídoto contra el lenguaje inclusivo, esa astracanada vergonzante, esa barbarie propia de necios y cretinos, torciéndole el brazo al idioma, como si la lengua española tuviera que adaptarse a las modas ideológicas del político analfabeto de turno.

Verano, momento perfecto para olvidarse de los correos electrónicos, de las llamadas urgentes, de los mensajes que hay que contestar por imperativo legal. Momento para poder dejar de ver el mundo a través de una pantalla, como en la peor de las distopías. De paso, no pensar en otros amores de antaño, de las promesas que fueron olvidadas en el último septiembre, como arena lamida por el mar.



Serenidad y literatura. Es la mejor terapia sin manual de autoayuda. Pensamiento ilustrado frente al juicio bloqueado de las ideologías del rodillo, donde ninguna idea libre puede prosperar. Humanismo bien entendido, sin falsos alardes, frente al totalitarismo que avanza imparable de la mano de la izquierda reaccionaria.

Devorar libros como dieta, como fórmula para sentirse menos idiota aunque estemos gobernados por ellos. Idiotas vocacionales sin un gramo de empatía y sin ser conscientes de su propia estulticia y falta de escrúpulos, parasitando el dinero público, el dinero que sale de una ciudadanía que apenas puede contener ya la arcada y cuyos sacrificios en tiempos de pandemia mezclan la heroicidad con el martirio.
Si la actividad parlamentaria se detiene y los inquilinos del Congreso no regresan hasta dentro de unas semanas, nosotros también tenemos derecho a descansar de ellos. Y la ficción nos ayuda en inmumerables ocasiones a olvidar el lado más amargo de la realidad. A crear y creer en otros mundos y otras vidas, aunque sean sueños de tapa blanda.
Este agosto, busca tu rincón luminoso entre rocas o entre árboles, y construye allí tu trinchera entre alambradas de papel.