29 de mayo de 2018

Fin de ciclo en Galapagar

Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital




El nuevo cambio de estatus domiciliario de Pablo Iglesias y su pareja (que además, casualidades del caprichoso destino, es su número dos en el partido) tiene para ellos un lógico aire inaugural y de futura existencia en común (inicio de proyecto familiar, dicen los muy estomagantes) pero es inevitable no verlo también como el cierre de una etapa. Un periodo que termina.
La compra del chalet con piscina y gran parcela en La Navata supone un fin de ciclo. Con el casoplón de los Iglesias-Montero, finaliza el viaje que los jóvenes emprendieron el 15M con la intención de cambiar la sociedad, pero fue la sociedad la que cambió (a mejor) la vida de los políticos que mejor supieron canalizar ese movimiento. Tan tristemente predecible. Aquí, justo en las puertas de la finca privada, termina el sueño de “La gente” y de “Los de arriba contra los de abajo”. Punto y final a la intentona del neocomunismo europeo y grotesco epílogo al sueño de Chávez de extender su legado al viejo continente.
Ahora que los cielos se asaltan desde Guadarrama, resulta muy complicado que los jóvenes desencantados de Vallecas o Lavapiés den su apoyo electoral a la pareja de nuevos burgueses. Pero ha dejado algunas imperdibles lecciones.

La primera de ellas es la fuerza inagotable de la propaganda. El éxito fulgurante del Podemos iniciático se debió en gran medida a la expansión en los medios de ese agitprop de manual, con un mensaje de frescura y regeneración que muchos ciudadanos bienintencionados quisieron comprar, sin ver a los lobos que se escondían bajo el pelaje de los corderos. También enseña que la historia siempre se repite. Si los Castro evolucionaron desde las montañas de Sierra Maestra a una de las mayores fortunas del mundo, Iglesias pasó de la tele vallecana y el piso de protección oficial a los complejos residenciales de acomodados, una reconversión en “casta” que no por esperable deja de sorprender.
Sobre el populismo benefactor de riquezas propias saben mucho en Venezuela y, si nos remontamos más atrás en el tiempo, habría que recordar esos dirigentes soviéticos con las lujosas dachas a orillas del Báltico mientras el pueblo padecía penurias y hambrunas. Por no hablar de esas aberraciones espantosas que fueron la Revolución Cultural China y el matadero camboyano.

 No es difícil imaginar que la pasta para avalar la nueva y privilegiada adquisición no proviene sólo de esos no más de tres sueldos mínimos (carcajada leve) que dicen embolsarse, si no que también tiene el determinante soporte latinoamericano e iraní. Sueldos que vienen de pequeñas infamias, de refrendar su apoyo a toda cochiquera ideológica que en el mundo exista.
Pero tampoco hay que cebarse en exceso ni ser duros con las críticas. Después de todo, Pablo Iglesias sólo se ha dado cuenta de algo muy normal: que la mayoría de la gente aspira a garantizar el mejor de los futuros posibles tanto para ellos como para su familia, asegurando su bienestar como sólo lo puede hacer una economía boyante y un entorno propicio. Las revoluciones terminan allí donde empiezan y se conocen las mieles de la libertad de mercado.
Algunos acólitos descubren ahora al cínico detrás del personaje; otros se indignan pero callan su desencanto. Los más incondicionales, aún los defienden con un argumentario que sobrepasa holgadamente la vergüenza ajena.
Y así, en un doble combo casi perfecto que deja por los suelos a Karl Marx, la historia se repite a la vez tanto como farsa como en forma de tragedia.

Sobre la idea de España

Artículo publicado originalmente en La Nueva España.



Resultan a menudo estériles y agotadores los debates sobre el país cuando el interlocutor no consigue aclararse ni él mismo en algunos conceptos básicos sobre la identidad cultural, histórica o institucional de lo que conocemos como España. Pero se torna grave y amenazante cuando es el principal partido de la oposición y aspirante a gobernar el que no tiene clara su noción de Estado.
No sabemos si Pedro Sánchez y otros necios del PSOE, cuyo ideario político se puede resumir en un tuit o en una charla de plató, están realmente tan confusos sobre la idea de España como aparentan, o sólo es una pose estratégica porque saben que tarde o temprano van a tener que entenderse con los nacionalismos provincianos (y servirles de trampolín), pero si realmente desean ser una alternativa de poder, el votante agradecería que se alejaran de los cantos de sirena plurinacionales; pues, si de Podemos y otros mamertos chavistas nada se puede esperar a ese respecto, más allá de su afán por la ruptura y el enfrentamiento cívico del que sacar tajada, hubo una vez en que los ciudadanos españoles creyeron identificar a unos socialistas que conocían la decencia.

De todas formas, el mal del que adolece Pedro Sánchez es bastante común entre los compatriotas de todo pelaje. Algunos pecan por desdén e idiocia; otros, por exaltación.
Defender España no es subirse a un ser mitológico ni apelar a ninguna elegía intangible de primaveras sonrientes ni destinos universales joseantonianos, es estar a favor de las instituciones que garantizan los derechos como ciudadanos. España tampoco es una entelequia, una cárcel de pueblos ni el represor aparato gubernamental identificable con partido concreto alguno, es la ciudadanía como implantación política que va más allá de cosas como la nostalgia, la tierra, la familia o los apellidos. Los orgullos locales, el nasciturus de cada cual, nos tienen que traer sin cuidado.

Un país occidental es una sociedad que aboga por las luces y contra el cerrilismo supersticioso e ignorante, y España tiene que demostrar que ha sabido madurar más allá de sus lastres, sin regodearse en el pasado nacionalcatólico, y también sin la trágica ridiculez del nacionalbolchevismo euskaldún, heredero de los nacionalistas sabinianos.
Tampoco se puede reivindicar una nación desde un pasado históricamente falso o sesgado, políticamente delirante y socialmente regresivo. O querer convertir una sociedad como la nuestra, plural y moderna, en una tribu unánime y atávica, que es el primer paso para justificar las violaciones de los derechos individuales en nombre de los intereses colectivos.
Un estado que acoja la diversidad de las culturas pero defienda los derechos de los individuos (sin diversidad de derechos): “Aquí se baila así”, y “aquí se habla de esta manera”, o “nuestro plato típico gastronómico es mejor que el tuyo”…aspectos folclóricos que no tienen ninguna trascendencia política, puesto que no queremos volver a las tribus, a la visión preciudadana, al cacique de aldea, a diecisiete reinos taifas.

Hay sujetos que afirman no sentirse españoles, como si hubiera que “sentir” cual dolor de cabeza. Basta con “saber”. Saber que tiene unos privilegios y unos deberes, y que no están por encima de los de los demás
Más allá de eso, cada uno que se sienta de lo que le dé la gana, con tal de que pague impuestos, acate la democracia y cumpla con sus obligaciones…
Crecer como sociedad es darse cuenta que ser ciudadano de un país es tener unos derechos democráticos, educativos, lingüísticos, laborales o sanitarios. Y aquí es (o debería ser) igual haya nacido uno en Soria o en Tarragona.
Si España ha sabido labrarse un presente con unas mínimas garantías civiles, salta a la vista que la anti-España, como han demostrado el terrorismo de corte nacionalista y últimamente los populismos rupturistas, es por definición violenta y totalitaria.

Exaltados de bar

Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital





Cuando los mecanismos sociales fallan o se vuelven inapreciables, cuando el instinto atávico irreprimible encuentra cauce o salida, cuando las coartadas que impone la civilización para autropreservarse se diluyen, es entonces cuando con mayor facilidad brota el energúmeno y exaltado que podemos llevar dentro. Ocurre en los campos de fútbol, lugar donde tanto iracundo animal regurgita todas sus bajezas o se desagravia contra la mediocridad de su vida, y también le ocurre a determinadas personas cuando se ponen a los mandos de un vehículo, “al volante se transforma”, habrán oído o dicho alguna vez. A lo peor no es que se transforme, tal vez en su fuero interno siempre alberga esa cólera, y el manejo y verse en la carretera rodeado de otros saca a relucir su verdadero carácter.
El nacionalismo siempre resultó ser un potente estimulante, un poderoso narcótico que administrado en dosis altas puede acarrear desagradables resultados. Los hay leves y graves, por supuesto, como afirmaba Savater. El que se envuelve en la bandera nacional y canta el alirón si gana su equipo o el que se pone el cuchillo en la boca para matar.

En los últimos tiempos se han escrito afluentes de tinta sobre la fractura social en Cataluña y el daño a la convivencia. Aunque, como todo lo que acontece en Cataluña nos afecta al resto (ninguna comunidad opera realmente sobre sí misma al margen de las demás) esa crispación ha saltado también al resto del territorio nacional, y ya nadie está libre de recibir el zarpazo de la furia separatista.
Lo insospechado del radicalismo es que puede abordarte donde menos te lo esperas. Hace unos días, por ejemplo, en un restaurante en Gijón, una energúmena decidió los temas de conversación de los que podían y no podían hablar otros comensales, que, como es de suponer, estarían en su mesa charlando de los que les diera la gana. Eso derivó en lanzamiento de vino y batalla campal dentro del restaurante, a cuenta, una vez más, de la intolerancia fanática.
Muy parecido el caso sobre el que escribió el eurodiputado asturiano Jonás Fernández, que relataba cómo, tras una cena en un local de hostelería barcelonés, varias personas se acercaron a increparles sus conversaciones, invitándoles a “salir afuera” para solucionarlo, y necesitando la mediación de un camarero y otros clientes para evitar incidentes mayores. Algo, por lo visto, no poco frecuente. Ocurre a determinadas personas cuando padecen una especie de trastorno de identidad inflamada, y suelen ver agravios individuales en comentarios que se refieren a algo genérico e impersonal como puede ser un territorio, que algunos interiorizan hasta mimetizarse con el mismo. Cataluña son ellos.

Una de las cosas que hacen que, pese a todo, España siga mereciendo la pena y sus mejores gentes nos aparten del pesimismo generalizado es nuestra innata capacidad para sacarle punta a todo, para el humor, reírnos de nuestras circunstancias y ver siempre el lado cómico hasta de las situaciones más esperpénticas. Prueba de ello es la iniciativa Tabarnia, una maravilla de sarcasmo y pensamiento incisivo para poner a los nacionalistas del país excluyente frente al patético reflejo de su espejo. Y no les gusta lo que ven. Sus berrinches y descalificaciones hacia lo que empezó como una broma tuitera son la prueba más fehaciente de que se ha dado en la diana.
No sabemos si la iniciativa Tabarnia volverá más agresivos a los ya de por sí vehementes separatistas, expertos en encontrar agravios hasta en las cosas más inocuas. Podría decir que de ahora en adelante se tenga cuidado con lo que se comenta en bares, locales y reuniones, pues siempre puede haber un ofendido al acecho, pero no, eso sería claudicar con demasiada sencillez. La fractura social solo existe si la permitimos, si nos dejamos intimidar. No se priven, sean expresivos y abiertos. Que nadie les marque las pautas de lo que pueden hablar. La libertad no se negocia.

24 de mayo de 2018

Quim Torra y los cínicos

Artículo publicado originalmente en El semanal digital



“Vaya por dios”, dicen algunos, echándose teatralmente las manos a la cabeza —“pero cómo es posible, mecachis en la mar, que se haya colado un xenófobo en la Generalitat”. En la moderna y muy progresista Cataluña, pensarán. “Cómo no lo vimos venir”, se lamentan, muy compungidos, los que parecen descubrir ahora las esencias del nacionalismo. Sorpresón.
“Debe pedir perdón por su racismo”, escribe la inefable Ada Colau, la que llama facha a los militares decimonónicos, la que tiene de faldero a Pisarello, que se afanó en tratar que la bandera de España no colgara del balcón durante las fiestas, y la misma, la de las políticas municipales delirantes, inepta y demagoga hasta la nausea, que camela sin tapujos al separatismo.
“Es una vergüenza lo de este señor que vende odio”, se hace cruces Echenique, mientras su partido va de la mano en Navarra de los palurdos homicidas de Bildu. Podemos, nada menos, la muleta de todos los nacionalismos provincianos habidos y por haber a lo largo del territorio; riéndoles las gracias a Rufián en el Congreso, compadreando con las CUP, reuniéndose con los familiares de los abertzales violentos de Alsasua y simpatizando abiertamente con el etnicismo euskaldún. Ahora se sorprenden. Los que han alimentado el conflicto para poder recoger los restos de la leña que estaban echando al fuego.
¿De dónde habrá salido Quim Torra?, parecen preguntarse. Como si fuera un espécimen llegado del espacio exterior. No, no se trata de ningún viejo reaccionario vestigio de otra época, así, con esa xenofobia, con ese supremacismo identitario, piensan los jóvenes adoctrinados en el veneno nacionalista, los chicos y chicas de las CUP, de los CDR y de ERC. La sociedad del pensamiento totalitario que insulta a Boadella, a Marsé o a Serrat, la que acosa al juez Llarena, ha sido ha macerado a fuego lento durante décadas, por omisión o complicidad, de toda la casta política española, tanto partidarios como necesitados de los votos catalanes para gobernar.
Los que negaron y niegan que exista adoctrinamiento en las escuelas, y los que ven normal que se señale a niños por ser hijos de guardias civiles. Azuzando la inquina al diferente o al discrepante. Los de las políticas lingüísticas aniquiladoras del castellano. Los ciudadanos anónimos o con puestín que hablaban de  “presos políticos” y de “choque de trenes” como si el golpe al Estado de Derecho fuera equivalente a la defensa de la Constitución y las libertades civiles; los tontos de carrito que daban credibilidad a la iletrada de todos los dedos rotos o los que denunciaban sin rubor cientos de heridos el 1-O. Ahora se muestran muy alarmados porque no se explican cómo pasó, de dónde proceden los desvaríos del radical Torra. Váyanse un poquito a la mierda.

El desafío totalitario

Artículo publicado originalmente en La Nueva España





Debido al inapelable triunfo de la modernidad en el cine, es muy probable que los espectadores de nuevas generaciones no sepan quién fue un señor brillante e irrepetible llamado Billy Wilder, a pesar de tener hoy todos los medios al alcance para disfrutar de las obras maestras imperecederas y, sin embargo, los contemporáneos del director en España tampoco lo tuvieron tan fácil para llegar a sus cintas.
Una película que hoy se disfruta con gracia y que supone un satisfactorio entretenimiento es Con faldas y a lo loco, pero es conocida la censura total que pesó sobre ella en la España franquista,
"Prohibida la película mientras subsista la veda de maricones".
Semejante situación, que hoy nos parece rocambolesca en su anacronismo y perteneciente a un pasado superado, vuelve a aflorar por otro de los descosidos de nuestra libertad cultural. Fantasmas de otros tiempos que planean de nuevo como sombras inmortales, otra vez, sobre nuestros derechos más básicos.
Piden, desde una revista asociada a las feministas de CCOO, erradicar de la enseñanza cualquier referencia a los libros y la obra de Neruda, de Pérez-Reverte y Javier Marías, supongo que por nocivos y ‘machirulos’. Que Reverte y Marías se han convertido en anatemas es evidente, aunque tampoco se encuentra mucha más explicación que el hecho de que quien exige eso probablemente no haya leído absolutamente nada de ninguno de los dos autores, pero es aún más gravosa cuando viene con las vitolas de una causa necesaria. Con ínfulas de modernidad. Como si los estudiantes necesitaran de las salvadoras purgas de CCOO para mantener inmaculada su inocencia, lejos del pernicioso machismo.
Que un premio Nobel de Literatura pueda ser borrado de los planes de estudios llama tanto la atención que resulta imposible tomarse estas medidas como provenientes de alguien con un mínimo de formación académica. Es bastante singular además que se trate de un poeta que estuvo plenamente comprometido con la causa republicana y permaneció exiliado de su propio país (Chile), pero el delirio ha traspasado la frontera del tiempo y de la razón, y lo mismo censuran a Nabokov que marcan como proscrito al Tenorio de José Zorrilla.

Atrás quedó cuando el feminismo radical sólo era un movimiento marginal de un grupúsculo de exaltadas, y conviene tener en cuenta las intentonas de poner en jaque no sólo la libertad educativa, también la libertad individual de una sociedad aprehendida cada vez más entre los rigores de lo políticamente correcto hasta el extremo de tornarse una vertiente tiránica, con sus listas negras, sus señalamientos públicos y una serie de normas a realizar para ser un “buen ciudadano” lejos del machismo imperante.
Como la infancia es la edad más vulnerable y también la más crucial, es a su línea de flotación donde apuntan las nuevas organizaciones inquisitoriales, tratando de moldear el pensamiento desde una temprana edad, no vaya a ser que salgan díscolos librepensadores que no se ajusten al ideario oficial, condenando también a los padres a ese cuello de botella en que la única educación con garantías será la que se puedan pagar.
Al estar en contra de todo lo que sea emancipación de la inteligencia como libre raciocinio, desconocen que una buena formación debe ser ecuánime, con todos los primas y puntos de vista, con autores diversos y un aprendizaje rico en sus matices, donde los niños puedan separar por ellos mismos el grano de la paja, lo fundamental de lo prescindible, lo necesario de lo superfluo; sin imposiciones bobas, sin policía del pensamiento, sin censura sectaria impregnada de prejuicios e ignorancia. Si permitimos que sean las ideologías las que marquen el rumbo de la educación, no habrá diferencia entre cualquier dogma religioso impuesto desde las escuelas, por lo tanto, es la sociedad civil, en plena consciencia de la defensa de sus derechos, la que debe movilizarse para evitar el triunfo de los mediocres y de los necios, no permitiendo imposiciones que vulneren principios básicos, además de mostrar un músculo muy poco democrático.
Entre las propuestas, y escribo esto tratando de no reírme, incluyen además la prohibición de jugar al fútbol en los patios de los colegios (espero, al menos, que lo sustituyan por el cascayu) y que los baños sean mixtos. Desconocen los guardianes de la moral que, en alumnos pubescentes con las hormonas en pie de guerra, esa medida podría dar lugar también, criaturas, a una indeseada ociosidad.

18 de mayo de 2018

Declárse culpable

Artículo publicado originalmente en La Nueva España






Debieron haber saltado algunas alarmas cuando apareció una inquietante figura autodefinida como “musicóloga de género”, cuyo cometido es analizar y señalar qué canciones son consideradas machistas o sexistas, con el consiguiente, por supuesto, oprobio (sin castigo o mácula pública no hay rehabilitación). De eso a la elaboración de listas negras (o moradas) con libros, películas y discos a repudiar, sólo hay un paso, y no bajo criterios de interés cultural, sino al servicio de la ideología de género.
El asunto se vuelve más peliagudo cuando esta ideología empieza a inmiscuirse en cuestiones de legalidad, estando en juego algo más que un tema musical defenestrado de las verbenas del verano. Porque en el fondo de la condición humana, por mucho que creamos que hemos avanzado en materias como justicia o Estado de derecho, sigue latiendo esa parte irracional y salvaje que, si tiene le oportunidad, se salta todos los trámites legales y democráticos y acomete movida por sus propios instintos, la que siente la llamada de la turba, la que se adscribe fácilmente a la masa enfurecida dispuesta a escarmentar a quien se haya salido del camino. Nuevos tiempos, idénticas actuaciones.
Lo hemos visto con las demandas que exigían la retirada de la estatua de Woody Allen en Oviedo, debido a las acusaciones, orquestadas por su ex mujer, de una hija adoptiva, sobre unos supuestos abusos sexuales.
Ese caso no fue tramitado por ningún tribunal, y tras ser analizado por varios expertos ya en el año 93 (no se andan con tonterías en esos asuntos en los Estados Unidos) no tuvo mayor recorrido. Es decir, no es que exista ya una ausencia de condena, es que el director neoyorquino no fue siquiera procesado, ni está imputado por delito alguno.
Estas menudencias, como después comprobamos, importan poco para los amantes de lo irracional. El asunto siguió haciendo ruido, y la prensa contemplaba la noticia en sus páginas, dándole seriedad a la petición y recogiendo las declaraciones de diversas asociaciones, que, sin ningún tipo de rubor, calificaban a Allen de “monstruo” y “pederasta”. Una portavoz(a) de la Plataforma Feministas de Asturias, mujer madura de pelo rosa, afirmó en unas esperpénticas declaraciones en este periódico, no sólo desconocer el sistema legal estadounidense ni la relación que le une con su actual esposa, sino además, no haber visto una sola película de Woody Allen. No era esperable otra cosa.
Resulta llamativo (o no tanto, teniendo en cuenta que suelen llevar la hipocresía por bandera) que los mismos colectivos que reclaman un derecho fundamental como la igualdad, niegan sistemáticamente a su vez otro como es la presunción de inocencia. Finalmente, después de llevar el asunto al Consejo de Igualdad municipal, la retirada de la estatua fue descartada, de momento.
Tremendos tiempos estos donde para ser culpable no es necesario que lo diga un tribunal, basta con que así lo crea una parte de la opinión pública; aunque, como en este caso, sea la más desquiciada, mezquina y subvencionada.
Hubo cierto revuelo por una columna del a menudo interesante y certero Javier Marías, que parece tener una habilidad especial para despertar a los colectivos de desaforados indignados, en la que pedía algo tan descabellado como evitar los ajustes de cuentas, las venganzas y las calumnias, y alertaba ante la posible desaparición del derecho a la presunción de inocencia. Estos detalles de su texto despertaron la furia de las huestes, especialmente en red, que es donde se mueve, con su habitual virulencia, la jauría humana contemporánea. Masas ágrafas con nula comprensión lector y capacidad expresiva que lo entienden todo al revés.
Lo que Marías denunciaba en su artículo, es que si se amparan los juicios populares con veredicto perentorio sin siquiera haber pasado la primera criba legal, el sistema judicial como tal se desprende de su valor, y cualquiera podría ser linchado mediáticamente y condenado al ostracismo con agravios por una acusación particular, tenga o no fundamento. Usted mismo mañana puede ser acusado por alguien que le profese un desencanto especial, y aunque las autoridades digan que no ha lugar, verá hundida su carrera profesional y su vida personal, y ser señalado para los restos, sin la necesidad de que se presente una sola prueba en su contra.
Vienen tiempos oscuros para la razón.

Arana y Alsasua

Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital






En uno de esos ejercicios tan higiénicos y esclarecedores de leer a los padres de los pensamientos que han marcado el destino de la sociedad española, con Sabino Arana, fundador (e inventor) del nacionalismo vasco, uno siempre mantiene esa capacidad de asombro constante, mientras descubre delirio tras delirio, ideas abiertamente supremacistas, pensamientos xenófobos hasta lo caricaturesco, bilis que destila un odio hacia lo español (él lo llama maketo) y otra serie de ocurrencias cada cual más impactante que hacen comprender el enfermizo final que tuvo.
Sus ideas fueron la semilla de la que luego creció el árbol del totalitarismo gansteril y homicida del que Xabier Arzalluz recogía las nueces, previamente agitadas las ramas con bombas lapa y tiros en la nuca. Regueros de sangre y muerte por la infame aplicación ejecutoria del fanatismo.
Sus textos los encontré hace años haciendo una búsqueda bibliográfica, algunos han sido convenientemente ocultados, otros se pueden ver en internet, aunque es una recopilación bastante resumida.
Viene al caso la recomendación de estas lecturas porque, en un debate sobre “la idea de España” en el que hace unos días participé en Mieres, en un momento de mi intervención, cuando estábamos con el asunto de los conflictos territoriales, dije: “Estamos en un país en el que todavía existen organizaciones cuyo objetivo es echar a la Guardia Civil de una parte del territorio, como hemos visto a raíz de los incidentes de Alsasua, o donde te pueden agredir por llevar la camiseta de la Selección nacional, como a las chicas del stand en Barcelona. Es una situación realmente insólita”. El debate continuó por otros interesantes derroteros, pero en la parte final del mismo, en el turno de ruegos y preguntas, algunos ya se habían quedado con esas palabras que intuía podían ser polémicas.
Un chico del público me preguntó por la cantidad de días que llevaban en la cárcel “los chavales de Alsasua” mientras Undargarín estaba libre en Suiza, y aunque no vi relación alguna entre un caso y otro (más allá de demagogias de preescolar) le respondí que ambos casos son llevados por equipos judiciales distintos y que, en el caso de Alsasua, la presión preventiva estipulada a la espera de juicio puede ser de hasta dos años. Otro hombre nombró al manido término “pelea de bar” y entonces una parte del público se volvió a negar que se tratase de eso, con los ánimos ya algo caldeados. El moderador tuvo que mediar para calmar el intercambio verbal y tratar de seguir con el debate, mientras yo, para evitar enardecer más el ambiente, cambié de tema y respondí a otra de las preguntas de un hombre del público, que comentaba sobre la UE.
Pero me quedé con las ganas de explicar porqué es rotundamente falso que se trate de una simple pelea de bar, como quieren vender los cercanos al radicalismo vasco y la postura en la que se enroca el mundo abertzale. Lo intentaré en estas líneas.
Aunque gracias a un prolongado acorralamiento policial y judicial los pistoleros han tenido que dejar las armas (“fácil volverlas a comprar”, decía un simpatizante en ese bochornoso acto paripé de entrega en Bayona, donde Josu Zabarte alardeaba no arrepentirse de las 17 vidas que quitó, mientras se tomaba unas cañas con la presidenta del Parlamento de Navarra, de Podemos), las pistolas han callado pero el nacionalismo radical, violento, excluyente y aldeano sigue estando, por desgracia, demasiado presente aún. Ese racismo tarugo y cobarde que siempre ha envenenado una parte del País Vasco.
Que ese virus del aranismo sigue condicionando la convivencia quedó latente con el intento de linchamiento a dos guardias civiles y a sus novias en Alsasua, por el único motivo de ser identificados como agentes del cuerpo mientras estaban tomando algo en un local de tradición abertzale.
Es conocido que la turba siempre ataca en manada y sabiéndose en superioridad numérica (dicen testimonios fiables que los valientes gudaris se solían hacer de cuerpo encima en el momento de la detención, con las molestias de olor que eso provocaba) y así fue en Alsasua, enfervorecida la chusma ante la paliza colectiva hacia un teniente y un sargento a los que ya tenían en el punto de mira; se sabe que dos de los detenidos son los principales promotores de la campaña del Movimiento Ospa, bajo el lema ‘Alde Hemendik’ (‘Que se vayan’) y que tiene como objetivo expulsar a la Guardia Civil del País Vasco y Navarra. Una noble intención que en el pasado cercano se cobró la vida 230 miembros de la Benemérita.
Hay un grupúsculo de opinadores sin lecturas, ratillas de red y exaltados de medio pelo que juntan la idiotez con la vileza, para los que el ataque colectivo tiene la indecente categoría de “pelea de bar”, un eufemismo para blanquear los actos y restar importancia a un hecho que es consecuencia de un determinado ambiente social. Como si en algunas localidades (Alsasua entre ellas) no se viviera un hostigamiento continuo hacia los cuerpos de seguridad, un señalar y marcar que tiene algo del antiguo chivatazo, un miedo en el día a día y la situación para los agentes de vivir acuartelados con sus familias por desempeñar su trabajo ante una parte de ciudadanos que les son hostiles. Ciudadanos que no los quieren ahí, y que lo del bar Koxka sólo ha sido la penúltima demostración.
Allí también agredieron a las novias, pero es un daño colateral sin importancia, son mujeres, sí, pero el colectivo folclórico del feminismo histérico y subvencionado en este caso no tiene mucho que decir. Tampoco los miserables de lo de “pelea de bar”. Me pregunto cómo se manifestaría toda esta caterva de demagogos simplistas y voceros semianalfabetos si ante un nuevo caso en esa lacra de la violencia doméstica, cuando se dé la circunstancia de una mujer agredida en su domicilio por un hijo de la gran puta, sea calificado como “pelea de dormitorio”.
Paradójicamente, aquí la desviada merma suele hablar de "terrorismo machista". Uno puede vivir con esas incongruencias y esa hipocresía y ser perfectamente feliz, al parecer.
A veces no es tan irritante la violencia irracional del fanático desaforado como la justificación y simpatía que hacia éste muestra el típico idiota que se considera muy de izquierdas y trata de sonreírle a una de las ideologías más reaccionarias y cerriles. Ése es un estigma y una falta de la que cierta progresía española aún no ha podido desprenderse. Pero tampoco es momento de quedarse callados ni de dejar de llamar a las cosas por su nombre.

Una sombra se cierne sobre Asturias

Artículo publicado originalmente en La Nueva España.



El nacionalismo es un sentimiento primario. Como el amor. Como el humor. No te tienen que explicar los chistes porque entonces ya no tendrían gracia. Y cada uno es muy personal con su humor, no hay deber ni necesidad de justificar aquello que le hace reír de la misma manera que no tiene que justificar de quién se enamora. Buscar explicaciones racionales a algo que proviene de lo afectivo es un error habitual.
También se podría alegar que el vuelco al corazón del que se identifica hasta el paroxismo con la tierra y la bandera es una exaltación que bien podría ser convenientemente templada con el tiempo, los viajes o la cultura.
De todas formas, la experiencia a menudo demuestra que querer andar tocando por esas zonas puede conllevar reacciones airadas, intolerantes o agresivas. Pero la premisa más clara y que siempre hay que dejar diáfana es que con los sentimientos no se legisla. Ni en base a ellos. Usted siéntase muy orgulloso de la comunidad autónoma, de la ciudad o del barrio en el que nació, pero no crea que eso tiene que tener edicto oficial, ni que se concedan privilegios entorno a sus sentimientos. Con el auge (esperamos que efímero) de los populismos en España se ha puesto de moda abusar del término Pueblo. Es una manera de vender sociedades cerradas y homogéneas, fuertemente indentitarias, en vez de las comunidades plurales y diversas que a menudo son. Y por eso se debe hacer pedagogía e incidir una y otra vez en que identidades tienen las personas, no los territorios. En ciudadanía no hay un pueblo como ente con vida propia y uniforme, no es la aldea de Astérix, hay unos ciudadanos libres que tienen unos derechos (y unas obligaciones) y que son iguales tanto en Sabadell como en Langreo.
Sabemos que el primer peldaño de la deriva nacionalista es la pretensión de querer vertebrar a esos “pueblos” mediante el idioma. Resulta que las lenguas tienen dos enemigos implacables aunque opuestos: los que las prohíben y los que las imponen. Sólo el natural fluir de un idioma dentro de las sociedades que lo hablan (o que no) puede dar lugar a que las leyes lingüísticas se adecuen a esas demandas ciudadanas. Pero la ley nunca puede anteponerse al común desarrollo de una lengua a golpe de decreto. Poner el carro delante de los bueyes. Lenguas, que, por otra parte, necesitan de artificios e inmersiones para que sobresalgan, lo que indica que no se rigen por normas naturales del habla, sino por ordenamiento político.
En Asturias sobrevuela desde hace un tiempo la sombra de la cooficialidad de la Llingüa, y ahora parece hacerse la amenaza más umbría con la futura retirada de la política de Javier Fernández, actual Presidente del Principado, y la llegada de un líder de la FSA más proclive a escuchar los cantos de sirena en materia del bable que entonan los nacionalpopulistas de Podemos.
Aún está Asturias muy lejos de parecerse, ni por asomo, a Cataluña o el País Vasco, pero un orquestado conflicto lingüístico puede ser el primer paso, el caballo de Troya por donde entren los dogmas del nacionalismo, con el peligro de derivar en lo que ya conocemos: competencias educativas infames, adoctrinamiento, ondear la bandera de la confrontación territorial, enfrentando a familias, vecinos y compañeros, con el control de los medios de comunicación públicos puestos al servicio de la propaganda oficial.
Como digo, Asturias aún está felizmente a años luz de esa tesitura, pero en el caso de las imposiciones lingüísticas y con los personajes totalitarios que están detrás, conviene no bajar la guardia.