15 de enero de 2022

Los torturadores de la inocencia


 

Artículo publicado originalmente en El Semanal Digital

Antes de la mayoría de edad se han hecho muchas cosas y sin embargo está todo por hacer. Una vida por delante y una etapa irrecuperable que dejamos por la popa.
Existe un momento, pasada esa línea de sombra, en que te da vértigo pensar que nunca más vas a tener 18 años. Habrá otras etapas, vendrán tiempos mejores y también más oscuros, pero ya jamás tus dieciocho, ese punto de quiebre. Esa frontera donde todo empieza. Cumplida la mayoría, te crees ya preparado para todo, maduro, confiado, adulto altivo, aunque estés bailando en el lomo mismo del precipicio.
Y que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender tarde o temprano, como vaticinaba Gil de Biedma. Sobre todo, tarde. Cuando la infancia ya no tiene remedio y la adolescencia boquea en la memoria con sus historial de turbulencias, cornadas y caricias. Hasta los 18 nos ha dado tiempo a enamorarnos y a bajar de golpe de los altares de la ensoñación, a experimentar el ruido y la furia, pasiones efímeras, a jugar a la rebeldía y ¡Viva el Che!, paladín de la libertad, y a sospechar que hay otro tipo de insumisión contra la barbarie. A tener certezas y a perderlas. Tinta tatuada a escondidas, amaneceres entrando a hurtadillas, pieles y noches etéreas, olor a verano y a sal marina.

Para los menores abusados sexualmente bajo la tutela de administraciones de distintas comunidades la llegada a esa frontera, más sentimental que legal, de los 18 no será como las de otros de su edad.
Habrá que calibrar las cantidad y la profundidad de las cicatrices. Conocer la magnitud del desastre.
Los torturadores de la inocencia son los mayores hijos de puta de este mundo. Y da igual que vengan de particulares, del clero o bajo el rodillo de la izquierda y el nacionalismo. Porque destrozan el presente y matan el futuro. Como decía William Munny en Sin Perdón, “Le quitas todo lo que tiene, y todo lo que podría llegar a tener”. Ojalá puedan alejarlo como un tiempo borroso, que a esas criaturas nunca les abandone el espíritu de supervivencia, aunque sospecho que lo van a tener muy crudo para volver a confiar en el género humano.

El llamado 'caso Oltra' convierte la dermis en piel de gallina, porque cuando se pone nombre y rostro al horror, es más fácil sentir cercano y real el espanto.
Teresa tenía 14 años cuando cayó en las garras de la ex pareja de la vicepresidenta valenciana, a la que acusa de no darle protección y ocultar la denuncia. Como hicieron otros en Baleares. Ocultar y evitar la intervención de la justicia.
Se dice que, como Teresa, hay 175 menores más, víctimas en régimen de acogimiento. Menores traicionados por quienes debían protegerlos. Pocas decepciones tan crueles, pocos actos tan viles.
Hay algo muy turbio en todo lo que rodea a la industria de la ideología de género. Cada vez es más palmario el hecho de que ese monstruoso negocio y dogma pasa por encima de mujeres y niños por igual, si así es necesario para sus mezquinos intereses, si tienen que proteger a delincuentes de su cuerda, si una brutal violación no se ajusta a los cánones para ser vendida en la ciénaga de su relato a los medios y a la sociedad.

Que la hipocresía ya produce un hedor insoportable, todo es delirio, ofensas a la inteligencia; con un chorreo de millones malgastados en inútiles y trepas ávidos de cargos con carga al dinero público, y su cometido es obsceno, cruel y criminal.
Si la ideología de género y el feminismo radical tienen una base de esperpento, tras la LIVG anticonstitucional y que voltea el estado de Derecho, el aquelarre del 8-M que propició el desastre vírico y los casos que vamos sabiendo, se ha tornado en algo puramente delictivo.
Espero que no haya paz para los malvados.


Historia de dos mujeres

 



Artículo publicado originalmente en La Nueva España

Sara Bravo tenía 28 años cuando falleció. Y toda vida que se apaga demasiado pronto es trágica e injusta, pero con 28 es una edad para empezar a vivir en serio, nunca para morir. Con una sonrisa bondadosa y entregada a la causa por los demás, es la médico más joven fallecida por coronavirus en España, una madrugada de marzo de 2020, cuando la primera ola golpeaba con furia un país sobrepasado, perplejo y noqueado.

Sara, cocinera inquieta, luchadora, lectora de Ruiz Zafón, de Antonio Gamoneda y de novela negra, que se quedó sin beca durante cinco años de carrera y justo iniciaba su andadura profesional cuando llegó la pandemia, deja un hermano mayor con parálisis cerebral y una madre desolada que recuerda una llamada telefónica desde la UCI: “Mamá, tengo miedo a morirme”. Después llegaron los intentos de reanimación, una última llamada de los médicos y luego el silencio.

Hasta que a Sara se la recordó en Oviedo en octubre de 2020 en la entrega de los Premios Princesa de Asturias. La madre conversó con los Reyes. Ella culpa al Gobierno por desatender a los sanitarios. Por comprar una y otra vez mascarillas defectuosas y dejarlos desprotegidos. Quiere que paguen su muerte. Y nadie la puede culpar a ella por ese rencor.
Y no sólo eso. No fue la desprotección. No fue únicamente el despropósito de las mascarillas o las insultantes comparecencias de Fernando Simón.

Fueron todos los avisos de Seguridad Nacional para advertir de lo que se avecinaba, desoídos por el Gobierno, enfrascado en una guerra entre sectores radicales del feminismo y empeñado en no tomar ninguna medida hasta que no se celebrara aquella infausta manifestación. La ideología sectaria había ido esta vez demasiado lejos, imponiéndose a la salud pública. “Superfuerte, tía. Con la mano no”. Una bestialidad al servicio de una ideologización que no cede ni un milímetro en su avance demencial, a pesar de contar con tantos muertos en su conciencia, aglutinan ignorancia y prepotencia para seguir consumiendo recursos públicos en nombre de un dogma irracional (disculpen el pleonasmo).

Sara Bravo falleció apenas dos semana después de decretado el estado de alarma, indefensa ante el virus pese a estar en servicio de Urgencias en un centro de salud de la provincia de Cuenca. Poco más de dos meses después de que Sara dejara un hueco enorme en quienes la conocieron y un shock presente por su sacrificio, Pedro Sánchez exclamaba en el Congreso: “Viva el 8-M”. Una reiteración alevosa; dicen que siempre se vuelve al lugar del crimen.

Juana Rivas fue diagnosticada con “funcionamiento mental patológico” por distintos informes psiquiátricos. El régimen socialista de Andalucía le dio cobijo, y ella secuestró a sus hijos para archivar una investigación sobre una agresión sexual al menor de ellos, cuando contaba con tres años, y así informan un juez renuente y un dictamen forense.

Con ese macabro sentido del oportunismo, las asociaciones misándricas quisieron convertirla en símbolo de la lucha contra eso que llaman patriarcado. Politizaron hasta la nausea un caso convertido en un show mediático que pudiera foguearse en la batalla del relato. Ministerio, asociaciones y chiringuitos que arrasan con absolutamente todo, poniendo en marcha la rueda de una ideología que no se detiene ante nada ni nada respeta, ni siquiera la integridad física de un niño.
Forma parte de la demoledora demagogia moderna tratar de convertir en icono de la causa (en cuyo altar se sacrifica lo que haga falta) a una majadera peligrosa para sus hijos menores de edad, y podría parecernos que se han cruzado todos los límites tolerables si no conociéramos el aquelarre de desalmados, de voluntad fanática, exaltados, inquisidores, envenenados de traumas, ágrafos, irreconciliables con la razón y presuntuosos memos y memas que conforman el ministerio de Igualdad, asesores también (4,1 millones de euros es su gasto en personal) y la cruzada iniciada contra la presunción de inocencia y contra el sentido común.

El gobierno concedió el indulto parcial a Juana Rivas, ocultando la dolorosa verdad. Su lugar natural es la cárcel.
Sobre Sara Bravo no se ha realizado, hasta el momento, pronunciamiento alguno, y estas dos historias de mujeres, con la tragedia y la miseria que ambos casos, a su manera, tienen, sirve para ejemplificar en manos de quienes estamos y todo lo que nos queda por delante, ya que el pasado lo están reescribiendo cada día.