22 de octubre de 2021

El orgullo de Barbón

 




Artículo publicado originalmente en La Nueva España

El presidente del Principado, Adrián Barbón, interpeló hace poco en el Parlamento a Ignacio Blanco, portavoz de Vox, hablando sobre la identidad asturiana e interrogando, gravemente ofendido, si acaso él no se sentía orgulloso de serlo.
Y eso me dio para pensar. Lo del orgullo. Y lo de la identidad.

El presidente parecía enseñorear la ilusión melancólica, únicamente individual, de un pasado idílico, o tal vez buscando algún paraíso perdido. Asturias como la arcadia de nuestra infancia, o como aglutinadora de todas las virtudes de las que carecemos. También sirve como mecanismo de identificación e himno de bar a pálidas horas de la madrugada, tengo que subir al árbol, tengo que coger la flor.
No me voy a inmiscuir en los sentimientos personales del señor Barbón. Cada cual hace con sus orgullos lo que puede o lo que quiere. Por las emociones ajenas hay que pasar de puntillas, hay muchas y complejas razones que suscitan a uno sentirse henchido, y conozco gente que exhibe con satisfacción algunos títulos colgados en la pared que sirven para eso, para vestir paredes o para que se sienta colmada la abuela que sufragó la carrera universitaria; y otras personas cuyo máximo motivo de vanidad es el último aparato que ha comprado en su culto al motor, aunque para el resto sea una evidente crisis de la mediana edad sobre ruedas.

El problema, a mi entender, es cuando esos orgullos se ostentan no como trofeo sino como arma con la que agredir al otro. Se empuñan identidades como otros encargan una alarma. Sirve como amenaza, como forma de disuadir o como advertencia. O se imponen por decreto. Orgullo por obligación, para demostrar que uno es buen asturiano, o vasco, o almonteño, u oriundo de Peñaranda de Bracamonte, hay que mostrar pureza identitaria para no ser víctima de la incompetencia moral de la policía del pensamiento, tan atestada últimamente.
Existen orgullos entusiastas que mal canalizados, además de peligrosos y patéticos, sólo llevan a la erosión de la convivencia. He visto a personas, muy apasionadas de ser de un sitio, liarse a hostias con otras porque ellas también habían nacido en algún lugar, sólo que no en el mismo.
Lo de las tribus enfrentadas es un atavismo más propio de la antropología documental que de un Estado de derecho moderno. También sé que algunos orgullos locales se atenúan viajando, sosegando honras regionales inflamadas a base de vivir largas temporadas fuera de esa tierra amada, con individuos que también tienen hacia su propia comunidad sus filias y sus fobias.

Las pulsiones identitarias, cuando se desbocan, dan lugar a esa grieta de la democracia que es el nacionalismo, y si el nacionalismo moderado parece un oxímoron, el vehemente siempre implica derramamiento de sangre, una vez llevada al extremo la sinrazón dogmática. Cuídese de sus orgullos, que yo me encargo de los míos.
Pero en vez de la defensa de la ciudadanía al margen de los territorios, el PSOE de Barbón y los siniestros podemitas se afanan en la defensa del territorio al margen de los ciudadanos. La tierra como un todo donde no caben todos. Unanimidad de pensamientos y sentires, y el que no, que se las apañe. La identidad como estandarte, donde, con el mero hecho de apelar a ella, no son necesarias más explicaciones.
Este marco mental, profundamente reaccionario, suele tener prosélitos en todos los orgullosos de tener una identidad otorgada por mérito, azar o desgracia de nacimiento.




También hay orgullos por delegación. Intercambio de orgullosos solidarios. Aunque implique complicidad con los movimientos etnicistas, pues van todos en el mismo lote. Cuando los muy satisfechos de imponer a otros asturianos la oficialidad de un dialecto artificial, y en un alarde insensato de estulticia, solicitaron el apoyo de Bildu, los legatarios de ETA respondieron encantados. “Claro que sí, unidad cuando se trate de desunir, solidaridad con la república plurinacional. Ahí va nuestro apoyo”. Algo así. Oskar Matute sonreía desde Twitter con un mensaje fraternal para los manifestantes. Y al resto se nos helaba la sangre.

11 de octubre de 2021

El individuo frente a sus desafíos

 



Artículo publicado originalmente en La Nueva España

Trágica víctima directa de la llamada guerra cultural: el individuo. Con su reciente conquistada libertad, tras mucha sangre derramada contra los movimientos totalitarios, el individuo va cediendo terreno frente al empuje de los colectivismos que han viajado desde los extremos del espectro ideológico con un ímpetu avasallador que ya no respeta universidades, medios de comunicación de masas ni tiernas infancias con el cerebro en formación. La rueda que no deja de girar, la apisonadora que no frena.

Ahí está, en cualquier tertulia o red social, el enésimo memo pretencioso explicando cómo vivir y cómo pensar correctamente. Desde sus púlpitos laicos de charlatanes de teletienda. Ahí está el Gobierno con su deriva reaccionaria y liberticida. Calando poco a poco, con el goteo constante, en generaciones donde la referencia nunca es a los hechos sino la emoción, con internet como dispensador de odio a la carta. Las religiones de sustitución buscan nuevos fieles a la causa colectivista. Porque el miembro de una corporación o un lobby se vuelve sordo a las razones, y de esta manera el individuo como ser autónomo nunca podrá desarrollar una libertad crítica que le permita esquivar el fanatismo.

Y la mayoría de los contenidos que ofrecen los políticos y sus voceros mediáticos de fervorosa militancia son tan predecibles como insoportables, con tendencia al esperpento y tiernamente ridículos.

Aunque el desolador panorama invita con frecuencia al pesimismo: chavales y no tan chavales, con la mente puesta en las modas de Instagram y las corrientes del grupo, abanderados por cantamañanas multicolores o pijoecológicos, nacionalistas con síndrome criminal, políticos de pocas luces y cierto pintoresco progresismo, empeñados en imponer una lógica enfermiza de odios a la carta, las políticas identitarias de reflexiones estanco donde prima la genealogía, el sexo, la orientación, el color de piel, las fobias compartidas que arrastran disonancias cognitivas, los traumas que encuentran cauce y salida en el calor dogmático de la manada. Del colectivo. Una turbia maraña ideológica con todos creyendo pensar lo adecuado, pero todos igual de insustanciales, en esa perversa deriva en la que unos y otros, jóvenes y adultos, van entrando y van asumiendo, sin rechistar, su silencioso lugar en el pelotón de la mediocridad, entre la desidia educativa y ministerial.

Ocurrió con el montaje en la falsa agresión homófoba en Malasaña, Madrid, cuando, una vez descubierto el embuste, la manifestación de repulsa se celebró igualmente: porque sí que ocurrió, ocurrió en sus cabezas, y la realidad, que es caprichosa y va por libre, les da exactamente igual. Basta con “creer” algo y convencerse de una idea, para que se más nítida aún que si hubiera pasado, pues proyectan al exterior, en busca de chivos expiatorios, sus intoxicaciones íntimas o inestabilidades psíquicas.

El colectivismo, de esta manera, aunque gratificante por la falsa sensación de ser parte de algo que trasciende lo personal (qué solos se quedan los solitarios), es una forma de pereza intelectual. Las opiniones que no coinciden con el relato establecido necesitan un poco más de espacio y un poco más de reflexión para resultar comprensibles, y por eso no gozan de entusiastas seguidores.
Los políticos y los correveidiles mediáticos a sueldo tienen todo el derecho a la propaganda y al proselitismo de la doctrina, incluso con repulsivas y falsas campañas de agitación mendaz, pero, gracias a los que denuncian y refutan esas falsedades y artimañas, se ha conquistado también el derecho a señalarlos y exponerlos, aunque el sonrojo y la vergüenza torera no sea algo a esperar en esos profesionales de la desfachatez.
Cabe preguntarse hasta qué punto el activismo colectivista y sus malas artes pueden alterar la función de la justicia y las más generales normas de convivencia. Porque de nada sirve defender el individualismo si puedes ser agredido por una veintena de zumbados que han leído en algún foro que eres un peligroso fascista, verbigracia. Ya que ellos se reservan el derecho a la intransigencia.

Cada uno de nosotros debe adoptar, por su cuenta y riesgo, el compromiso moral de ser libres, por el sentido del pudor y del deber, pues no hay nada más revolucionario que seguir conquistando cotas personales de libertad.
Eso sí, mojarse lo que se dice mojarse nos vamos a seguir mojando sólo los de siempre. Sin afán polémico, sólo por higiene mental y aprecio a nuestros derechos.
Y lo del resto, digan lo que digan, no será silencio sino complicidad.