El presidente del
Principado, Adrián Barbón, interpeló hace poco en el Parlamento a
Ignacio Blanco, portavoz de Vox, hablando sobre la identidad
asturiana e interrogando, gravemente ofendido, si acaso él no se
sentía orgulloso de serlo.
Y eso me dio para pensar. Lo del
orgullo. Y lo de la identidad.
El presidente parecía
enseñorear la ilusión melancólica, únicamente individual, de un
pasado idílico, o tal vez buscando algún paraíso perdido. Asturias
como la arcadia de nuestra infancia, o como aglutinadora de todas las
virtudes de las que carecemos. También sirve como mecanismo de
identificación e himno de bar a pálidas horas de la madrugada,
tengo que subir al árbol, tengo que coger la flor.
No me voy a
inmiscuir en los sentimientos personales del señor Barbón. Cada
cual hace con sus orgullos lo que puede o lo que quiere. Por las
emociones ajenas hay que pasar de puntillas, hay muchas y complejas
razones que suscitan a uno sentirse henchido, y conozco gente que
exhibe con satisfacción algunos títulos colgados en la pared que
sirven para eso, para vestir paredes o para que se sienta colmada la
abuela que sufragó la carrera universitaria; y otras personas cuyo
máximo motivo de vanidad es el último aparato que ha comprado en su
culto al motor, aunque para el resto sea una evidente crisis de la
mediana edad sobre ruedas.
El problema, a mi
entender, es cuando esos orgullos se ostentan no como trofeo sino
como arma con la que agredir al otro. Se empuñan identidades como
otros encargan una alarma. Sirve como amenaza, como forma de disuadir
o como advertencia. O se imponen por decreto. Orgullo por obligación,
para demostrar que uno es buen asturiano, o vasco, o almonteño, u
oriundo de Peñaranda de Bracamonte, hay que mostrar pureza
identitaria para no ser víctima de la incompetencia moral de la
policía del pensamiento, tan atestada últimamente.
Existen
orgullos entusiastas que mal canalizados, además de peligrosos y
patéticos, sólo llevan a la erosión de la convivencia. He visto a
personas, muy apasionadas de ser de un sitio, liarse a hostias con
otras porque ellas también habían nacido en algún lugar, sólo que
no en el mismo.
Lo de las tribus enfrentadas es un atavismo más
propio de la antropología documental que de un Estado de derecho
moderno. También sé que algunos orgullos locales se atenúan
viajando, sosegando honras regionales inflamadas a base de vivir
largas temporadas fuera de esa tierra amada, con individuos que
también tienen hacia su propia comunidad sus filias y sus
fobias.
Las pulsiones identitarias, cuando se desbocan, dan lugar
a esa grieta de la democracia que es el nacionalismo, y si el
nacionalismo moderado parece un oxímoron, el vehemente siempre
implica derramamiento de sangre, una vez llevada al extremo la
sinrazón dogmática. Cuídese de sus orgullos, que yo me encargo de
los míos.Pero en vez de la defensa
de la ciudadanía al margen de los territorios, el PSOE de Barbón y
los siniestros podemitas se afanan en la defensa del territorio al
margen de los ciudadanos. La tierra como un todo donde no caben
todos. Unanimidad de pensamientos y sentires, y el que no, que se las
apañe. La identidad como estandarte, donde, con el mero hecho de
apelar a ella, no son necesarias más explicaciones.
Este marco
mental, profundamente reaccionario, suele tener prosélitos en todos
los orgullosos de tener una identidad otorgada por mérito, azar o
desgracia de nacimiento.
También hay orgullos por delegación. Intercambio de orgullosos solidarios. Aunque implique complicidad con los movimientos etnicistas, pues van todos en el mismo lote. Cuando los muy satisfechos de imponer a otros asturianos la oficialidad de un dialecto artificial, y en un alarde insensato de estulticia, solicitaron el apoyo de Bildu, los legatarios de ETA respondieron encantados. “Claro que sí, unidad cuando se trate de desunir, solidaridad con la república plurinacional. Ahí va nuestro apoyo”. Algo así. Oskar Matute sonreía desde Twitter con un mensaje fraternal para los manifestantes. Y al resto se nos helaba la sangre.